Estados Unidos ha contraído una grave responsabilidad en Afganistán. No sólo ensangrentó el país financiando y armando la revuelta del fanatismo islamista en los años ochenta, para crear problemas a la Unión Soviética, sino que, después, invadió el país. Hace ya más de ocho años que Estados Unidos ocupó Afganistán, en 2001, enarbolando las mentiras […]
Estados Unidos ha contraído una grave responsabilidad en Afganistán. No sólo ensangrentó el país financiando y armando la revuelta del fanatismo islamista en los años ochenta, para crear problemas a la Unión Soviética, sino que, después, invadió el país. Hace ya más de ocho años que Estados Unidos ocupó Afganistán, en 2001, enarbolando las mentiras que han hecho de su política exterior una escuela mendaz, avalista de la muerte, y, después, forzó la implicación de sus aliados de la OTAN, que empezaron a enviar tropas en 2003.
El movimiento talibán y el confuso mundo de las organizaciones yihadistas son un monstruo creado por Estados Unidos. Desde el mulá Omar, pasando por el propio Ben Laden, y culminando en el ahora capturado mulá Abdul Ghani Baradar (detenido en Pakistán, en una operación de la CIA y el ISI), todos ellos fueron protegidos en su día por los servicios secretos del ISI pakistaní, que colaboró estrechamente con la CIA y las otras agencias norteamericanas, y con Arabia, armando y financiando a los «señores de la guerra» y a los muyahidin que aterrorizaron a la población afgana en los años del gobierno progresista aliado de Moscú. Después, armaron a los propios talibán, como recambio ante el caos creado por los feroces muyahidin, a quienes los norteamericanos habían ayudado a llegar al gobierno afgano para destruir el empeño progresista anterior e instaurar una nueva edad media de clérigos y bandidos, de señores de la droga y de la muerte. La CIA, los comités de la Cámara de Representantes norteamericana (con el siniestro congresista Charlie Wilson en primera línea) y el propio gobierno norteamericano estuvieron de acuerdo, primero, en enviar armamento sofisticado y miles de millones de dólares a los llamados «combatientes de la libertad», en realidad, feroces mercenarios y fanáticos religiosos, y, después, en fomentar el movimiento talibán. Aquella campaña, destinada a crear problemas a la URSS, se reconvirtió después en una operación, «justificada» por los atentados del 11 de septiembre, que pretendía, de la mano de los neocons de Bush, controlar el gran Oriente Medio y Asia Central, mantener la presión sobre Rusia en sus fronteras del sur, y contener a China.
Más de ocho años de guerra y ocupación sólo han conseguido añadir más sufrimiento a la población afgana, sin perspectivas de una salida que termine con décadas de guerra. Obama, en febrero de 2009, decidió incrementar en diecisiete mil nuevos soldados el contingente que el Pentágono tiene en Afganistán, en una tácita admisión del fracaso de la política norteamericana. De hecho, los nuevos responsables de la Casa Blanca y del Pentágono habían decidido iniciar una nueva etapa en la guerra, aumentando las tropas y nombrando al general McChrystal para sustituir al general McKiernan, anterior jefe del contingente estadounidense. El propio secretario de Defensa (un veterano ministro, antes de Bush y ahora de Obama), Robert Gates, admitía recientemente que la política seguida hasta hoy había fracasado. A finales de 2009, Obama decidía incrementar en otros treinta mil soldados las fuerzas destinadas a la ocupación del país. El vértigo de la guerra ha engullido al nuevo presidente.
Ahora, los portavoces del Pentágono y de la OTAN hablan de la frontera de 2011 (cuando se cumplirá una década de ocupación militar, guerra y muerte) y de un nuevo rumbo, para completar la formación de un ejército afgano de trescientos mil soldados a las órdenes del poder impuesto por Washington, poder que hoy representa Karzai, pero que mañana puede ser cualquier otro señor de la guerra, sobre todo a la vista de la creciente impaciencia con que Washington trata al impuesto dictador afgano, verdadero hombre de paja de las tropas coloniales norteamericanas. El cambio de rumbo puede ilustrarse con las palabras de Richard Holbrooke, enviado especial de Obama para Afganistán y Pakistán (un veterano de Vietnam, y el hombre que trenzó los engaños y mentiras en la guerra de Yugoslavia), quien mantiene que el peligro no reside tanto en los talibán, como en las (fantasmagóricas) redes terroristas, como Al Qaeda… aunque Holbrooke prefiere olvidar que ese espantajo es también hijo de Washington.
