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Tierra, dependencia y colonialismo en Puerto Rico

Fuentes: Rebelión

Introducción

En menos de un siglo, Puerto Rico –colonia de Estados Unidos desde 1898– experimentó el auge y colapso del modelo agroexportador, centrado en la industria azucarera, así como de un proyecto de industrialización dependiente, sustentado en incentivos al capital extranjero, casi exclusivamente estadounidense. Una política contrainsurgente que combinó la represión, el fomento a la emigración masiva, asistencialismo clientelista y endeudamiento público impidió que “el modelo del fracaso” (como le llamó la economista Paquita Pesquera) desembocara en una crisis política abierta.

Sin embargo, una de las mayores tragedias del siglo XX en Puerto Rico fue la virtual destrucción de su sector agrícola. En 2022, la agricultura apenas representó el 0.66% del PIB, en comparación con el 5.79% en la República Dominicana o el 8.10% en Jamaica, según las estadísticas de la FAO.

Bajo el colonialismo estadounidense de posguerra, la tierra fue para otras cosas. Mientras decayó el sector agrícola, proliferó la instalación de bases militares, polígonos de tiro para la OTAN y la experimentación con el agente naranja; la especulación inmobiliaria y el desarrollo urbano descontrolado, dependiente del automóvil; el establecimiento de industrias altamente contaminantes como la petroquímica, química y farmacéutica, entre otras. Como resultado de lo anterior y del “libre mercado” con la metrópoli, Puerto Rico importa hoy más del 80% de los alimentos que consume, a la vez que es un mercado cautivo de la economía estadounidense y rehén de su marina mercante: una fuente más de extracción y transferencia de valor, o explotación colonial.

Lo que sigue es una reflexión sobre estas y otras cuestiones relacionadas, a partir de una lectura crítica del libro El paisaje y el poder: La tierra en el tiempo de Luis Muñoz Marín de la autoría de Rubén Nazario Velasco. En su libro, Nazario analiza los debates e imaginarios en torno a la industria azucarera y a la fallida reforma agraria durante las décadas de 1940 y 1950, según fueron conceptualizados por el Partido Popular Democrático (PPD) bajo el liderazgo de Luis Muñoz Marín e implementados por la Autoridad de Tierras (AT) del gobierno colonial.

El autor aborda extensamente los programas emblemáticos de la Ley de Tierras de 1941: las fincas de beneficio proporcional, que fueron un intento de preservar la producción agrícola en gran escala bajo control estatal, y el programa de parcelas, que, aunque otorgó tierras en usufructo a miles de campesinos y sus familias, terminó convertido en un programa de vivienda social. Este proceso no creó una capa de pequeños agricultores, pero sí consolidó una base de apoyo político al PPD, a Muñoz Marín y al proyecto colonial del Estado Libre Asociado (ELA).

Esto no es una reseña del libro de Nazario, aunque tenga elementos de ello.i Tampoco es mi interés aquí discutir los pormenores de la llamada reforma agraria, sino proponer una reflexión más amplia en torno a la realidad estructural de Puerto Rico como colonia estadounidense y cómo esta condicionó tanto el auge como el colapso de la industria azucarera y, con ella, del sector agrícola en general.

Parto de la siguiente perspectiva. El colonialismo no es una imposición unilateral y mecánica sobre el conjunto de clases y sectores que conforman un país determinado. Tampoco es una mera formalidad jurídica ni un asunto de lenguaje que puede elegirse o descartarse por preferencia individual. Como el capitalismo, debemos concebir el colonialismo como una relación social que se autorreproduce, y que moldea históricamente las posibilidades y el nivel de desarrollo de las fuerzas productivas del país colonizado en el sentido de su mutilación, orientándolas hacia las necesidades y el enriquecimiento de otro. El colonialismo cuenta con la colaboración de las clases dominantes (o de quienes aspiran a serlo) del país intervenido, en la medida en que identifiquen al imperialismo como el mejor garante de su posición y privilegios. Asimismo, cuenta con poderosos mecanismos para generar consensos (económicos, políticos, culturales) y de instrumentos represivos para asegurar el consentimiento de las mayorías, incluso en momentos de crisis. En Puerto Rico lo conocemos bien.

Además de reflexionar sobre la situación estructural, me interesa explorar las formas en que Nazario ignora –y de esa forma absuelve– la realidad colonial y sus consecuencias concretas (y destructivas) para el país. Me detendré sobre la tendencia a aislar analíticamente a Puerto Rico de su contexto antillano y caribeño, que incluye ignorar la destrucción desatada por la Marina de Guerra de Estados Unidos contra las islas puertorriqueñas de Vieques y Culebra, utilizadas como polígonos de tiro y contaminadas por décadas. Propongo que estas son formas de ignorar la centralidad de las fuerzas armadas estadounidenses en las transformaciones socioeconómicas de la posguerra y de exagerar, con fines hagiográficos, el papel de Muñoz Marín y del PPD; además de cultivar mitos sobre la benevolencia estadounidense. También exploro cómo el autor instrumentaliza su metodología (la incorporación de fuentes literarias al análisis) para falsear la oposición anticolonial e ignorar sus expresiones organizativas concretas y sus propuestas alternativas de país.

Aunque esta reflexión partió de la lectura crítica del libro de Nazario, la informan preocupaciones más expansivas que la crítica a un libro puntual. En cierto modo, aprovecho la ocasión para abordar tópicos y mecanismos discursivos que considero comunes en la historiografía puertorriqueña que, como las historias que pretende abordar, resulta inseparable de la realidad colonial que la condiciona y en la que emerge. La producción intelectual es siempre un ejercicio social.

Entre el posmodernismo y la apología colonialista

En un ensayo provocativo publicado en 2013, el historiador y poeta Raúl Guadalupe de Jesús identificó dos corrientes importantes en la historiografía puertorriqueña a mediados de la década de 1980: el “posmodernismo criollo” y el “neomuñocismo”.ii Aunque el autor advierte que estas tendencias no alcanzaron carácter mayoritario, sí ejercieron una influencia notable en las facultades de humanidades y ciencias sociales de los recintos de la Universidad de Puerto Rico (UPR), principal institución académica del país. El estudio crítico de estas corrientes es una tarea pendiente que rebasa los propósitos de las siguientes páginas. Para propósitos de esta reflexión, me centraré en dos aspectos fundamentales.

Primero, que la convergencia de estas corrientes se relacionó con la desradicalización y crisis del independentismo y la izquierda en Puerto Rico, hecho evidente para finales de la década de 1970, y en general con las crisis de los procesos de liberación nacional y del socialismo a nivel global. Segundo, que ambas corrientes se dan la mano, por razones distintas en principio, en su cuestionamiento a la nación como proyecto político. El rechazo posmoderno a los conceptos del metarelato y de la realidad “como una totalidad posible de transformar”iii estuvo asociado al abandono de la figura del intelectual comprometido con agendas transformadoras. Esto facilitó una mayor integración de intelectuales como ideólogos de las clases dominantes, como promotores historiográficos de sus mitos y figuras, y, en general, como defensores del statu quo. En ocasiones, esto se tradujo en cinismo y desdén ante luchas sociales concretas, e incluso en el apoyo a intervenciones imperialistas de Estados Unidos en Asia Occidental.

