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Haití

La crucifixión permanente

Fuentes: Rebelión

La ocupación militar estadounidense en Haití trae viejos recuerdos y muy dramáticos para esa nación caribeña. Los 16 000 soldados norteamericanos que decidió enviar Obama parecen seguir respetando una historia de invasión y ultraje sobre un país devastado por el sismo del 12 de enero de 2010 que dejó un saldo demás de 150 000 […]

La ocupación militar estadounidense en Haití trae viejos recuerdos y muy dramáticos para esa nación caribeña. Los 16 000 soldados norteamericanos que decidió enviar Obama parecen seguir respetando una historia de invasión y ultraje sobre un país devastado por el sismo del 12 de enero de 2010 que dejó un saldo demás de 150 000 víctimas. Más allá de la solidaridad de la comunidad internacional de varios países, de las ONGs y de artistas de Hollywood y Miami, nada cambia la actitud expansionista de Washington frente a un drama humanitario muy cerca de la península de la Florida, Cuba y Venezuela.

Haití siempre fue presa de Estados Unidos casi desde los primeros tiempos de su existir como nación. Al transformarse en la primera república independiente de América latina tras una gran rebelión de esclavos negros en 1804, Washington no veía con buenos ojos que descendientes de africanos establecieran un país libre bajo ideales revolucionarios liberales adoptados de la gesta de la Revolución francesa de 1789. Ni siquiera el colonizador francés aceptaba a la flamante Haití. Fue por eso que siempre se le pusieron severas piedras en el camino y la han convertido en un lugar de pujas políticas, golpes de estados, guerras civiles, cleptocracia y empobrecimiento de las clases populares. Y cuando Estados Unidos se erigió como gran potencia industrial a fines del siglo XIX en el plano internacional, luego de la invasión sobre Cuba y Puerto Rico en 1898, Haití sería un objetivo siempre «viable» para saquear al país que era considerado «incivilizado» y «bárbaro» para las elites estadounidenses que seguían los preceptos del darwinismo social spenceriano.

La historia nos indica que Washington ha puesto un pie firme sobre Haití en los albores del siglo XX. Las inversiones norteamericanas en Haití estaban estimadas hacia 1910 en 15 millones de dólares. Aparte de los intereses en el azúcar, los transportes y los puertos, los inversionistas estadounidenses disponían del 50% de las acciones del Banco Nacional Haitiano. También existía un fuerte conflicto entre fuerzas políticas locales y las elites económicas filos estadounidenses. Uno de los hombres de negocios más importantes era Roger Farham. Vicepresidente del Banco Nacional, de la Railroad de Haití, era también funcionario del National City Bank y jugó un rol relevante en el conflicto que enfrentó al gobierno del presidente haitiano Davilmar Theodore (luego en 1915, al de Vilbrun Guillaume Sam) con los banqueros norteamericanos y dirigió la campaña que provocó la intervención militar de Washington. Cuenta la historia también que en diciembre de 1914, Farham pidió ayuda a Washington para que desembarcaran algunos marines de la Navy sobre Puerto Príncipe, la ciudad capital, con el fin de llevarse 500 000 dólares de las arcas del Banco Nacional Haitiano. Pero esto solo era el principio de una pax imperial.

Las presiones de los hombres de negocios estadounidenses dirigidas al Departamento de Estado querían empujarlo a apoderarse del control de las aduanas haitianas. Haití vivía una etapa de inestabilidad que desde 1912 convertía al país en un polvorín. Entre 1912 y 1915 seis presidentes fueron víctimas de una muerte violenta. El 28 de julio de 1915 los marines norteamericanos desembarcaron en Haití. Se quedarán durante 19 años. Las fuerzas de ocupación se encargaron de la administración general del país. La administración financiera del país quedó bajo dominio de técnocratas estadounidenses que aseguraron el pago de todas las obligaciones de la deuda exterior (especialmente las que poseía con Estados Unidos). El presidente del Senado haitiano, los diputados, ex ministros y ciudadanos mulatos importantes, protegidos por las bayonetas de los marines, se apresuraron a asegurar al almirante estadounidense John Capperton, comandante de las tropas de ocupación, su acuerdo para colocar las aduanas y las finanzas bajo control norteamericano.

