El tema del progresismo y de la izquierda ha sido tratado, con absoluta propiedad, por varios analistas en Bitácora, definiendo con claridad esos conceptos tan centrales dentro de la coyuntura de las ideas que envuelven a los uruguayos. En este propio número se publica un enjundioso trabajo al respecto. Sin embargo existe un aspecto poco […]
El tema del progresismo y de la izquierda ha sido tratado, con absoluta propiedad, por varios analistas en Bitácora, definiendo con claridad esos conceptos tan centrales dentro de la coyuntura de las ideas que envuelven a los uruguayos. En este propio número se publica un enjundioso trabajo al respecto.
Sin embargo existe un aspecto poco transitado que nos preocupa, confunde y que trataremos de esbozar en estas líneas, que tiene que ver con la vocación liberal, que fuera impulsada desde el inicio de nuestra nacionalidad, pero que ha quedado empantanada por la forma de país que nos hemos dado y por un hecho singular, que es el estatismo ¿exacerbado? en que estamos sumergidos los uruguayos.
Por supuesto – para alejar pensamientos equívocos desde el mismo comienzo – debemos indicar que nuestra preocupación no es defender posibles «asociaciones» de las empresas públicas con socios privados, las que se califican desde tiendas «ultra» como privatizaciones encubiertas, ni definirnos tampoco por el estatismo a ultranza, porque ya este tema está ampliamente discutido y, evidentemente, las fichas están hoy más que entreveradas y para opinar con justicia es deber tomar en cuenta nuevos aspectos de la realidad.
Nos moviliza el peregrino deseo es tratar de introducir elementos para el análisis de una situación (realidad), que evidentemente está signando la coyuntura, o sea nuestras vidas, pues – por más que queramos mirar la circunstancias con cristales distorsionantes – siempre volvemos a detenernos sobre una situación atroz. La de un país que no puede darle trabajo, techo, comida, salud y educación a casi una tercera parte de la población. Y manejamos esos rubros porque ellos son los derechos básicos inalienables que están consagrados en nuestra Constitución.
Ni siquiera están claras a esta altura algunas calificaciones que separaban las actividades de las empresas estatales como «estratégicas», vocablo tras el que se armaron campañas que terminaron con definiciones populares tajantes, de tal magnitud, que dejarán en figurillas a quienes traten de modificar el camino trazado, aunque estos últimos se apoyen en la presión de los organismos internacionales de crédito empujan para ese lado.
Desde inicio nos parece que promovido desde el batllismo histórico y en adelante por los políticos – de casi todos los sectores – que han impulsado y luego heredado en los hechos una vocación antiliberal y evidentemente autoritaria, sin asumir que su obligación ética es devolver a la sociedad, aumentando su riqueza y como consecuencia el nivel de vida de la gente, el poder que en ellos fue delegado.
Releyendo la historia de nuestras empresas públicas nos sorprende que durante la discusión parlamentaria que se produjo para autorizar la formación de ANCAP, se comprueba que quienes se opusieron y hablaron en contra la creación del ente autónomo fueron los representantes de los partidos socialista y comunista, o sea Emilio Frugoni y Eugenio Gómez.
Por supuesto que deberemos ahondar en la crónica parlamentaria de la época y en las razones que llevaron a quienes se habían formado dentro del marxismo, a oponerse a la formación de una empresa pública que ponía en marcha una actividad para la cual no existían capitales privados que la impulsaran.
Por décadas los distintos gobiernos que han accedido al poder han tomado por asalto al Estado del que se sirven y tras el cual organizan a la sociedad que depende, se nutre y además paga los platos rotos de las malas políticas. Estado que por la vía del «clientelismo» sirvió también para sustentar la actividad de los partidos tradicionales.
Los recursos para tapar los agujeros que han dejado esas malas gestiones en las empresas públicas o en la misma administración pública, siempre salen de los bolsillos de la gente. Las fabulosas partidas de las que depende el gobierno para pagar la deuda externa, 3,5% de superávit previo del PBI este año – también emergen del porcentaje de nuestro esfuerzo que destinamos al pago de impuestos y que salvo coyunturas favorables, solo empobrecen al conjunto.