En resumidas cuentas, se produjo una situación en cierto modo similar a la de los años 1940 y 1950, periodo en que las ciencias sociales se institucionalizaron en la UPR, generalmente al servicio del proyecto colonial del ELA y su legitimación.iv No en vano, Guadalupe se refirió en su ensayo a una “segunda colonización” de la academia puertorriqueña en los años 1980 y 1990, ya no por la llamada “casa de estudios” amordazada y occidentalista del rector Jaime Benítez y el PPD, sino por un pragmatismo oportunista y por epistemologías domesticadas, producidas en los países del capitalismo central y difundidas por lo que el filósofo estadounidense Gabriel Rockhill ha descrito como la “industria de la teoría global”.v

Por supuesto, la apologética en torno a Muñoz Marín, el PPD y el ELA tiene raíces más antiguas y profundas. Ya en 1984 el profesor galés –y caribeño por adopción– Gordon K. Lewis criticaba lo que llamó un “culto idolátrico de Muñoz”vi en la historiografía puertorriqueña. Este sigue sumando adeptos, y raro sería que este no fuera el caso, dada la persistencia del colonialismo en Puerto Rico. Si lo miramos desde una perspectiva de larga duración, dicho “culto” se inscribe dentro de una tradición político-historiográfica cuyos orígenes se remontan al autonomismo del siglo XIX, y con la que comparte afinidades y lugares comunes.

En ese sentido, no sería injusto afirmar que el libro de Rubén Nazario Velasco, El paisaje y el poder: La tierra en el tiempo de Luis Muñoz Marín (2014) representa un ejemplar notable del “culto” señalado por Gordon Lewis. Su valor reside, entre otras cosas, en que la apología no fue el punto de partida del autor, sino una preocupación de actualidad que él describe como “el desparrame de la urbe sobre la tierra agrícola, la degradación del paisaje y la anulación agraria”.vii Cualquier lector de las columnas de Nazario en El Nuevo Día reconocerá su crítica constante hacia la falta de planificación urbana en un país que define como “una isla post-agrícola pero no citadina”.viii

De este modo, El paisaje y el poder puede describirse como un intento de trazar los orígenes históricos de un presente que deja mucho que desear. Sin embargo, a lo largo de su relato, el autor tiende a ignorar la situación estructural que condujo al presente estado de cosas y lo perpetúa.

La destrucción del agro puertorriqueño

Para comenzar, consideremos algunos datos y números básicos. Puerto Rico es un archipiélago que incluye las islas habitadas de Isla Grande, Vieques y Culebra, con una superficie terrestre de 3,417.5 millas cuadradas,ix o poco más de 2.2 millones de cuerdas de terreno. En 1897, un año antes de la invasión estadounidense, había 61,556 cuerdas dedicadas al cultivo de caña.x Por contraste, en el censo agrícola de 1950 fueron registradas 1.8 millones de cuerdas en fincas agrícolas, de las cuales 784,763 (42.5%) pertenecían a fincas cañeras. Lejos le seguían las cuerdas dedicadas al café (13%) y al tabaco (5%). En el censo de 1974, el registro de cuerdas en fincas cañeras bajó a 245,771, una reducción del 68% respecto al censo de 1950; mientras, las cuerdas bajo cultivo en general bajaron de 768,861 a 285,022, una reducción de casi 63%.xi

El declive fue igualmente brutal en el empleo. Entre 1940 y 1982, la agricultura pasó de representar el 44.7% a un mero 5.3% del empleo total, de 229,000 a 35,000,xii y apenas 17,000 en 2010.xiii Lo más grave de estos números es que su reducción no responde a la mecanización de la agricultura, sino a su colapso. La manufactura y servicios crecieron en este periodo, pero estuvieron muy lejos de compensar los empleos perdidos en el agro. Ese desequilibrio ayuda a explicar, en términos históricos y estructurales, la baja tasa de participación laboral en Puerto Rico, que no ha alcanzado el 50% desde 1953.xiv Esta situación persiste y se agrava a pesar de la válvula de escape que representó (y representa) la emigración masiva, que entre 1940 y 1960 produjo el hecho insólito del éxodo de más de medio millón de puertorriqueños hacia Estados Unidos. El colapso agrícola también explica la dependencia de alimentos importados, que alcanzó un 85% en 2015, según números oficiales.xv ¿Cómo se llegó a esta situación?

En su intento por desentrañar esta problemática, Nazario propone realizar una “historia de la caña [que] oscila entre la economía y la literatura”.xvi Esta afirmación trasciende lo metodológico: en su obra, el autor le atribuye a la narrativa y la poesía un papel fundamental en la difusión de lo que llama el “mito” de la desposesión campesina, el latifundio y el control estadounidense sobre la tierra, así como la superexplotación laboral, entre otros elementos que conforman lo que denomina la “leyenda negra”xvii sobre la industria azucarera.

Según Nazario, estas representaciones literarias “se tradujeron en creencias y, a veces con cálida inocencia, en acción económica y política”,xviii influyendo en Luis Muñoz Marín y el liderato del PPD tras su victoria electoral en 1940 y subsiguiente control de la legislatura colonial. De este modo, la literatura habría contribuido no solo al declive de la industria azucarera, sino al colapso de la agricultura en general.

Aunque Nazario acierta en señalar el carácter simultáneo de los colapsos azucarero y agrícola, se trata de procesos paralelos que pueden y deben diferenciarse. Sin embargo, la explicación de estos fenómenos y la razón de su simultaneidad no han de encontrarse en el ámbito literario, sino en la dinámica del capitalismo colonial y la dependencia, que Nazario subestima en su análisis. En los próximos párrafos me detendré sobre cuestiones históricas y estructurales fundamentales para analizar y distinguir estos procesos.

Puerto Rico: dependencia y colonialismo

Durante las primeras décadas del siglo XX, la inversión masiva e irrestricta de capital estadounidense llevó al país por el camino del monocultivo azucarero bajo un régimen jurídico que le garantizó a la metrópoli, en los hechos, un monopolio comercial.xix Cabe señalar que una parte de la clase dominante local pudo adaptarse a las exigencias de la nueva dominación y acumular inmensas ganancias: entre 1946 y 1947, intereses locales produjeron el 60.4% de la zafra.xx De hecho, en este periodo, el control estadounidense sobre la industria azucarera en Puerto Rico fue comparativamente menor al que tuvo en países nominalmente independientes de la región, como República Dominicana y Cuba.

Este panorama cambió radicalmente tras la segunda guerra mundial. Estados Unidos, fortalecido por el crecimiento exponencial de sus fuerzas productivas durante el conflicto, particularmente en el sector de bienes de capital, reorientó su estrategia política, económica y militar en el hemisferio. Sus flujos de capital hacia América Latina dejaron de dirigirse al sector primario para hacerlo preferentemente a los eslabones menos especializados de la industria, marcando así una nueva división internacional del trabajo. Esto tuvo consecuencias notables, entre ellas: 1) la progresiva desnacionalización y concentración de los medios de producción en el continente y su articulación subordinada con corporaciones multinacionales estadounidenses; 2) la creciente identificación de intereses entre las clases dominantes latinoamericanas y la estadounidense; 3) la profundización de la integración militar con Estados Unidos en el contexto de la llamada guerra fría, y 4) el abandono de proyectos de desarrollo autónomo por parte de las clases dominantes locales.xxi Todo esto se manifestó en Puerto Rico.

