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Sin cañonazos, pero igual de enconada

Fuentes: Rebelión

Si algo mantiene en vilo a la humanidad es la guerra comercial entablada por los Estados Unidos contra China, por motivos que más de un analista, entre ellos Ulises Noyola Rodríguez, en Página 12, distinguen perfectamente en los claroscuros de este mundo ancho y ajeno. Como el nuevo taller universal, el «dragón» ha concitado la […]

Si algo mantiene en vilo a la humanidad es la guerra comercial entablada por los Estados Unidos contra China, por motivos que más de un analista, entre ellos Ulises Noyola Rodríguez, en Página 12, distinguen perfectamente en los claroscuros de este mundo ancho y ajeno. Como el nuevo taller universal, el «dragón» ha concitado la desesperación del irascible Tío Sam, que no se arredra en concebir agresiones -bélicas, financieras, mercantiles- con las que acabar de una vez por todas con el sorprendente ascenso del gigante asiático.

Y para esos fines, Washington procura demostrar, a toda costa, el robo de tecnología a que dizque lo está sometiendo el territorio que invierte sustantivamente en la industria norteamericana y exige a las compañías de la Unión, para acogerlas en su seno, transferirle ciertos procesos productivos.

«La aparición de las grandes empresas chinas involucra numerosos sectores tecnológicos como Alibaba en la producción de Internet, Xiamoi en la creación de software, Geely en la construcción de automóviles eléctricos. De esta manera, la expansión de las corporaciones chinas amenaza la rentabilidad del capital estadounidense, que se encuentra sumido en un estancamiento tecnológico».

Por ello, en su desparpajo tuitero, Donald Trump comenzó a probar armas ante la opinión pública al aseverar, el pasado 2 de marzo, que «las guerras comerciales son buenas y fáciles de ganar». A lo que Paul Krugman, destacado columnista del diario New York Times y premio Nobel de Economía, respondió que «en realidad las guerras comerciales muy raramente son buenas y no son especialmente fáciles de ganar».

El articulista Luis Fajardo, de BBC Mundo, rememora que los «primeros cañonazos» se sintieron cuando EE.UU. anunció, e ipso facto llevó a efecto, elevaciones arancelarias por valor de 60 mil millones de dólares, centradas en el aluminio y el acero. Solo que si el objetivo central representaba a China, al parecer el desaprensivo Trump no se sintió desasosegado al perjudicar con la medida a otros grandes jugadores, y cofrades, como la Unión Europea, Brasil, México y Argentina.

Con determinación y paciencia ancestral -no se extralimitó en el monto, las contrasanciones se mantuvieron muy lejos de los 130 mil millones que importa de USA: menos del tres por ciento-, Beijing se abocó a la revancha horas después, imponiendo similares cargas sobre tres mil millones en compras a entidades gringas. Y reservándose el derecho de ampliar la réplica y emprender acciones legales ante la Organización Mundial del Comercio (OMC).

Ni corto ni perezoso el magnate-mandatario arreció el ritornelo de las violaciones a la propiedad intelectual por las empresas chinas, «ladronas», bramó, de «nuestros avances tecnológicos». Solo que, como asegura Krugman citado por Fajardo, para ejercer la presión requerida se necesitaría (se necesita) un consenso con otros Estados desarrollados que enfrenten el mismo problema con la potencia emergente. Estados que actualmente lucen alienados por las constantes amenazas de acciones ofensivas que brotan de la Casa Blanca.

Pero la cosa se convierte en franco entuerto. Al decir del Nobel, las tarifas yanquis -claro que no utilizó este adjetivo- son notorias por lo que penalizan y por lo que no. «Específicamente, todavía no aplican a las importaciones [mayúsculas] de instrumentos de alta tecnología como los teléfonos inteligentes, millones de los cuales son ensamblados en China». Sucede que, «por más que compartan el nacionalismo económico de su presidente, pocos estadounidenses quedarían contentos con tener que pagar más por su iPhone por cuenta de los aranceles de Trump».

A estas alturas, más que consignar las cifras escalonadas de tributos -de una y otra parte-, insistamos en que aún las medidas apenas cubren una fracción del enorme intercambio entre las dos principales economías del orbe, en el cual EE.UU. enfrenta un déficit de más de 300 mil millones de dólares contantes y sonantes.

Otro tufillo emite la cuestión, por supuesto. Las recientes disposiciones de la Oficina Oval establecen «sospechosa» protección a sectores propios como el del acero, reiteremos, que tienden a estar situados (aquí no hay casualidades) en la región centro-norte, el bastión electoral, en 2016, del hoy gobernante. Sin embargo, advirtamos con Fajardo que no en vano los opositores a la situación consignan que también en esa zona «están basadas las industrias automotrices estadounidenses, que sentirán el impacto de tener que comprar acero y aluminio a precios más altos por cuenta de la guerra económica de Trump».