En el geografía social que soportamos, podemos asegurar que esas malas políticas y esa presión impositiva, que es uno de los elementos que ostensiblemente paraliza a la economía, ha determinando también en alguna medida que un tercio de la población viva hoy con carencias básicas insatisfechas cuando no en la indigencia.
Impuestos directos, algunos, pero el grueso de ellos indirectos. Hablamos por supuesto del IVA y de los múltiples que se aplican en los elementos que produce y comercializa el Estado. Ya que nos referimos a ANCAP, digamos que casi un 50 % del precio de los combustibles sirve para contribuir a financiar los defasajes de la llamada macroeconomía.
Casi siempre se ha utilizado al Estado para golpearnos y no para servirnos. En el mejor de los casos nuestros políticos han sido paternalistas, en los peor directamente autoritarios y siempre estatistas. Veamos lo que pasa con los impuestos que se han establecido para los productos que se comercializan a través de las empresas del Estado, cuyo precio de venta está integrado de manera decisiva por esa gabela tributaria que permite el funcionamiento de su descomunal estructura.
Volviendo a los combustibles – que por la razón que comentamos son los más onerosos del continente – digamos que son un ejemplo atroz de esa distorsión en que, en definitiva, no se está respetando el derecho de la gente a pagar el precio justo.
Es como si alguien hubiera, en alguna oportunidad, desconfiando del pueblo, de todos nosotros, porque si nos dejaran no sabríamos que hacer con nuestro propio dinero o con nuestra propia libertad. Quizás alguien – sostienen algunos voceros del liberalismo- vea al ciudadano y a la sociedad civil como una amenaza y «no se den cuenta que ellos dominan el Estado gracias al respaldo de quienes los hemos votado».
El reverso del problema, pero consecuencia de lo anterior, es que los uruguayos confiamos en que el Estado nos solucione cualquier contratiempo y pedimos su aprobación a cada paso. Somos dependientes de él. Hay quienes afirman que ni la derecha ni la izquierda uruguaya han creído nunca en la sociedad,
Muchos están interesados en reducir al liberalismo a la imposición del libre mercado por encima de cualquier consideración social o humana, y ello no es así, aunque muchos, especialmente los defensores de los intereses de la banca multinacional, demuestren lo contrario. El liberalismo es un posicionamiento, una manera de ver el mundo que empieza por considerar al hombre, y no al Estado, como la medida de todas las cosas. Creen que el Estado sí debe intervenir por la persona allí donde no llegue el mercado.
El término mercado le gusta a la derecha. Y a la derecha uruguaya, también, le disgustan las actitudes de libertad personal y progreso moral que defienden los liberales, por ejemplo, en áreas como los avances médicos en genética o las libertades individuales en modos de vida y costumbres. Veamos lo que pasa – por ejemplo – con la despenalización del aborto, tema que se ha abierto a una polémica que envuelve a todos, hasta al presidente de la República.
Qué ocurriría si se modificaran algunos tradicionales privilegios como el de la «inamobilidad» de los funcionarios públicos, que ha existido desde siempre y que, cuando se habla de su posible supresión, ese hecho eriza a más de uno.
. Si, por ejemplo, ANTEL abriera su monopolio para que se compitiera en la telefonía básica, si hubiera operadores privados de Internet que manejaran ingresos de banda ancha y la velocidad aumentara y los precios se redujeran en un marco de competencia.
¿Sabríamos como administrar esas libertades? ¿Nos daríamos cuenta de que se abrirían nuevos perfiles, otras formas de vida, diversificadas y dignas? ¿O el país sería el centro de una puja capitalista por la apropiación de ese ingreso que el Estado dejaría vacante?
Otro tema para analizar es la reducción misma del peso del Estado: ¿Si se redujera, sabríamos administrar nuestros destinos olvidándonos de recurrir, como hacemos ahora, a ese partenalismo que aun se mantiene?
Habría que verlo…