El programa de industrialización dependiente que inició en 1947, llamado “operación Manos a la obra” por Muñoz Marín y el PPD, tuvo el efecto de proyectar como una iniciativa épica y novel –y sobre todo propia– el lugar asignado a Puerto Rico en la nueva división internacional del trabajo liderada por Estados Unidos. En ese reajuste, la industria azucarera y la agricultura fueron marginadas, como fue marginada la burguesía dependiente que allí levantó sus fortunas. Esta tuvo que reorientarse a otros renglones menos dinámicos y lucrativos de la economía.xxii Muñoz Marín y el PPD abandonaron sus aspiraciones de independencia política y desarrollo económico autónomo. Más aún, el tránsito entre el modelo agroexportador y la industrialización dependiente estuvo mediado por un periodo de economía militarxxiii que tuvo consecuencias graves y perdurables para el país.

Estas coincidencias no son casualidad. Dada su historia compartida de subdesarrollo en –y para– el desarrollo del capitalismo como sistema mundial desde la conquista europea, en Puerto Rico como en el resto de América Latina, y en otras partes del mundo, existen situaciones similares de dependencia, definida como “una situación en la cual un cierto grupo de países tiene su economía condicionada por el desarrollo y expansión de otra economía a la cual la propia está sometida”.xxiv Y si es cierto, como agregó la socióloga y revolucionaria brasileña Vania Bambirra, que la dependencia “engendra los parámetros de las posibilidades estructurales”xxv en países que son formalmente independientes, de Puerto Rico podría decirse que su condición colonial tuvo el efecto de profundizar la dependencia y potenciar sus “componentes anárquicos y disgregadores”.xxvi

Los cambios abruptos y discontinuidades que experimentó la estructura productiva del país bajo la dominación de Estados Unidos ejemplifican esa dinámica: en menos de 75 años, se establecieron y colapsaron el monocultivo azucarero, la industria liviana y luego la pesada. Las consecuencias ecológicas, políticas y sociales de esa volatilidad han sido (y son) inmensas.

Es necesario considerar el lugar singular que ocupa Puerto Rico como colonia estadounidense en un contexto regional de neocolonialismo y dependencia, inserto en un sistema mundial capitalista dirigido por Estados Unidos desde la segunda posguerra. Esta dimensión estructural está ausente en el relato de Nazario. En su lugar, prevalece una visión insularista que circunscribe los procesos socioeconómicos del país a los términos estrechos de su relación con Estados Unidos, aislándola artificialmente del imperialismo agresivo que ejerce en toda la región (y en otras partes del mundo).

Esta visión edulcorada de la relación colonial carga las marcas distintivas del muñocismo: hay en Nazario, como hubo en Muñoz Marín y el liderato del PPD, un “curioso intento”, al decir de Gordon Lewis, de “despachar la idea de la independencia nacional como una ideología victoriana arcaica”,xxvii sin mayor relevancia para el mundo contemporáneo, entonces o ahora. El autor llega a caracterizar como “obsesión”xxviii el enfoque de quienes sitúan la cuestión colonial en el centro del análisis histórico (y literario), atribuyéndoles así cierta disposición hacia lo irracional o lo quimérico.

En términos concretos, el efecto de esta visión sobre el análisis histórico es, en este caso, exagerar el papel y agencia de Muñoz Marín y el PPD en las transformaciones de la posguerra, y, por el otro, atenuar los límites estructurales de Puerto Rico como colonia estadounidense en un contexto regional de neocolonialismo y dependencia. Esto atraviesa el relato de Nazario, su adjudicación de responsabilidades en eso que llama “la responsabilidad por la tierra”,xxix y su manera de abordar (o no) asuntos espinosos para la apologética muñocista, pero que son pertinentes o incluso centrales al tema en cuestión.

Colapsos paralelos: el azúcar y la agricultura

La hipótesis central del libro de Nazario puede sintetizarse en la siguiente afirmación: “Los procesos de industrialización suburbana de los años 1950 y 1960, indiferentes a la geografía, no encontraron una industria cañera pujante que pusiera límites a su intrusión en las tierras de cultivo. El azúcar y con ella el agro del país, tocó su virtual fin”.xxx

Dicho de otro modo: los intereses azucareros pudieron haber sido un muro de contención al avance de “la mal llamada industria de la construcción”xxxi sobre tierras agrícolas. Con el colapso de la industria azucarera, argumenta Nazario, se abrieron las compuertas de par en par a esa “parte maldita de la civilización industrial”,xxxii “la metástasis del carro”xxxiii y la conversión de la tierra “en mercancía real estate [bienes raíces]”.xxxiv Pero esta hipótesis descansa sobre una premisa importante: que la industria azucarera en Puerto Rico habría podido sobrevivir y mantenerse viable en la posguerra. La experiencia histórica sugiere prudencia ante estos planteamientos. Debemos considerar tres cosas con relación a la hipótesis de Nazario.

En primer lugar, estaba el control absoluto de Estados Unidos sobre las condiciones de posibilidad de la industria azucarera. La participación de capital puertorriqueño en el proceso de producción, mayoritario en un momento dado, no alteraba esa realidad fundamental: la estabilidad y viabilidad de dicha industria dependían por completo de la inclusión del país en el sistema tarifario estadounidense y, a partir de 1934, del sistema de cuotas azucareras. Estas cuotas fluctuaron según los intereses geopolíticos de la metrópoli, lo que contribuyó al colapso de la industria en la década de 1950.xxxv No se trata de una coincidencia, sino de una característica inherente al capitalismo colonial, que explica por qué la industria petroquímica sufrió un destino similar dos décadas después.

En segundo lugar, existía incertidumbre sobre el futuro de la industria azucarera en la década de 1950, impulsada en parte por el sistema de cuotas. El año 1953 parece haber sido un punto de inflexión. La reducción de la cuota de ese año coincidió con el auge del programa de industrialización y la especulación inmobiliaria. En este contexto, muchos dueños de centrales y colonos optaron por vender sus tierras y reorientar sus inversiones hacia otros sectores de la economía.xxxvi

En ese sentido, es particularmente revelador que, en otras partes de su obra, Nazario lamente la ausencia de una “burguesía agraria”xxxvii o de “un sector agrícola vigoroso”xxxviii que defendiera las tierras, sugiriendo implícitamente que pudo haber surgido otro sector agrocomercial poderoso y distinto al azucarero. Sin embargo, no llega a cuestionarse por qué dicho sector no se desarrolló. En su análisis, pasa por alto tres factores fundamentales: 1) la anexión o integración económica subordinada Estados Unidos, 2) la consiguiente ausencia de poderes para proteger la agricultura local y acceder a mercados alternativos;xxxix y 3) la imposibilidad histórica de replicar para otros cultivos las condiciones políticas que hicieron posible el auge cañero.

La aversión a la producción y al riesgo que caracteriza a nuestra burguesía dependiente no constituye un simple defecto de carácter, se deriva de limitaciones estructurales concretas. Más importante aún, estos factores explican por qué los colapsos de la industria azucarera y del sector agrícola fueron procesos simultáneos.

En tercer y último lugar, debe considerarse el impacto de la expansión suburbana estadounidense de posguerra, que enriqueció considerablemente a contratistas y grandes empresas constructoras. En ese sentido, fue en extremo revelador (y escandaloso) que un contratista como el estadounidense Leonard Darlington Long, quien solicitó y no logró obtener las exenciones contributivas del gobierno colonial, tuviera suficiente influencia en el Congreso de Estados Unidos como para amenazar con enmendar la constitución colonial del ELA en 1952, poniendo en riesgo su aprobación.xl

El caso de Jesús T. Piñero resulta aún más significativo: después de haber sido presidente de la Asociación de Colonos de Caña en la década de 1930 y gobernador colonial entre 1946 y 1948, terminó por asociarse con Darlington Long como gestor de sus empresas en Puerto Rico.xli Este episodio representa más que un antecedente de las actuales “puertas giratorias”; ilustra de manera elocuente la transformación de la dependencia y del capitalismo colonial en la posguerra.