Sin embargo, esas «novedades» no son buenas para Washington, porque la nueva estrategia norteamericana, hecha oficial en la Conferencia de Londres del pasado mes de enero, supone renunciar a la derrota de los talibán por el procedimiento de ofrecerles su integración en las estructuras del narcoestado que preside Karzai. Para ello, los estadounidenses deben forzar una negociación con los talibán desde una posición de fuerza, y, por ello, se ha preparado la ofensiva lanzada por el general McChrystal. La operación en marcha, que ha sido presentada ya desde su inicio como un éxito, se acompaña de un programa de reintegración para comprar la voluntad de los talibán, dotado con trescientos cincuenta millones de euros (para los cuales, sin escrúpulo alguno por colaborar en una vergonzosa guerra colonial, España aportará diez millones), que se añaden a los miles de millones destinados a la creación de un nuevo ejército afgano de confianza para Washington. En la guerra no es necesaria la honradez ni la ética: esa estrategia de captación de dirigentes islamistas ha llevado ya a eliminar a varios ex ministros talibán de las listas de «terroristas» que con tanto empeño elaboran los Estados Unidos.
La nueva estrategia norteamericana pretende aplicar en Afganistán el supuesto éxito en Iraq: a la devastación y la muerte (como ocurrió con la destrucción y la matanza de centenares y centenares de civiles en la ciudad de Falujah, crimen de guerra que ningún tribunal internacional ha investigado todavía), une la compra de algunos sectores opuestos a Estados Unidos, como la vía más rápida para debilitar a sus oponentes y forzar la negociación. De hecho, las cartas se han intercambiado en ocasiones: Iraq ha sido inspiración para Afganistán, y viceversa, siempre en función de la evolución de la guerra en cada país. En Iraq, la compra de grupos rebeldes ha permitido desactivar a varios miles de insurgentes, que han pasado a colaborar con las tropas de ocupación.
Obedientemente, todos los aliados de la OTAN han aplaudido la nueva estrategia. En España, ese supuesto cambio de rumbo impulsado por Obama ha llevado al gobierno de Rodríguez Zapatero a justificar el aumento de soldados españoles enviados a Afganistán: pasarán de los ochocientos militares destinados allí en el verano de 2009, al doble un año después. Sin la menor vergüenza, adoptando el cinismo de los guerreros de Washington, la ministra Chacón justificaba esa decisión hablando de una misión de «imposición de la paz», desempeño tan peculiar que ya ha obligado a Washington a reconocer dos matanzas de civiles, justificadas siempre por supuestos errores. Las constantes represalias y asesinatos masivos de ciudadanos afganos son ignoradas por la prensa internacional, porque un error tapa a otro: en la sede de la OTAN o en el Pentágono, ya nadie recuerda la matanza de Kunduz, cuando hace apenas cinco meses los bombardeos alemanes asesinaron a ciento cuarenta y dos personas.
Esa ofensiva lanzada en Helmand por las tropas del general Stanley McChrystal, la operación Moshtarak, pretende debilitar la estructura armada de los grupos talibán, aunque ya durante el verano de 2009, Estados Unidos y Gran Bretaña lanzaron una ofensiva en la misma provincia, sin resultados apreciables. Estados Unidos y la OTAN cuentan ya con ciento cincuenta mil soldados sobre el terreno, además de un elevado número de mercenarios, incapaces hasta ahora de pacificar el país y hacerse con el control del territorio. Incluso Rasmussen, el secretario general de la OTAN, reconoce dificultades, aunque, fiel portavoz de la estrategia urdida en Washington, pretende hacer creer al mundo que la seguridad de los países miembros de esa alianza exige aventuras coloniales como la de Afganistán, mientras permanecen ciegos ante la evidencia de que, en nombre de la seguridad, se ha sembrado la muerte en buena parte de Oriente Medio, y, además, se corre el riesgo de incendiar Pakistán, añadiendo nuevos sufrimientos y matanzas. La reciente visita de Holbrooke a Yusuf Raza Gilani, primer ministro paquistaní, muestra la creciente implicación de Islamabad en el conflicto.
Pronto hará una década que el ejército norteamericano invadió Afganistán hablando de libertad, de desarrollo, de democracia: pero el país sólo ha visto guerra y destrucción, muerte y negocios de la droga, y, a la vista de las constantes matanzas de civiles, no parece que las cosas vayan a cambiar. Por supuesto, las negociaciones secretas con los talibán se han iniciado hace mucho tiempo, de la mano de Karzai y de los servicios secretos norteamericanos, supervisados por McChrystal y por David Petraeus, el jefe del Comando Central norteamericano, mientras las masacres sobre la población civil siguen jalonando de tumbas los caminos del país. El cinismo y la ferocidad de los hombres de Washington, su desprecio a la voluntad de los pueblos, puede ilustrarse con las palabras del general norteamericano McCrhrystal, jefe de las tropas de la OTAN en Afganistán: «Tenemos un gobierno guardado en una caja, listo para entrar en funcionamiento en cuanto sea posible». A pesar del nuevo rumbo, con las tropas del Pentágono o con las de la ISAF, con McKiernan o McChriystal, con Bush y con Obama, Washington no parece dispuesto a abandonar la rutina de carniceros en que se ha convertido Afganistán.
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