La carta de los familiares de los militares Gavazzo, Silveira, Soca, Maurente, Medina y Ramas al presidente de Estados Unidos pasará a ser parte de los anales de la vergüenza nacional, por su falta de dignidad y de inconsistencia intelectual. Llamar «procesos judiciales infieles» a los procesos de un país democrático (1) sólo recuerda la […]
La carta de los familiares de los militares Gavazzo, Silveira, Soca, Maurente, Medina y Ramas al presidente de Estados Unidos pasará a ser parte de los anales de la vergüenza nacional, por su falta de dignidad y de inconsistencia intelectual.
Llamar «procesos judiciales infieles» a los procesos de un país democrático (1) sólo recuerda la idea mesiánica de dictadores y torturadores de la época. El mismo expresidente Bordaberry, quien declaró que no creía en la democracia que lo levó al poder, creía, en cambio, que el poder político procede de Dios, al mismo estilo de la leyenda que mandó acuñar el Generalísimo Francisco Franco en las monedas de cien pesetas: «Caudillo de España por la Gracia de Dios». Como diría el físico Niels Bohr, «deje de decirle a Dios lo que tiene que hacer».
Asumir que es un pecado ser un presidente «socialista» nos recuerda que los parámetros mentales de algunas personas se quedaron en la época de la inquisición militar de los años ’70. Afirmar que las dictaduras militares eran una imitación del modelo norteamericano es absurdo por varios motivos: primero, porque si hubo gente en el país del norte que apoyó este modelo, es más que evidente que nunca aspiraron a aplicarlo a su propia casa; segundo, porque bastaría con preguntarle la opinión que tenía J. Carter y la que tiene hoy sobre los Gavazzo para recibir el más fuerte portazo en la cara.
A las esposas de los generales de la dictadura les sugiero que se queden tranquilas: sus hijos, nietos y subsiguiente descendencia no serán secuestrados por este gobierno socialista aunque sus esposos «hoy se encuentren recluidos en una cárcel del régimen.» La única tortura que pueden experimentar los viejos generales en este régimen (democrático) es la que procede de la ley y la constitución de un país que lucha por ser igualitario y democrático. Es la única tortura que pueden sufrir, ya que descartamos que alguna consciencia humana pueda impedirles el sueño. Eso lo demostraron cuando eran dictadores y lo demuestran ahora con peticiones caciquescas.
Imaginen ustedes que algún ciudadano uruguayo hubiese querido hacer pública una carta semejante en los años en que reinaban los generales a su antojo. Hoy sus familiares pueden hacerlo con todas las seguridades de la ley, ya que se trata de un derecho humano (la libertad de expresión) que este «gobierno socialista» reconoce. Al menos en lo que se refiere a la difusión de la carta abierta en cuestión. Y no porque el gobierno sea bueno, sino porque no se proclama por encima de la ley, como acostumbraban hacerlo los ejércitos latinoamericanos en nombre de los intereses oligárquicos y para salvar una «tradición» que inventaron a su medida y conveniencia e invariablemente adornaban con el título de «patria», como si fueran los dueños absolutos de la definición semántica del término, de la idea y de «esta tierra» por extensión.
La vieja práctica del terrorismo de Estado, del secuestro, de la abolición de las constituciones, de la tortura, la desaparición y la muerte ahora es llamada «la moral, la disciplina y un profundo amor por la tierra que las vio nacer»; y los intereses políticos e ideológicos son candorosamente referidos como la «Paz futura». Lo que recuerda a la publicidad de la dictadura que la carta defiende.
Cuando en 1989 la población confirmó la ley que protegía a los torturadores (la ley no abolía el derecho a la búsqueda de la verdad, esa que se supo a cuentagotas recientemente y a gusto de los administradores del terror), los derrotados en las urnas aceptamos civilmente el resultado. Este momento es descrito por los redactores de la carta como el resultado de la voluntad «del Parlamento representante del pueblo y el del pueblo por sí mismo votando individualmente». Pero como ahora el Parlamento representante del pueblo y la voluntad del pueblo es otra, entonces los reclamos pasan a ser parte de una orquestación marxista. Esa es la idea de Democracia que tuvieron los representantes de la dictadura. Y lo que es peor: es la idea que pretendieron inyectar en la moral del pueblo uruguayo: la constitución se defiende suprimiéndola, los Derechos Humanos se defienden torturando, la libertad se defiende suspendiendo por once años las libertades civiles, etc.
Los redactores de la carta se refieren a la Obra de la Dictadura como aquella que posibilitó que «el país se encamina[r]a mirando hacia adelante en paz, en busca de la felicidad y prosperidad para sus habitantes». Es decir, la paz de los cementerios, la paz del terror y del miedo permanente, la prosperidad de las deudas externas y de una economía hecha pedazos por los inventores de la escolástica financiera.
Parte de la deshonestidad intelectual cosiste en citar a alguien con palabras que no dijo. Según los redactores de la carta, el presidente Vázquez se presentó ante la multitud «arengado, que ya quiere, prontamente, la sangre de sus antiguos vencedores militares». Si alguien encuentra este momento, me retracto de este punto.
Los redactores de la carta recurren a la sensibilidad del presidente norteamericano mencionando y detallando la delicada salud de uno de los militares acusados, yaciendo en la cama de un hospital. Esto, como argumento exculpatorio, fue el recurso principal del que en sus peores tiempos abusara el Parcial Pinochet. Lamentamos la enfermedad de cualquier persona, pero eso no la lava de pecados o de responsabilidades. Como dijo un personaje de Ernesto Sábato «al sustantivo ‘viejito’ inevitablemente anteponen el adjetivo ‘pobre’; como si todos no supiésemos que un sinvergüenza que envejece no por eso deja de ser sinvergüenza, sino que, por el contrario, agudiza sus malos sentimientos con el egoísmo y el rencor que adquiere o incrementa con las canas».
Sobran los testimonios que recuerdan que Nino Gavazzo se ensañaba a golpes con sus interrogados, con capucha en la cabeza y con las manos atadas detrás de un poste. Y no en un hospital, con las garantías de la ley, sino en un cuartel de mala muerte.
No es una rareza histórica el hecho de que en nuestro continente los dictadores no acostumbraban enfrentarse cuerpo a cuerpo y en iguales condiciones en una batalla; preferían torturar de lejos y con el ejército entre ellos y el enemigo. Razón por la cual de vez en cuando acostumbraban hacer contacto físico, siempre con la condición de que la víctima se encontrase atado por alguna aparte.
Creo que está de más mencionar el absurdo central de la carta: un puñado de patriotas pidiéndole a un presidente extranjero que pase por encima la ley o presione a la justicia de un país independiente para lograr una excepción constitucional. La carta sólo denigra aún más ante la Historia a quienes se denigraron solos practicando la barbarie desde el confort de sus hogares.
Los violadores a los derechos humanos, sean de izquierda o de derecha, no están ante la justicia a pesar de la democracia sino por la democracia misma. No debemos olvidarlo, le duela a quien le duela. Quienes quieren justificar las barbaridades de sus familiares deberían usar otros argumentos, más dignos del honor de que tanto se jactan.
– Jorge Majfud, escritor uruguayo, es profesor de Literatura Latinoamericana en The University of Georgia, Estados Unidos.
Nota: (1) Para juzgarlo con un parámetro británico, según The Economist (noviembre 2006) Uruguay y Costa Rica son los únicos países con «democracias plenas» en América latina, por encima de varios países de Europa.