La exclusión de Vieques y Culebra

“El mundo colonial es un mundo en compartimientos”,xlii decía el psiquiatra y revolucionario martiniqués Frantz Fanon. En esa línea, me aventuro a proponer que la exageración del papel de Muñoz Marín y del PPD en las transformaciones de los años 1940, junto con la visión azucarada del colonialismo estadounidense, se fundamenta en una compartimentación analítica de la realidad. La apología del colonialismo en Puerto Rico requiere de un doble insularismo: necesita separar al país de su medio caribeño y antillano, pero también a la Isla Grande del resto del archipiélago. La destrucción y contaminación sistemática de Vieques y Culebra por la Marina de Guerra de Estados Unidos, junto con las componendas que lo facilitaron y en donde se consideró despoblarlas definitivamente, constituyen manchas indelebles tanto para Estados Unidos como para el legado de Muñoz Marín que algunos prefieren ignorar.

Nazario reproduce esta compartimentación mediante la subestimación del papel determinante que tuvieron las fuerzas armadas estadounidenses y sus intereses geoestratégicos en la economía y política colonial. Veamos.

Si en el relato de Nazario “el azúcar fue la fuerza dominante del paisaje en la primera mitad del siglo XX”,xliii entonces “los íconos” del periodo entre 1934 y 1947 lo fueron “las agencias gubernamentales”xliv y los “oficiales coloniales de izquierdas”,xlv términos que emplea el autor. Estos actores habrían llegado de Estados Unidos para reformar el país con el apoyo de políticos liberales como Muñoz Marín, quien para ese entonces ya ejercía como legislador.

Para minimizar el predominio militar sobre la economía en ese periodo, Nazario adopta la interpretación tradicional que denomina este proceso como “capitalismo de Estado”, llegando incluso a postular la existencia de una “fase socialista”xlvi en del PPD. En resumen, Nazario reduce la historia de la primera mitad del siglo XX a un relato que gira en torno a dos ejes: el dominio de la industria azucarera y los esfuerzos por reducir dicho dominio mediante reformas impulsadas por un grupo de funcionarios estadounidenses y puertorriqueños progresistas, alineados con la política del “Nuevo Trato” del presidente Franklin D. Roosevelt.

Este relato, que predomina en la historiografía apologética sobre la fundación del PPD en 1938 y su ascenso en la década de 1940, omite necesariamente el mandato de aquellos funcionarios coloniales (que Nazario llama “de izquierdas”), como Rexford G. Tugwell, gobernador entre 1941 y 1945. El propio Tugwell declaró en sus memorias: “Mi deber como representante de mi país en Puerto Rico era amoldar los asuntos civiles, si podía, para que las bases militares […] no estuvieran aisladas en un ambiente generalmente hostil”.xlvii Las reformas y gastos públicos del periodo respondían a ese objetivo estratégico.

Entre 1939 y 1950, el gobierno estadounidense invirtió más de mil millones de dólares y empleó a aproximadamente 50,000 personas en Puerto Rico. En marcado contraste, las efímeras empresas estatales (base del llamado “capitalismo de Estado” del PPD), que fueron saboteadas sistemáticamente por la clase dominante colonial, recibieron apenas 11 millones de dólares en inversión y emplearon a menos de mil trabajadores.xlviii Las fincas de beneficio proporcional, uno de los proyectos de la fallida reforma agraria al que Nazario dedica un capítulo, abarcaron 49,778 cuerdas.xlix Mientras, las fuerzas armadas estadounidenses ocupaban 53,484 cuerdas. De estas, 22,000 correspondían a las tierras expropiadas en Vieques, un 77% de esa isla.l

La Marina concentró a la población viequense en lo que el planificador y funcionario colonial Rafael Picó describió en un informe a Muñoz Marín como arrabales y reservaciones,li evocando las reservas indígenas en Estados Unidos. Quizá ninguna imagen capture mejor este proceso histórico que la de un oficial militar estadounidense y un colaborador puertorriqueño –antiguo gerente de una central azucarera expropiada por la Marina y ahora empleado de la misma– cabalgando juntos para entregar órdenes de desalojo a los viequenses.lii

La primera ronda de expropiaciones ocurrió en 1941. Tras la segunda ronda (1947-1948), comenzaron los bombardeos y maniobras militares en gran escala. Durante más de medio siglo, el gobierno estadounidense generó ingresos cobrándole a las armadas aliadas y miembros de la OTAN por utilizar la isla como polígono de tiro y vitrina para la exhibición, experimentación y venta de armamentos. El reverso de esa fortuna se refleja hoy en los altos índices de cáncer entre la población y en la tierra contaminada e inservible para fines agrícolas,liii entre otras desdichas del subdesarrollo colonial.

Cruz Cordero Ventura, viequense que de niña sufrió el desplazamiento junto a su familia, testimoniaba en 2001: “Da pena ver los videos de esos campos tan bellos en su momento, llenos de cráteres y desechos militares, tierras que quizás jamás se podrán habilitar. Parece un desierto todas esas tierras que han bombardeado por tantos años. Los que tuvimos la dicha de haber vivido en esas tierras antes de este holocausto no podemos soportar esto sin derramar lágrimas, esta tierra sangra de dolor”.liv Uno se ve tentado a parafrasear la “Carta de Jamaica” de Simón Bolívar: ¿Acaso no son puertorriqueños estos insulares? ¿no son vejados? ¿no desean su bienestar?

¿Por qué se excluye la experiencia de Vieques –sus centrales azucareras, sus comunidades de agregados y su reforma agraria truncada– de nuestra narrativa nacional? ¿Por qué esta omisión en el relato de Nazario? ¿A qué se debe esta compartimentación de la realidad? El caso habría sido digno del estudio de aquel psiquiatra martiniqués, sin duda. Propongo que la razón radica en que la tragedia viequense –eso que el dirigente nacionalista Pedro Albizu Campos llamó “la vivisección de nuestra nación”lv– desmonta simultáneamente el mito de la benevolencia de Estados Unidos y la falacia de una “revolución pacífica” capitaneada por Muñoz Marín y el PPD, ambos arraigados ambos en sectores de nuestra intelectualidad.

Esta exclusión no se debe a una laguna historiográfica, es un acto político más o menos consciente. Las expropiaciones y destrucción desatada por la Marina en Vieques no fue una tragedia aislada, sino un acto característico del imperialismo estadounidense, y probablemente parte integral de las componendas que llevaron a las reformas coloniales del ELA.

Hubo voces conscientes de ello. Carlos “Taso” Zenón, otro viequense cuya infancia quedó marcada por las expropiaciones, se destacó posteriormente como dirigente de un movimiento de pescadores contra la Marina de Guerra estadounidense, razón por la cual llegó a estar en las mirillas –literalmente– de los escuadrones de la muerte de los años 1970 y 1980. En sus memorias, Zenón dijo: “A los viequenses nos dieron una cruel lección de lo que significa en sangre, sudor y lágrimas, ser una colonia de Estados Unidos de América. Peor aún, de lo que significa ser sacrificado por sus ‘compatriotas’, la élite política de la Isla Grande, a cambio de unas baratijas como resultaron ser el engendro colonial muñocista del ELA y el embeleco patronal de la Operación Manos a la Obra”.lvi De esta forma, Zenón señaló un aspecto incómodo para algunos, pero esencial: las presiones ejercidas por Estados Unidos para garantizar la colaboración del PPD con las expropiaciones en Vieques, particularmente la segunda ronda (1947-1948).

