La ciudadanía uruguaya toda se ha confrontado en menos de una semana con dos resultantes de sus propias decisiones, claramente contradictorias entre sí. El domingo pasado ratificó la ley vigente de Interrupción Voluntaria del Embarazo. El jueves, algunos de los actos recordatorios de los 40 años del golpe que dio inicio al Terrorismo de Estado […]
La ciudadanía uruguaya toda se ha confrontado en menos de una semana con dos resultantes de sus propias decisiones, claramente contradictorias entre sí. El domingo pasado ratificó la ley vigente de Interrupción Voluntaria del Embarazo. El jueves, algunos de los actos recordatorios de los 40 años del golpe que dio inicio al Terrorismo de Estado (TE) trajeron también a la memoria que la Ley de Caducidad que consagra la impunidad de los peores criminales de la historia de este país continúa vigente, y con efectos de muy difícil elusión gracias a la abyecta resolución reciente de la Suprema Corte de Justicia que declaró inconstitucional la ley interpretativa con la que el parlamento pretendió mitigar sus efectos. Ambas son leyes parlamentarias, muy distantes en el tiempo y por tanto sancionadas en contextos de diferentes relaciones de fuerzas políticas y actores puntuales, que intentaron infructuosamente ser derogadas apelando a la democracia directa. Estas decisiones ciudadanas sin intermediarios ni representantes -y en consecuencia de incontrastable legitimidad- tienen obviamente alcances sociales y políticos desiguales, aunque en términos históricos oponen las tinieblas del pasado con algún destello luminoso del presente, influyendo conjunta y contradictoriamente sobre el futuro. En lo personal, miradas de conjunto, me dejan un sabor agridulce, donde la alegría por el triunfo de hace unos días, no compensa en modo alguno la profunda amargura por la derrota en el referéndum contra la ley de los impunes. Sin embargo, puede tenderse cierto puente ideológico, entre las confrontaciones políticas que estuvieron en juego en estas dos instancias sobre las que se consultó a la población, en lo que al control de los cuerpos (en general, y femenino en particular) se refiere.
Porque la dictadura produjo la máxima conculcación de las libertades civiles, entre otras aberraciones social y económicamente demoledoras, mediante el dominio y apropiación de los cuerpos. Por un lado para el encierro (con el récord de 1/400 preso por habitante), para la tortura, para la muerte, para la apropiación de bebés, y, comenzamos a saber por testimonios más próximos en el tiempo (aunque ya lo sospechábamos), que también para la explotación y humillación sexual de las víctimas, en particular de las mujeres. Por otro, mediante el control a través del omnipresente terror sórdido, en la circulación urbana de los ciudadanos «libres», en la disciplina laboral, en las estéticas personales, en los consumos culturales y en la regulación represiva del ocio. La vida entera fue decidida y regimentada por delincuentes militares y sus cómplices civiles, que salvo algunas honrosas excepciones, continúan impunes. El Uruguay de entonces conoció el horror en su forma más descarnada.
Por supuesto que de aquel infierno hoy queda sólo el sesgo disciplinador, o si se prefiere docilizador, que surge de la construcción cultural del consenso al que Gramsci le atribuyó significativa importancia en su concepto de «hegemonía», específico del Estado burgués en general del que Uruguay continúa siendo una exponente particular. Concepto que en mi opinión no rivaliza con la noción de biopolítica de Foucault, ni con las incipientes tendencias al pasaje a la sociedad de control hallables en la última producción de Deleuze. Hoy, sin salas de suplicios ni abluciones exorcizadoras, el orden dogmático hegemónico, luchó hasta el domingo por mantener su patrocinio prohibitivo (pasible no obstante de ser rehuido hipócritamente en la clandestinidad), sus autorizaciones prolijamente regladas con la rigurosa sintaxis canónica, para la cual el útero es de Dios, y por interposición, de la Iglesia Católica a la que los Estados deberían subordinárseles. No minusvaloro en absoluto la desaparición de la violencia física y la conquista paulatina de libertades civiles, aún inconclusa, ni la distancia entre aquel averno despótico y cruel al compararlo con la legalidad constitucional actual. Sólo quiero señalar que encuentro un hilo conductor ideológico en la pretensión del poder para intervenir sobre los cuerpos ajenos.
La hipótesis de tal convergencia me surgió con mayor contundencia al leer la apelación al «derecho natural» como presunto protector del feto, forzamiento que no es más que un ardid para continuar con la intermediación entre el útero y sus «tutores», ya sean obispos, jueces o jerarcas de Estado. No tan lejos en el tiempo, sólo unos siglos atrás, en la Edad Media tardía, la apropiación iba más lejos aún y llegaba hasta la propia vagina y no exclusivamente con la excusa -frecuente- de desalojar de allí a Lucifer. ¿Recordarán que el mismo «derecho natural» era al que apelaba el «Ius primae noctis» -traducido como derecho de pernada mediante el cual las primicias del himen de toda nueva desposada no eran para el siervo esposo sino para el señor- y encontró su sustento legitimante en la justificación y bendición eclesial? Tal ultraje a la mujer y afrenta a la humanidad toda, encarnada en el desfloramiento señorial, tanto como antes aún la justificación de la esclavitud, contaba con los mismos oficios espirituales y apelaciones al derecho natural y «la vida» que aportaba la -tan poco aggiornada aún hoy- institución eclesial. La misma que envió a sus obispos y sacerdotes a ocupar el primer lugar en la fila de votación del domingo pasado. Es que esa apelación al derecho natural es el suavizante lingüístico necesario para la construcción actual del consenso que organiza la hegemonía en torno al derecho patriarcal.