Como en la actual era «progresista» de Barak Obama, el por entonces presidente demócrata Woodrow Wilson, el que estaba a favor de la autodeterminación de las naciones y quien sería el arquitecto de la Sociedad de las Naciones luego de la Primera Guerra Mundial, defendía sin tapujos su «intervención humanitaria» sobre una Haití desolada por la inestabilidad política interna. Pero los norteamericanos impusieron terror y títeres dictatoriales a su antojo. Es más, promulgaron una nueva constitución nacional en 1918 que dejaba atrás el viejo artículo 5º que establecía que los blancos no podían ser propietarios de tierras. Su redactor fue Franklin Delano Roosevelt, subsecretario de la Marina de Estados Unidos, quien luego sería otro «progresista» presidente demócrata norteamericano, el de la «buena vecindad», el del «new deal», en los decenios de 1930 y 1940. Como si fueran conquistadores romanos sobre la vieja Galia, muchos empresarios norteamericanos aprovecharon para comprar tierras y así explotar las plantaciones de azúcar dejando sin los minifundios a los campesinos haitianos que fueron sometidos a casi la servidumbre. Colonias de invasores blancos tenían como súbditos a miles de trabajadores rurales haitianos bajo custodia de los marines y una policía nacional que reprimía insubordinaciones.

Pero la ocupación militar extranjera tuvo su jaqueca. En 1918 una rebelión rural dirigida por un tal Charlemagne Peralte se hizo sentir. Era la de los cimarrones y campesinos armados, conocidos como «Cacos», que se enfrentó a los marines y hasta establecieron una zona liberada en el norte de Haití con el fin de expulsar a las tropas invasoras y fundar una nueva república libre haitiana. Charlemagne era un líder militar excepcional que reivindicaba al prócer Toussaint Louverture y llamaba a la población a levantarse en armas contra Estados Unidos. Las autoridades haitianas y estadounidenses lo encarcelaron por «sedicioso» para luego ser liberado. Tras su libertad obtenida se interna en los montes norteños de Haití y funda una guerrilla rebelde con campesinos pobres sin tierras, los «Cacos», que ofrecen notable resistencia contra las tropas norteamericanas, quienes tuvieron que emplear aviones y bombardear las zonas rebeldes. Charlemagne preside un gobierno libre en el norte del país y proclama la reforma agraria y programas sociales progresivos. También preparaba una fuerza militar rebelde para tomar Puerto Príncipe y derrocar al títere filo norteamericano Philippe Sudre Dartiguenave. Se trataba de recuperar la gesta independentista de 1791-1804 para los haitianos.

Washington veía a Charlemagne como un «bandido rural» y una encarnación de la «magia negra» del Vudú practicado por los campesinos negros sin tierras que apoyaban al joven rebelde. Pero esta epopeya de liberación concluiría con el asesinato del líder rural. El 31 de octubre de 1919, gracias a una traición, un oficial del ejército de Estados Unidos lo asesinó en su campamento de una bala en el pecho. Charlemagne Peralte tenía la edad de 33 años y se transformará en un símbolo para los campesinos pobres y sin tierras, quienes lo compararon casi como un «Cristo negro». De hecho cuenta la historia de la invasión norteamericana que Charlemagne fue crucificado por los marines clavados en la puerta de una iglesia como signo de triunfo sobre los rebeldes y como medida ejemplificadora para humillar a los seguidores de aquel joven «bandido». Estados Unidos parecía repetir la historia de la antigua Roma gustosa de crucificar a los sediciosos. En la lucha contra Estados Unidos murieron más de 5000 rebeldes haitianos, la mayoría de ellos masacrados por los marines.