Como sugieren varias investigaciones,lvii esas presiones probablemente incluyeron la amenaza de obstaculizar en el Congreso estadounidense toda una serie de asuntos críticos para el PPD: la cuota azucarera, la Ley de Incentivos Industriales (base jurídica del proyecto de industrialización) y la Ley del Gobernador Electivo. La oposición expresada inicialmente por el gobernador Piñero a las expropiaciones en 1947 se evaporó al calor de esas presiones.

Entre voces y hechos, vemos surgir un panorama más completo de la relación entre paisaje y el poder.

La omisión de Vieques en el relato de Nazario es comprensible a la luz de lo discutido hasta aquí. Pero llega un punto donde la compartimentación de la realidad se hace insostenible, y lo que por un lado se silencia, por el otro deforma lo que se enuncia. Esto se manifiesta en el tratamiento que Nazario da a la Corporación Agrícola de Puerto Rico (PRACO, por sus siglas en inglés), donde evita abordar la importancia que tuvieron las expropiaciones de la Marina en Vieques para su fracaso.

La PRACO se fundó en 1945 y fue quizá el último vestigio de las políticas del “Nuevo Trato” que inspiraron las empresas estatales, las fincas de beneficio proporcional y el programa de parcelas de la Autoridad de Tierras, agencia que proveyó parte del capital inicial. Según su ley orgánica, la PRACO tenía la “responsabilidad exclusiva”lviii sobre la administración y desarrollo económico de Vieques, Culebra y las islas deshabitadas de Mona y Monito. Para 1946, administraba 16,680 cuerdas en Vieques (el 51% de su territorio) y empleaba a 1,113 personas en cultivos de piña y ganadería, equivalentes al 40% de la fuerza laboral viequense y al 51% de la empleomanía total de la Corporación.lix Este proyecto fue un claro intento del gobierno colonial de subvencionar la economía viequense y compensar el impacto de las primeras expropiaciones de la Marina en 1941. Sin embargo, el modelo colapsó en 1948 tras la segunda ronda de expropiaciones.lx

El relato de Nazario minimiza inexplicablemente la centralidad de Vieques en todo este episodio. Las actividades de la Corporación en la isla aparecen como marginales, y las expropiaciones se mencionan como un factor secundario del fracaso frente a supuestas deficiencias administrativas y costos de operación. En esta parte, Nazario basa su análisis en un libro de Charles T. Goodsell sobre el gobernador Tugwell. Pocos renglones más abajo de los fragmentos citados por Nazario, surge un dato crucial: “Un problema era que se esperaba que la corporación cumpliera una función asistencial en Vieques; por lo tanto, existía presión para que siguiera invirtiendo en empresas allí a pesar de las cuantiosas pérdidas”.lxi Goodsell no se cuestionó por qué algunos estimaban necesaria semejante medida asistencial para Vieques; Nazario lo ignoró directamente. En toda su obra, Vieques se menciona únicamente en los tres párrafos referentes a la PRACO.lxii

Con todo, no debe olvidarse que el destino de Vieques y Culebra pudo haber sido peor. A comienzos de los años 1960, el gobierno estadounidense le planteó a Muñoz Marín –aún gobernador colonial– su intención de expropiar la totalidad de ambas islas. Esto implicaba: 1) la expulsión permanente de los residentes; 2) la disolución institucional de ambos municipios; y 3) la exhumación de restos en los cementerios para evitar el retorno de los familiares. El plan, cabe señalarlo, no fue del agrado de Muñoz. Pero si el gobierno estadounidense lo consideraba necesario para su defensa, este se comprometió a tratar de convencer a los residentes de las islas de votar por la disolución municipal (un requisito constitucional), y contrarrestar la oposición que estos planes generarían dentro y fuera de Puerto Rico. Así lo comunicó en memorandos al presidente John F. Kennedy y en reuniones con el secretario de Defensa, Robert McNamara.lxiii

Al final, y por razones ajenas a Muñoz Marín y al gobierno colonial, el plan no se materializó. Pero todo el episodio recuerda al relato bíblico del sacrificio de Isaac, cuando Dios prueba a Abraham pidiéndole que inmole a su hijo y este accede sin cuestionamientos. Justo antes del acto, Abraham es detenido por intervención divina, pero habría probado su lealtad y su fe.

Hubo más intentos de enajenar o destruir partes del archipiélago. En 1973, tras fuertes protestas populares, la Marina anunció su retiro de Culebra, pero reveló planes para trasladar sus operaciones a las islas deshabitadas de Monito y Desecheo, en el oeste del archipiélago. Ese mismo año, el gobierno colonial anunció planes de construir un terminal para tanqueros petroleros y un complejo petroquímico administrado por capital extranjero en Mona, también en el oeste. Aunque ninguno de estos proyectos se concretó, las amenazas recurrentes a la integridad territorial, sumadas a la prolongada destrucción en Vieques, generaron protestas masivas y una mayor conciencia sobre nuestra realidad como archipiélago, vinculada al fortalecimiento de la conciencia ambiental. Quizá esto explique la ambivalencia entre los usos de “isla”, “islas” o “archipiélago” para referirse a Puerto Rico: cada término, de manera consciente o no, encierra significados políticos, históricos y culturales.

De modo que el paisaje pudo haber sufrido una devastación mayor a la del desparrame urbano, de por sí lamentable, y que en parte inspiró la obra de Nazario. En Isla Grande, las montañas podrían haberse convertido en heridas abiertas para la explotación minera a cielo abierto.lxiv Nuestras playas podrían haber sido privatizadas para complejos turísticos y de vivienda exclusivos. La industria petroquímica pudo haberse expandido, con graves consecuencias para la salud y el ambiente. El almacenamiento de armas nucleares en bases militares estadounidenses puso en riesgo no solo a Puerto Rico, sino a toda la región caribeña.lxv Y así por el estilo.

Esas y otras calamidades fueron evitadas mediante la protesta organizada de amplios sectores del país, y, en algunos casos, por la propia volatilidad de los intereses geopolíticos y estratégicos de Estados Unidos y su capital, a los que Puerto Rico está sujeto. Todos estos elementos son indispensables para considerar el paisaje, el poder y la tierra en el tiempo de Muñoz Marín, y que brillan por su ausencia en el relato de Nazario.

Estados Unidos o el imperialismo “progresista”

La compartimentación de la realidad –ese doble insularismo– conlleva también ignorar deliberadamente el contexto antillano, caribeño y latinoamericano. Si excluir la destrucción y contaminación de Vieques y Culebra permite cultivar mitos sobre la benevolencia estadounidense y exagerar el papel de Muñoz Marín y el PPD en las transformaciones de posguerra, un efecto similar se logra al borrar de la narrativa el imperialismo agresivo de Estados Unidos en la región y su vínculo directo con las reformas coloniales y bases militares en Puerto Rico.