La opción que tenía la ciudadanía era, absteniéndose refrendar la ley vigente o el retorno a la ley penal del año ´38, que fuera parte de esa sexología que perpetúa el poder de los jefes y el sometimiento de la subjetividad humana tan cara a la Iglesia. Si no impide la trasgresión del acto, mantiene al menos la sujeción de las almas: las culpabiliza. La criminalización jurídica del aborto es la expresión estatal de la punición canónica. Recuperar el útero para la mujer y el producto de la gestación para los genitores pone en cuestión ese poder e infringe el discurso del orden androcéntrico y represivo. Como sostuvo Simone de Beauvoir, «para la mujer la libertad comienza en el vientre».
El domingo pasado estaba en Punta del Este donde me fui contactando virtualmente con diversos amigos militantes (algunos que sólo conocía por mail o facebook, aunque luego nos encontramos físicamente horas después), quienes me iban transmitiendo a partir del mediodía los primeros resultados parciales con la contabilidad de votantes, hora por hora. Quizás eso le haya quitado la emotividad que sentí en otros triunfos electorales previos, ya que lo que venía sucediendo en esa ciudad, le quitaba todo suspenso. Al igual que con el partido de fútbol que la selección uruguaya disputaba en esos momentos ante Taití, lo único que había que develar finalmente era la magnitud de la goleada. El triunfo estaba garantizado, tanto como el modesto festejo final en el local del Frente Amplio. Sin embargo, la anécdota que relato, ratificó dos preocupantes cuestiones sobre las que he venido exponiendo mis impresiones. Por un lado la escasísima concurrencia militante, hasta en un día de festejo electoral. Por otro, la falta de renovación generacional. Respecto al primer aspecto, así como considero pueril atribuir el casi inexistente apoyo al referéndum derogatorio (apoyado militantemente por la totalidad de quienes hasta el momento aspirarían a ser candidatos a la presidencia por todos los partidos, incluido el FA) por el frío, la llovizna, el carácter voluntario de la elección o el fútbol, menos aún esas razones explican el vaciamiento exponencial que viene sufriendo la principal fuerza política del país. Inclusive hubo quiénes, sin responsabilidad alguna por la resultante, decían sentirse avergonzados por la escasa concurrencia al local y la ausencia de autoridades partidarias o departamentales. En cuanto al segundo nivel de preocupación, la media etaria sólo pudo ser reducida estadísticamente por la presencia de un increíble cuadro político de 16 años a quién acompañamos en la última recorrida por los circuitos de votación, que hasta aprovechó para darnos lecciones arquitectónicas de la historia de la ciudad al modo de un historiador ya doctorado.
El debate en torno a los 40 años del golpe de estado incluyó ribetes tragicómicos al interior del Partido Colorado (PC). En el discurso en la asamblea legislativa donde cada partido con representación hizo uso de la palabra, el senador Ope Pasquet reflejó una obviedad al hacer una autocrítica por la responsabilidad de su propio partido en el golpe, ya que fue el presidente electo Bordaberry por el lema del PC (padre del principal referente hoy de ese espacio) el que lo inició. El ex presidente Batlle (también PC) respondió contundentemente: «e stá clavado que es idiota», al considerar que el golpe no lo organizó Bordaberry sino que estaba previsto de antes. Su remate no deja dudas. «Nunca he visto un imbécil más grande». Lo cierto es que las responsabilidades no terminan allí. Un grupo de milicos no puede sostener un golpe, con toda la izquierda en contra, con una heroica huelga general obrera y estudiantil y la resistencia de algunos militares como Leber o Licandro, sin el apoyo -además de los grandes capitales y la embajada norteamericana- de la casi totalidad del arco político conservador, incluyendo obviamente a una buena parte del Partido Blanco. El partido colorado institucionalmente y una gran mayoría de blancos fue el sostén político del TE. Salvo que se piense que fue el espíritu santo, cosa que no sería muy errada a través de sus representantes terrenales. No casualmente son los mismos partidos que llamaron oficialmente a la ciudadanía – sin éxito alguno- a votar el domingo. No es descabellado pensar que entre ese 10% que lo hizo, se encuentre en alguna proporción quienes consintieron el Estado Terrorista u hoy desearían su reaparición.
Sospecho que en ese partido, y entre sus socios ideológicos conservadores, los imbéciles se cuentan de a varios.
Emilio Cafassi. Profesor titular e investigador de la Universidad de Buenos Aires, escritor, ex decano. [email protected]
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