Resulta cuando menos sintomático que la llegada de Tabaré Vázquez al gobierno sea noticia destacada precisamente porque es la primera vez que la izquierda llega al poder a lo largo de toda la historia de Uruguay. ¿Cómo es posible que en más de 150 años de vida republicana solo hayan llegado al gobierno los partidos […]
Resulta cuando menos sintomático que la llegada de Tabaré Vázquez al gobierno sea noticia destacada precisamente porque es la primera vez que la izquierda llega al poder a lo largo de toda la historia de Uruguay. ¿Cómo es posible que en más de 150 años de vida republicana solo hayan llegado al gobierno los partidos de la derecha uruguaya en un país que se preció siempre de ser modelo democrático en un continente plagado de dictaduras y desigualdades?
La respuesta es bien sencilla. Es que Uruguay no ha sido realmente ese modelo ideal de democracia, ese trocito de la Europa moderna enclavado en las duras tierras del continente latinoamericano.
Por supusto que tampoco su historia ha sido la de una simple república bananera con su tiranuelo de opereta, pero la oligarquía de ganaderos, terratenientes, banqueros , comerciantes y militares tampoco se ha quedado corta en el empeño de proteger privilegios, establecer desigualdades y asegurarse la parte de león del pastel de la riqueza nacional.
Cuando los militares irrumpen en la escena política en los años 70, supuestamente para «acabar con la guerrilla tupamara», en realidad lo hacen para abortar un proceso social complejo del cual la fuerza insurreccional es apenas una de sus expresiones. La guerrilla tupamara es apenas la respuesta bélica a un orden de violencia abierta y estructural (como se decía entonces). Con la dictadura militar la clase dirigente uruguaya ahoga en sangre su propia legalidad para impedir el avance de la izquierda y no tendrá reparos en clausurar toda la institucionalidad rpublicana cuando el peligro de una revolución social asume caracteres de efectiva amenaza.
En efecto, no es de abajo, del pobrerío, de donde proviene la violencia sino de los clubes de empresarios agrícolas que calificaban la reforma agraria de «reforma ograria»; de los banqueros e industriales que acusaban a los obreros y sus sindicatos de «enemigos de la riqueza nacional»; de los agentes de la embajada gringa que veían en el movimiento social y político «el peligro comunista» y de los militares y policías ansiosos de poner en práctica las enseñanzas recibidas en la Escuela de Las Américas, secuestrando intelectuales, persiguiendo sindicalistas, eliminando líderes agrarios y clausurando todo espacio social a la izquierda, identificada en la Doctrina contrainsurgente de la Seguridad Nacional como «el enemigo interno».
Fueron aquellos los duros años de la dictadura militar con careta civil, la llamada «bordaberrización», en «honor» de un presidente, un tal Bordaberri que gobernaba pero no mandaba y en su lugar eran los militares los que tomaban las decisiones. Fueron los años negros de la «operación Condor» mediante la cual las dictaduras latinoamericanas organizaron una especie de agencia internacional del secuestro y la desaparición de opositores, y por la cual el mismo Pinochet afronta hoy el banquillo de los acusados como responsable de varios asesinatos.
Entonces todo rastro de sindicatos, ligas campesinas, partidos de izquierda, cultura y pensamiento desaparecieron de la pequeña República Oriental y la masa de migrantes (por motivos políticos y económicos) llegó a ser tan considerable que había más población fuera que dentro del país. En lugar de la atmósfera de creación literaria y artística que hizo de Montevideo un especie de pequeño Paris, la nación se llenó de cárceles, perseguidos, desaparecidos, muertos y silenciados. Con la ayuda destacada de la CIA, los militares uruguayos derrotaron una guerrilla urbana -los tupamaros- que se tornó inviable por sus propios errrores y por las dificultades inherentes a un país chico sin apenas retaguardia para la acción de un grupo irregular. Los «milicos» sumieron a Urugay en una noche casi interminable de horror después de la cual apenas si quedaba huella de aquella dirigencia izquierdista que un día quiso hacer la reforma agraria, democratizar el régimen de trabajo, elevar la educación de todos y mejorar la vida cotidiana de los uruguayos. Y que también tomó las armas cuando se le cerraron todos los caminos.
Pero las cosas cambian. Y en América Latina soplan aires nuevos de transformación. Una transformación radical que a estas alturas ya no puede reducirse a una simple remodelación de la fachada del orden social. El desgaste de la derecha uruguaya, la profunda crisis económica y social resultado de las políticas económicas del FMI y del BM y el crecimiento de la izquierda han hecho entonces posible un triunfo electoral claro que coloca a Tabaré Vázquez al frente del gobierno y ante retos muy similares a los de antaño. La izquierda llega al gobierno pero el poder real sigue allí donde siempre estuvo: en la banca y la industria, en el gremio de terratenientes y comerciantes voraces, y naturalmente, en la embajada gringa que estará muy atenta al curso de los acontecimientos para intervenir si peligran los intereses del imperio.
Y allí siguen también los militares, recluídos en sus cuarteles. ¿Estarán como siempre dispuestos a defender los intereses de la clase dirigente aunque haya que destruir la legalidad?; o, por el contrario, y en la atmósfera de los nuevos tiempos ¿Se pondrán del lado de las mayorías apoyando los cambios? No hay que descartar que en su seno se hayan formado nuevas generaciones de oficiales y soldados dispuestos a tomarse en serio su misión institucional de defender la soberanía nacional, es decir, salvaguardar los intereses de las mayorías nacionales antes que proteger los privilegios de las elites criollas que lo han controlado todo desde siempre siempre. Y más aún, nuevos oficiales y soldados que se nieguen a ser instrumentos de represión de su propio pueblo como agentes de una potencia extranjera.
El movimiento de izquierda que accede hoy al gobierno de Uruguay tiene entre sus más destacados líderes a conocidos tupamaros de ayer, pero de la misma manera sería incompresible como fenómeno social sin la figura destacada precisamente de un militar, de un hombre íntegro que por desgracia murió antes de ver coronado este sueño libertario: el General retirado Liber Seregni, un patriota de verdad que supo siempre dónde estaban los verdaderos intereses de su país y de su pueblo.
En la dura lucha contra la dictadura y en las luchas civiles de estos años pasados y en la recuperación de las fuerzas de la izquierda y del progreso en Uruguay, los viejos jefes tupamaros y el anciano general han marchado juntos por una causa común. Cuando Tabaré Vázquez asuma hoy la presidencia de la República de Uruguay se verán realizados en parte los sueños de ayer, de los que cayeron pero que nadie olvida. Y los nuevos gobernantes tendrán anti sí la dura tarea de hacer realidad igualmente los sueños del presente.