Un ejemplo revelador en el relato de Nazario aparece en lo que denomina “la segunda invasión americana”.lxvi Según explica: “Con la implantación del Nuevo Trato aumentó tanto la actividad del gobierno federal en la isla que podría hablarse de una segunda invasión americana. Pero distinto a 1898 la mayoría de los nuevos oficiales norteamericanos eran de izquierdas”.lxvii Nazario emplea, con cierta ironía, los términos “imperio novotratista”lxviii y “oficiales coloniales de izquierdas”, cuya política califica como “si no socialista, radical”.lxix ¿Estamos ante una contradicción, como parece sugerir Nazario? Las declaraciones de Tugwell citadas en la sección anterior ofrecen una pista interpretativa. Veamos.

Las medidas tibias hacia una reforma agraria, sin alterar la concentración de tierras ni las relaciones de producción, junto con otras iniciativas reformistas, respondían principalmente a la necesidad de consolidar la presencia militar estadounidense en el Caribe. Esto era particularmente urgente tras las convulsiones sociales de la década de 1930 y los ascensos paralelos del movimiento obrero y del nacionalismo. La disposición de Washington a implementar reformas, invertir masivamente y favorecer, con la administración de dichos fondos, a un liderato político colaboracionista debe entenderse en función de estos objetivos estratégicos.

Esta observación no surge del privilegio injusto de la retrospectiva. La dinámica fue percibida con agudeza por el nacionalista de izquierdas José Enamorado Cuesta, quien en 1936 advirtió: “Para administrar este colosal montepío oficial [se refiere a los fondos novotratistas en Puerto Rico] se contó con los ‘cooperadores’ nativos. ¿Quiénes son éstos? En primer término, el jefe máximo del Partido Liberal, señor Muñoz Marín, hijo del oportunista Muñoz Rivera […], inaugurador del oportunismo con España y continuador de esa escuela bajo el régimen yanqui. […] Parece que la administración de Wáshington decidió favorecer a Muñoz Marín contra viento y marea, es decir, usarlo para sus maquiavélicos fines en la Isla […]”.lxx Lo extraordinario de esta denuncia es que se formuló dos años antes de la fundación del PPD y casi una década antes del giro antindependentista de Muñoz Marín.

Toda evaluación del “Nuevo Trato” en Puerto Rico (y por extensión, de la política del “Buen Vecino”) debe considerar, contrario a lo que hace Nazario, que su representante en Puerto Rico fue el general Blanton Winship, gobernador colonial y represor designado por el liberal Roosevelt. Igualmente, es crucial reconocer que la llegada de aquellos “oficiales coloniales de izquierdas”lxxi y sus reformas –implementadas tras la represión al nacionalismo– coincidió con las expropiaciones en Vieques. También coincidió, al otro lado del canal de la Mona, con el apoyo estadounidense a dictaduras como las de Somoza en Nicaragua y Trujillo en la República Dominicana. En 1940, este último fue recibido con honores militares y una salva de 21 cañonazos por la Flota Atlántica en Culebra.lxxii El Caribe fue pionero, en un sentido siniestro, de “la diplomacia militar de entrenamiento y enlace” que Washington convirtió en “estrategia global” en la posguerra.lxxiii

Nada de esto es contradictorio: los principios liberales y democráticos que las metrópolis profesan ocasionalmente desaparecen, necesariamente, en las colonias y neocolonias, particularmente cuando perciben amenazas a su dominio.

Esto no es una selección caprichosa de eventos: los imperialismos funcionan según sus lógicas internas, y las formas en que proyectan su poder varían conforme a las circunstancias. Ramón Emeterio Betances identificó este patrón en 1873 cuando la Primera República Española abolió la esclavitud en Puerto Rico, mientras la mantenía en Cuba. Así, la guerra de exterminio contra la revolución cubana coincidió con una política de distensión en Puerto Rico, diseñada para aislar al independentismo y evitar un segundo frente de guerra. La metrópoli, dijo Betances, “para poder ser cruel allí, quiere aparentar la bondad aquí”.lxxiv Ambas estrategias, sin embargo, buscaban preservar la dominación imperialista en su conjunto.

Sin embargo, el enfoque en las formas y casos aislados, acompañado de una ignorancia deliberada o no del contenido y del conjunto, ha permitido –y permite– a políticos e intelectuales puertorriqueños atribuir cualidades progresistas e incluso izquierdistas a la metrópoli, a sus políticas y oficiales coloniales, como hace Nazario. Vemos entonces cómo lo que el autor presenta como una contradicción en el imperialismo estadounidense –y utiliza para embellecerlo– realmente no es tal. Como observó Gordon Lewis: “la actividad estadounidense en el Caribe, como toda actividad colonial en cualquier parte, debe juzgarse finalmente por sus esencias y no por sus accidentes”.lxxv

Pero la atribución de características progresistas a la metrópoli –e incluso a la industria azucarera– deriva, en el caso de Nazario, de otras vías adicionales al doble insularismo. Su relato está atravesado por una concepción por etapas (o “etapista”) y lineal del desarrollo capitalista, que mide el “progreso” de los países según su aproximación a las economías industrializadas (hoy posindustriales y financiarizadas) de los países del capitalismo central. Esta interpretación mecanicista de la historia, ampliamente difundida entre los comunistas de la primera mitad del siglo XX, ganó influencia intelectual en Puerto Rico más allá de las filas comunistas a través de las reflexiones y obra literaria de José Luis González (1926-1996).

Desde una perspectiva marxista ortodoxa (como la de González), el desarrollo de las relaciones capitalistas de producción, la proletarización de la población y la disolución de formas previas de organización económica y social representaban por sí mismas dinámicas no solo “progresistas”, sino positivas y deseables. Esta perspectiva se basaba en la premisa de que el desarrollo capitalista era una etapa necesaria en el tránsito histórica al socialismo.

Por supuesto, esta visión ignoraba que las grandes revoluciones sociales del siglo XX ocurrieron en países “atrasados” del capitalismo periférico, no en los países “avanzados” del capitalismo central. Pasaba por alto las particularidades del capitalismo dependiente, así como las dinámicas mediante las cuales unos países son subdesarrollados para el desarrollo de otros. Finalmente, omitía la evolución teórica del pensamiento de Carlos Marx sobre el colonialismo. Cabe destacar que estos debates se profundizaron considerablemente en el periodo de posguerra, aunque para entonces la visión etapista había tenido consecuencias políticas concretas, como la disolución del Partido Comunista Puertorriqueño en 1944 para apoyar al PPD, bajo la premisa de que este cumplía la “tarea histórica” de traer la revolución democrático-burguesa y expandir el capitalismo en Puerto Rico.

Nazario reproduce esta visión progresista y teleológica del desarrollo, aunque sin adoptar las conclusiones socialistas de González y otros comunistas.lxxvi El resultado es un eurocentrismo más o menos solapado que, bajo la apariencia y pretensión de universalidad, presenta el modelo occidental –en su variante estadounidense– como paradigma deseable. Esto explica que Nazario califique sin matices a la economía de Estados Unidos como “progresista”lxxvii y que agrupe a “EU, Francia y Japón” bajo la categoría de “países progresistas y avanzados”,lxxviii como si su desarrollo fuera el resultado de dinámicas internas y no un proceso intrínsecamente ligado a la explotación colonial y neocolonial.

En el relato de Nazario, se ignora por completo lo que Samir Amín llamó el “capitalismo realmente existente”:lxxix un sistema dividido jerárquicamente entre centros y periferias, polarizante, en cuya formación histórica el imperialismo desempeñó un papel fundamental, y sigue haciéndolo para su reproducción actual.