Lógicamente, si en el lado norteamericano se escogieron los productos cubiertos por los impuestos con cierto criterio político, esto también puede verse en el ámbito de Beijing, que colgó gravámenes a artículos como las nueces y el vino, enclavados mayoritariamente en California, una de las áreas más influyentes y tal vez el núcleo de los reacios al inefable Donald.

Ahora, más allá de sentarnos a especular acerca de los aires, o los vientos, que tomarán las represalias de uno y otro actor, traigamos a colación con BBC Mundo una enseñanza de la historia a todas luces olvidada -o en la que se ha ciscado olímpicamente el principal inquilino de la Casa Blanca-: la respuesta equivalente de Europa a la ley Smoot-Hawley, que en 1930 encajó una serie de impuestos a la producción foránea, y supuso el detonante de un trance que casi alcanza a desmoronar el trasiego mundial de mercancías. Al extremo de que más de uno aprecia en ella a una de las grandes razones de la Gran Depresión.

Aunque nada indica que se tenga que recorrer inevitablemente el mismo camino -EE.UU. «permanece plácidamente en una situación de desempleo casi inexistente; su economía no ha dejado de crecer, lo mismo que las de los principales países de Asia y Europa»-, hay que tener en cuenta que, con el primer anuncio de batalla campal en la esfera los mercados reaccionaron con marcado pesimismo: el índice de bolsa de Nikkei, en Japón, perdió 4,51 por ciento de su valor, y el de FTSE, en Londres, caía al punto más menguado en 15 meses. El equivalente australiano, el ASX200, se redujo en dos por ciento. Pronto, Wall Street también se inclinaba a la baja. La mismísima OMC alertaba acerca de que las pregonadas y ejecutadas barreras perjudicarán la economía planetaria.

Sobre todo la norteña, porque conforme al mencionado Noyola la réplica de Beijing podría incluir varias tasas más altas. Asimismo, la venta masiva de bonos de USA y la restricción de compra de dólares para la configuración de las reservas internacionales. Algo que devastaría la riqueza del Tío Sam «en un momento donde los índices del Gobierno de Donald Trump han tocado mínimos históricos. Aparte de esto, el Gobierno norteamericano se encuentra cada vez más aislado […] después de adoptar una posición proteccionista en la última reunión del G-20 y sacar a Estados Unidos del Acuerdo de París».

Por ejemplo, las tensiones con Alemania se han tornado casi insostenibles durante los postreros meses, a causa de los posibles castigos de Washington a las exportaciones germanas y a las entidades europeas que instituyan o ya disfruten convenios con el sector energético de Rusia. Algo que podría pesar en la concertación de una alianza entre la RFA y China en contra de los Estados Unidos de América.

¿Qué? ¿Los chinos?… ¡Ah, sapiencia milenaria! En contraposición al recogimiento de la superpotencia, se están granjeando el favor de los integrantes del Viejo Continente, con quienes pretenden rubricar un tratado de inversión y formar una zona de libre comercio, que incluya a la UE. «De esta forma, el gigante asiático dependerá menos de las transferencias tecnológicas de Estados Unidos y apoyará su base tecnológica en Europa», asegura el comentarista de Página 12.

Buena exhibición del acercamiento la supone, sin duda, la disposición de la canciller Ángela Merkel a resolver sus diferencias en relación con la aceptación del «dragón» como una economía de mercado en la OMC, espaldarazo decisivo, pues debilitará la testa rud ez de la ciudad del Potomac y potenciará las ventas de la nación oriental al resto del orbe.

Empero, EUA no solo se percibe amenazado por la creación de know-how alternativo. El estigmatizado rival se ha sumido en la construcción del nuevo centro de la economía mundial, situado en Asia, que estará conectado por la Ruta de la Seda. Lo cual refuerza las coaliciones del «enemigo» con otros, que quizás se saldrían de una esfera de influencia tradicional, contribuyendo a aumentar la competitividad de las empresas transnacionales no precisamente norteamericanas.

Gracias a todo ello, sin justificarlo, claro, habrá que entender el enojo trasuntado en desalada guerra comercial, que no con misiles todavía. ¿Quién resultaría vencedor en esa contienda? El tiempo dirá. Ahora, toda una miríada de observadores, resumidos por Ulises Noyola Rodríguez, coincide en que el progreso de China como emporio manufacturero -y pujante potencia- difícilmente podría ser detenido, dadas sus vigorosas relaciones con el globo en pleno, del que se aparta la Unión, en una estrategia la mar de miope al juzgar de muchos.

No obstante, los peritos estiman más. Las agresiones presentes y futuras de EE.UU. contra China solamente coadyuvarían a hundirlo en una crisis de la que emergería aún más debilitado para poder reconquistar su malhechora hegemonía. Que así sea.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.