Traducción de Manuel Talens
El golpe de Estado que derrocó a Manuel Zelaya, presidente constitucional de Honduras, ha provocado una unánime condena internacional. Pero las respuestas de algunos países han sido reacias y la ambivalencia que ha mostrado Washington hace sospechar que el gobierno usamericano está tratando de obtener algo de la situación.
La primera declaración de la Casa Blanca en respuesta al golpe fue imprecisa y evasiva. No lo condenó, sino que hizo más bien un llamamiento a «todos los actores políticos y sociales de Honduras para que respeten las normas democráticas, el imperio de la ley y los principios de la Carta Democrática Interamericana».
Dicha declaración contrastó con las de otros presidentes del hemisferio Sur, como fueron Lula da Silva, de Brasil, y Cristina Fernández, de Argentina. La Unión Europea también emitió comunicados similares, menos ambiguos y más inmediatos.
A lo largo del día del golpe, conforme la respuesta de otras naciones fue quedando clara, Hillary Clinton, nuestra Secretaria de Estado, dio a conocer una declaración mucho más enérgica, en la cual condenó el golpe… aunque sin llamarlo golpe. Y siguió sin exigir que Zelaya fuese reinstituido en el cargo.
La Organización de Estados Americanos (OEA), el Grupo de Río (es decir, la mayor parte de Latinoamérica) y la Asamblea General de Naciones Unidas han exigido el «regreso inmediato e incondicional» del presidente Zelaya.
Las firmes posiciones del Sur forzaron declaraciones subsiguientes de funcionarios anónimos del Departamento de Estado, en las que ya se notaba una posición más favorable al regreso de Zelaya. El lunes por la tarde, el presidente Obama declaró por fin: «Creemos que este golpe [sic] no fue legal y que el presidente Zelaya sigue siendo el presidente de Honduras…».
Pero en una conferencia de prensa que tuvo lugar un poco más tarde el mismo lunes, a la Secretaria de Estado Hillary Clinton le preguntaron si la «restauración del orden constitucional» en Honduras significaba el regreso de Zelaya. No dijo que sí.
¿Por qué esa reticencia a exigir abiertamente el regreso inmediato e incondicional de un presidente elegido, como han hecho el resto del hemisferio y Naciones Unidas? Parece obvio que Washington no comparte dicho objetivo. Los dirigentes del golpe carecen de apoyo internacional, pero todavía podrían salirse con la suya por una simple cuestión de tiempo, ya que a Zelaya no le quedan más que seis meses en el cargo. ¿Apoyará el gobierno de Obama las sanciones contra el gobierno golpista para impedir el triunfo de los golpistas? Los gobiernos vecinos de Guatemala, Nicaragua y El Salvador ya han dado el primer aviso al anunciar que en 48 horas suspenderán las relaciones comerciales con Honduras.
Por el contrario, una de las razones de la reticencia de Hillary Clinton a la hora de llamar golpe al golpe es que la ley usamericana de ayuda exterior prohíbe que los fondos destinados a ese fin vayan a gobiernos cuyo jefe de Estado ha sido depuesto por un golpe militar.
Otra posibilidad es que el gobierno de Obama pretenda arrancar concesiones a Zelaya como parte de un acuerdo para su regreso a la presidencia. Pero no es así cómo funciona la democracia. Si Zelaya quiere negociar un acuerdo con sus adversarios políticos después de su regreso, allá él. Pero nadie tiene derecho a arrancarle concesiones políticas a punta de pistola, mientras está en el exilio.
Este golpe no tiene justificación alguna. Hubo una crisis constitucional cuando el presidente Zelaya ordenó a los militares que distribuyesen materiales electorales para un referéndum no vinculante que debía tener lugar el sábado pasado. En dicho referéndum los ciudadanos debían votar si estaban a favor de incluir una propuesta de Asamblea Constituyente en el programa de las próximas elecciones de noviembre, con el fin de reformar la Constitución. El general Romeo Vásquez, el militar de mayor graduación en el ejército, se negó a cumplir las órdenes presidenciales. Entonces el presidente, como comandante en jefe, lo destituyó, tras lo cual el ministro de la Defensa dimitió. Más tarde, la Corte Suprema dictó que la destitución de Vásquez era ilegal y la mayoría del Congreso se puso en contra del presidente Zelaya.
Los partidarios del golpe sostienen que el presidente infringió la ley al tratar de sacar adelante el referéndum después de que la Corte Suprema dictase una sentencia contraria a dicha celebración. Se trata de un asunto puramente jurídico: puede que sea así y también puede que la Corte Suprema carezca de base legal para su sentencia. Pero todo ello se vuelve irrelevante si consideramos lo sucedido: el ejército no tiene mandato alguno para arbitrar las disputas constitucionales entre las diversas ramas del gobierno, más aún si, como sucede en este caso, el referéndum propuesto no era vinculante, sino un mero plebiscito consultivo. No hubiera cambiado ninguna ley ni tampoco hubiera afectado las estructuras del poder: era sólo una encuesta entre el electorado.