Esta visión ayuda a explicar la dicotomía que Nazario establece entre la costa y la montaña en Puerto Rico, de un modo similar a como lo hizo González en sus novelas.lxxx Nazario asocia la costa con la caña de azúcar, el progreso y el desarrollo de las relaciones capitalistas de producción, con la proletarización, el cosmopolitismo y la apertura a influencias culturales –e inversiones de capital– estadounidenses. En cambio, vincula el campo montañoso con el atraso, con cultivos estancados como el café, y con un imaginario del mundo “pre-capitalista” y paternalista de la hacienda que, según Nazario, el independentismo habría idealizado. Para fundamentar esta dicotomía, Nazario recurre a la literatura.

Discutiendo con fantasmas

Si bien la literatura es una fuente valiosa para la investigación histórica que, al igual que la historia oral, permite explorar imaginarios que suelen escapar a los datos estadísticos, los documentos oficiales y los discursos políticos, Nazario instrumentaliza este método con fines ideológicos. Mientras analiza a Muñoz Marín y al PPD mediante sus discursos y programas partidarios, la oposición a estos cobra voz a través de las obras literarias de Luis Llorens Torres, Enrique Laguerre o René Marqués. Esto le permite a Nazario falsear la oposición anticolonial, atribuyéndole posiciones conservadoras, estrechas y provincianas –en trabajos posteriores les calificará “tribales”–lxxxi que rechazan el progreso y la modernidad encarnados, según su visión, por la industria azucarera y por Estados Unidos.

Lo anterior lleva a Nazario a afirmaciones erradas y desafortunadas como esta: “Gran parte de la intelligentsia del país, obsesionada con la colonia y con el qué somos, buscó esencias patrias en los campos y no utopías en las urbes, que siempre fueron demasiado abiertas a la diferencia, demasiado movedizas para asentar esencias de personalidad”.lxxxii También le permite sostener que la crítica a la industria azucarera en la década de 1950 “reprodujo los argumentos, cargados de ideología política, de los tiempos de la Depresión [años 1930]”.lxxxiii Dejemos de lado, por ahora, la cuestionable premisa de Nazario que presenta el monocultivo azucarero como fenómeno neutro, natural, o carente de contenido ideológico.

Lo fundamental aquí es destacar cómo el autor ignora la existencia de un movimiento obrero organizado y politizado, así como de una oposición anticolonial con expresiones políticas concretas que trascendían el ámbito literario. Estas fuerzas fueron lo suficientemente relevantes como para que el gobierno colonial y el estadounidense implementaran medidas represivas como la Ley 53 de 1948 (conocida como “la Ley de la Mordaza”) y la extensión de la Ley Taft-Hartley a Puerto Rico, destinadas a neutralizarlas. Sin embargo, en el relato de Nazario, estas fuerzas solo aparecen como interrupciones fugaces y anticlimáticas a la épica muñocista.

Nazario omite que el Partido Nacionalista (PN) y el Partido Independentista Puertorriqueño (PIP) fueron fuerzas políticas significativas que, entre 1930 y 1950, desarrollaron programas políticos con propuestas concretas sobre la agricultura y la industrialización.lxxxiv Tampoco reconoce el papel de la Confederación General de Trabajadores (CGT) –esa fuerza clasista y militante en la que el PPD se apoyó a principios de los años 1940 y luego ayudó a dividir– produjo un programa de avanzada,lxxxv e incluso planteó la cogestión obrera durante la huelga en la fábrica estatal de vidrio en 1945.lxxxvi El autor, en lugar de reconocer en estos movimientos la búsqueda de eso que llama “utopías en las urbes”, las despacha como “huelgas miopes”,lxxxvii apenas mencionadas para atribuirles responsabilidad por el fracaso de las empresas estatales, perdiendo de perspectiva el sabotaje de las clases dominantes coloniales y la reorganización de la división internacional del trabajo en la posguerra.

El último capítulo resulta especialmente revelador en este aspecto, donde se construye un contrapunteo entre Muñoz Marín y el escritor conservador René Marqués sobre el proceso de industrialización y sus consecuencias. Frente al Marqués independentista y “resentido”lxxxviii que se presenta, Muñoz Marín aparece como un liberal “atribulado”lxxxix pero optimista de cara al futuro. Nazario ignora convenientemente que Marqués fue miembro fundador del Movimiento Pro-Independencia (MPI) en 1959, organización que abandonó precisamente por las ideas izquierdistas y socialistas que allí emergían, incompatibles con su conservadurismo. Pero esa falsa dicotomía entre un independentismo conservador y un colaboracionismo progresista –construida sobre las diferencias entre un escritor que no representaba fuerzas políticas reales y los discursos del líder colonial Muñoz Marín– le permite a Nazario ignorar que el independentismo tuvo expresiones progresistas (y aun radicales) que imaginaron y lucharon por “utopías en las urbes” y campos.

Esto lleva a Nazario a atribuciones de responsabilidad histórica erradas y que sirven, más bien, como halagos mal disimulados. Esto ocurre en dos niveles. Primero, Nazario le atribuye a Muñoz Marín una parte desproporcionada de responsabilidad por el colapso de la industria azucarera y la agricultura, valiéndose de un contraste falaz: “Distinto a Marqués, Muñoz, especialmente en la década de 1950, no asignó a Puerto Rico la condición de víctima colonial y asumió –no pasó al invasor– la responsabilidad por los males del progreso”.xc Segundo, al extender esta responsabilidad de manera difusa a lo que denomina “el país” en su conjunto, mediante el vago concepto de lo que llama “la responsabilidad por la tierra”.xci

La adjudicación de responsabilidad individual a Muñoz Marín por el colapso agrícola representa, una vez más, una absolución implícita del capitalismo colonial y de la vulnerabilidad estructural de Puerto Rico ante los intereses geopolíticos estadounidenses y las presiones de su capital. Si bien Muñoz Marín y otros actores políticos merecen su cuota de responsabilidad, esta radica no en haber creado individualmente dicha realidad estructural, sino en haber contribuido a consolidarla mediante su colaboración. Sin embargo, el planteamiento de Nazario va más allá: presenta a Muñoz como paradigma de madurez política en la medida en que este “se resiste a la victimización”xcii y porque “asumió –no pasó al invasor– la responsabilidad por los males del progreso”.xciii Esta operación discursiva no solo mitifica la figura del líder, sino que reduce condicionantes estructurales a una preferencia semántica o un acto de voluntad individual.

Esta lectura sesgada se agrava por la omisión sistemática de las fuerzas políticas y sociales organizadas que desarrollaron proyectos alternativos de país. Al invisibilizar tanto sus propuestas como su represión por parte del gobierno colonial y las autoridades estadounidenses, Nazario es incapaz de reconocer en ellas los momentos concretos donde sectores significativos del país asumieron colectivamente “la responsabilidad por la tierra”, y por tantas cosas más.