En 1934 las tropas norteamericanas dejan el país pero Haití vivirá eras de dictaduras terribles y un proceso de empobrecimiento en alza. Estados Unidos seguiría ejerciendo su poder de policía sobre Haití y será el que colocará al rapaz dictador odioso de Francois Duvalier, el «Papa Doc» en 1957. Hacia 1986 caería la dinastía cleptócrata de los Duvalier y el denominado proceso de «democratización» no estaría exento de inestabilidad política y de golpes de estados e intervencionismo norteamericano. En 1988 los militares duvalieristas tomaron el poder y revivieron la cruel dictadura de los Tontons Macoutes de Francois Duvalier. En 1990 presionados por las huelgas populares y la comunidad internacional los militares liderados por el general golpista Prosper Avril dejaron Puerto Príncipe y llamaron a elecciones en diciembre en las cuales resultó ganador Jean Bertrand Aristide, sacerdote católico que adoptó la teología de la liberación y que abogaba por un cambio social y político de largo alcance. Pero en diciembre de 1991 otra vez el golpe de estado de los duvalieristas, esta vez liderados por el general Raúl Cédras, hombre de extrema derecha y un acérrimo anticomunista y adherente de las retrógradas ideologías fascistas. Washington no veía a Cédras como un peligro sino más bien como un aliado. De hecho hay documentos que prueban que Cédras fue apoyado por la CIA en su golpe de estado contra Aristide. No obstante, Cedras gobernará hasta 1994, abandonando el poder previo acuerdo con Washington, la ONU y Aristide, ya que miles y miles de haitianos escapaban de la represión del país hacia Florida y «amenazaban» la seguridad costera de Estados Unidos. El acuerdo (en el que participó el ex presidente demócrata James Carter como mediador y negociador) trajo una fuerza de ocupación de 15 000 marines enviadas por el presidente demócrata William Clinton en octubre de 1994, que luego dejarían el paso a una fuerza de paz de la ONU a principios de 1995.

Pero la historia de la crucifixión permanente no terminaría aquí. Aristide gobernó hasta 1996 y volvería en el año 2001. Acusado de corrupción en una sospechosa operación montada por Washington con la complicidad de París y amenazado de muerte, se verá obligado a abandonar el poder en los albores de 2004, exiliándose desde entonces en África del Sur. Le sucederá René Preval, quien había sido presidente en 1996-2001, dirigente «tibio» frente a las potencias occidentales. El golpe de estado nuevo contra Arisitide trajo violentos episodios que culminaron en la ocupación de Haití por parte de los «Cascos Azules» de la ONU con clara participación de fuerzas militares de Francia, Canadá, Brasil, Uruguay y Argentina. En 2006 otra vez Preval se convierte en presidente y es el que debe lidiar una nueva tragedia para la crucificada Haití. Luego del terrible terremoto del 12 de febrero de 2010 otro presidente demócrata vestido de «progresista» ordena el envío de una fuerza de ocupación hacia Haití. Se trata de la 82 División Aerotransportada, como así también una flota nuclear que rodea como un anillo al país caribeño. Esta fuerza de elite de las fuerzas armadas norteamericanas han participado en sendas invasiones sobre pequeños países del Caribe y Centroamérica. Nació en las antiguas invasiones sobre Nicaragua y Haití; se reforzó en la lucha anticomunista de la era de la guerra fría en las intervenciones sobre República Dominicana (1965) y Granada (1983); y en la lucha contra los «narcopresidentes» como Noriega en Panamá (1989). También colaboraron en Indochina y ahora en Afganistán e Irak.

Desde sus comienzos Haití ha sufrido una crucifixión permanente que la ha convertido en el país más pobre de las Américas. El terremoto último parece «sensibilizar» a los culpables históricos del proceso de empobrecimiento de una nación que fue ejemplo de independencia en los albores del siglo XIX, mucho antes que las gestas liberales de los próceres criollos blancos como Miranda, Bolívar, San Martín y Sucre. A pesar de la «ayuda humanitaria» aún Haití sigue siendo crucificada por Estados Unidos; aún sigue sintiendo el dolor que vivieron Charlemagne y sus seguidores campesinos sin tierras cuando fueron masacrados por las legiones de marines invasoras. La sangre derramada de los brazos y pies del crucificado líder joven y rural Charlemagne no descansa en paz, ya que su pueblo sigue siendo sometido a esa invasión que fue desafiada en los montes norteños del país por los «Cacos».

Mauricio David Idrimi es integrante de AL DORSO, un proyecto político de comunicación alternativa que integra diferentes expresiones en torno a un eje articulador: el estudio de la deuda externa. En 2009 recibió el Premio Nacional de Periodismo otorgado por la agencia Télam por el documental Salvador Allende. Semanalmente llevan adelante un programa radial por FM La Tribu, 88.7, los sábados de 13 a 15 hs. Al Dorso retorna en vivo  el primer sábado de marzo 2010. www.aldorso.com.ar

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.