Por lo tanto, los militares no pueden alegar que actuaron para impedir un daño irreparable. Se trata de un golpe militar de índole política.
Hay otros aspectos en los que Washington ha permanecido sospechosamente silencioso: las informaciones sobre represión política, el cierre de emisoras de radio y televisión, la detención de periodistas, la detención y los malos tratos de diplomáticos y eso que el Comité para la Protección de Periodistas ha calificado de «apagón informativo» todavía no han merecido el menor comentario de nuestro gobierno. Con el fin de controlar la información y reprimir la disidencia, el gobierno hondureño de facto está preparando unas ilícitas elecciones para el próximo noviembre.
Muchos informes de prensa han señalado las diferencias existentes entre el rechazo del golpe de Estado en Honduras por parte del gobierno de Obama y el apoyo inicial con el que el gobierno de Bush acogió el golpe militar de 2002 que derrocó brevemente a Hugo Chávez en Venezuela. Pero en realidad las respuestas de ambos gobiernos a ambos golpes tienen más similitudes que diferencias. En un mismo día, el gobierno de Bush dio marcha atrás en su posición oficial con respecto al golpe en Venezuela, y si lo hizo fue porque el resto del hemisferio había anunciado que no reconocería al gobierno golpista. De forma similar, en este caso el gobierno de Obama está siguiendo la corriente de lo que hace el resto del hemisferio para no quedarse solo, pero al mismo tiempo no se atreve a afirmar rotundamente su compromiso con la democracia.
Después del golpe en Venezuela hubieron de pasar varios meses antes de que el Departamento de Estado admitiese que había otorgado ayuda económica a «individuos y organizaciones implicadas en el breve derrocamiento del gobierno de Chávez».
En el golpe de Estado de Honduras, el gobierno de Obama afirma que trató de desanimar a los militares para que no lo llevasen a cabo. Valdría la pena saber en qué consistieron tales conversaciones. ¿Acaso los representantes de nuestro gobierno les dijeron: «Ustedes saben que tendremos que decir que nos oponemos, porque todo el mundo se opondrá» o bien les dijeron esto otro: «Ni se les ocurra dar el golpe, porque haremos todo lo que esté en nuestra mano para que éste fracase»? La actitud que ha adoptado nuestro gobierno desde el golpe indica que lo que les dijeron está más bien del lado de la primera opción, si no fue algo peor.
El duelo entre Zelaya y sus oponentes enfrenta a un presidente reformador, que tiene el apoyo de los sindicatos y las organizaciones sociales, con una elite política corrupta y narcomafiosa, acostumbrada a elegir a dedo no sólo a la Corte Suprema y al Congreso, sino también al presidente. Es esta una historia que se repite una y otra vez en Latinoamérica, y lo peor es que Usamérica se ha puesto casi siempre del lado de las elites. En este caso, Washington mantiene estrechos vínculos desde hace décadas con el ejército hondureño. Durante los años ochenta, nuestro gobierno utilizó bases en Honduras para entrenar y armar a los Contras, es decir, a los paramilitares nicaragüenses que se hicieron famosos por sus atrocidades en la guerra contra el gobierno sandinista de la vecina Nicaragua.
El hemisferio ha cambiado sustancialmente desde el golpe de abril de 2002 en Venezuela, pues más de once gobiernos de izquierda han salido de las urnas. Toda una serie de normas, instituciones y relaciones de poder entre el Sur y el Norte han cambiado. El gobierno de Obama se enfrenta a unos vecinos mucho más unidos y mucho menos deseosos de transigir en cuestiones fundamentales de democracia, lo cual hace que Hillary Clinton tenga mucho menos espacio de maniobra. Pero Honduras no dejará de advertir la ambivalencia demostrada por Washington y es muy probable que el gobierno golpista de facto trate de aprovecharla para mantenerse en el poder, lo cual no augura nada bueno.
Mark Weisbrot es codirector del Center for Economic and Policy Research en Washington, D.C. Obtuvo un doctorado en Economía por la Universidad de Michigan. Es coautor con Dean Baker de Social Security: The Phony Crisis (University of Chicago Press, 2000) y ha escrito numerosos artículos sobre economía política. Es asimismo presidente de Just Foreign Policy.
Manuel Talens es miembro de Rebelión y Tlaxcala, la red de traductores por la diversidad lingüística. Esta traducción se puede reproducir libremente a condición de respetar su integridad y mencionar al autor, al traductor y la fuente.