Comentarios finales

En El paisaje y el poder (…), Nazario presenta un recuento panorámico de los debates e imaginarios sobre la industria azucarera, la reforma agraria, la agricultura y la industrialización que predominaron en el PPD y entre ciertos intelectuales en las décadas de 1930 a 1950. El trabajo tiene el mérito de una prosa accesible y fluida, que no confunde la erudición con el lenguaje hermético y enrevesado de cierta historiografía académica. Sin embargo, Nazario recuerda al científico social estadounidense cuyo relato abre el libro: se adentra en el paisaje, lo observa, describe fenómenos y examina su pasado, pero al final lo deja tal y como lo encontró.xciv

Al ignorar la realidad estructural de Puerto Rico, Nazario no logra establecer la conexión, por ejemplo, entre las ruinas gemelas de la Central Guánica y las del complejo petroquímico entre Guayanilla y Peñuelas;xcv entre el libre comercio con Estados Unidos, el colapso agrícola, la emigración masiva, el desempleo estructural y la expansión suburbana; entre el reformismo estadounidense de los años 1940, el apoyo a dictaduras en la región caribeña y la destrucción desatada sobre la gente y el paisaje en Vieques y Culebra. Al no identificar los vínculos orgánicos entre fenómenos históricos y sus manifestaciones contemporáneas, el autor ofrece un relato fragmentado que niega a sus lectores las herramientas críticas para entender –y potencialmente transformar– la realidad.

Esta miopía analítica no es casual. Refleja la renuencia de sectores de la intelectualidad puertorriqueña a nombrar claramente al imperialismo, incluso cuando documentan sus estragos hasta la náusea (tendencia agudizada tras el huracán María en 2017). Las razones son diversas, invariablemente desorientadoras y perjudiciales, pero ameritarían una reflexión aparte. Lo cierto es que muchos de nuestros desafíos actuales como país –revitalizar la agricultura, frenar el desparrame urbano, mitigar la destrucción ambiental, entre varios otros– requieren reconocer (y confrontar de algún modo) eso que Gordon Lewis llamó “la conexión estadounidense”.xcvi Esta trasciende el estatus político formal y abarca, también, a las clases dominantes locales forjadas bajo el capitalismo colonial.

Notas

i Un ejercicio más conciso de presentación y reseña de El paisaje y el poder: La tierra en el tiempo de Luis Muñoz Marín fue realizado por Jorge Rodríguez Beruff. Disponible electrónicamente en:

https://www.academia.edu/17573175/Presentaci%C3%B3n_del_libro_de_Rub%C3%A9n_Nazario_Velasco_El_paisaje_y_el_poder_la_tierra_de_Luis_Mu%C3%B1oz_Mar%C3%ADn_San_Juan_Ediciones_Callej%C3%B3n_2014_

ii Raúl Guadalupe de Jesús, “Irracionalismo, compromiso intelectual y el naturalismo crítico (Notas sobre la formación intelectual en la colonia)” en El evangelio de Makandal y los hacedores de la lluvia: Ensayos sobre literatura, historia y política del Caribe, San Juan, Editorial Tiempo Nuevo, 2015, pp. 271-272 de pp. 259-284. También disponible en: https://rebelion.org/irracionalismo-compromiso-intelectual-y-el-naturalismo-critico/

iii Ibid., p. 270.

iv Ángel Quintero Rivera, “La ideología populista y la institucionalización universitaria de las ciencias sociales” en Silvia Álvarez Curbelo y María Elena Rodríguez Castro (eds), Del nacionalismo al populismo: Cultura y política en Puerto Rico, Río Piedras, Ediciones Huracán, 1993, pp. 107-146; también, véase Michael Lapp, “The Rise and Fall of Puerto Rico as a Social Laboratory, 1945-1965” en Social Science History, 19:2, verano de 1995, pp. 169-199.

v Gabriel Rockhill, “Foucault, Anti-Communism & The Global Theory Industry: A Reply to Critics”, The Philosophical Salon, 1 de febrero de 2021, disponible electrónicamente en: https://thephilosophicalsalon.com/foucault-anti-communism-the-global-theory-industry-a-reply-to-critics/

vi Gordon K. Lewis, “Dependence Without End” en Times Literary Supplement, 21 de septiembre de 1984, p. 1049.

vii Rubén Nazario Velasco, El paisaje y el poder: La tierra en el tiempo de Luis Muñoz Marín, Ediciones Callejón, San Juan, 2014, p. 356.

viii Ibid., p. 344.

ix Rafael Picó, Nueva geografía de Puerto Rico, Río Piedras, Editorial de la UPR, 1975, p. 1.

x James Dietz, Historia económica de Puerto Rico, Río Piedras, Ediciones Huracán, [1986] 1989, p. 45.

xi Fueron consultados los censos agrícolas de los años 1950 y 1974, disponibles electrónicamente en: https://estadisticas.pr/en/inventario-de-estadisticas/censo-de-agricultura

xii Ibid., p. 278.

xiii Dpto. del Trabajo y Recursos Humanos (DTRH), Negociado de Estadísticas del Trabajo, “Serie histórica de empleo y desempleo [en] Puerto Rico, Promedio años naturales 1970-2010”, p. 8. Disponible electrónicamente:

https://estadisticas.pr/files/Inventario/publicaciones/DTRH_Serie_Historica_Empleo_Desempleo_1970_2010.pdf

xiv Dietz, op. cit., p. 294. Entre 2014 y 2024, la tasa de participación laboral ha aumentado paulatinamente del 39.8% al 44.5% en el contexto de una población decreciente. Véase DTRH, “Empleo y desempleo en Puerto Rico”, marzo de 2025, p. 10. Disponible electrónicamente en:

http://www.mercadolaboral.pr.gov/lmi/pdf/Default/Grupo%20Trabajador/EMPLEO%20Y%20DESEMPLEO%20EN%20PUERTO%20RICO.pdf

xv Instituto de Estadísticas de Puerto Rico, Seguridad alimentaria en Puerto Rico, 2015, p. 34. Los datos corresponden al Dpto. de Agricultura. Disponible electrónicamente en:

https://estadisticas.pr/files/Publicaciones/Seguridad%20Alimentaria%20en%20Puerto%20Rico%20-%20Final%20%28300519%29.pdf

xvi Nazario Velasco, El paisaje y el poder …, p. 15.

xvii Ibid., p. 357.

xviii Ibid., p. 16.

xix Dietz, op. cit., p. 164. Para Dietz, el marco jurídico colonial garantizaba que Puerto Rico “comerciaría casi exclusivamente con los Estados Unidos”.

xx César J. Ayala, “La formación del capital local en Puerto Rico, 1947 al presente” en Revista de Ciencias Sociales, núm. 18, 2008, p. 114 de pp. 104-149.

xxi Véase Ruy Mauro Marini, “Dialéctica de la dependencia” [1973] en América Latina, dependencia y globalización, Buenos Aires, Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales (CLACSO) y Siglo XXI, 2015, pp. 135-143 de pp. 107-150.

xxii Ayala, Ibid., p. 106.

xxiii Véase José L. Bolívar Fresneda, Guerra, banca y desarrollo: El Banco de Fomento y la industrialización de Puerto Rico, 1942-1948, San Juan, Fundación Luis Muñoz Marín, 2012.

xxiv Vania Bambirra, El capitalismo dependiente latinoamericano, México, D.F., 1978, p. 8. Esta definición, adoptada por Bambirra, corresponde a Theotonio Dos Santos.

xxv Ibid., p. 28.

xxvi Ibid., p. 132.

xxvii Gordon K. Lewis, Puerto Rico: Freedom and Power in the Caribbean, Nueva York, Monthly Review Press, 1963, p. 18. Original en inglés, traducción mía.

xxviii Nazario Velasco, El paisaje y el poder …, pp. 27, 75, 346 y 364.

xxix Ibid., p. 19.

xxx Ibid., p. 231.

xxxi Ibid., p. 257.

xxxii Ibid., p. 356.

xxxiii Ibid., p. 357.

xxxiv Ibídem.

xxxv Ibid., p. 17. También, véase César Ayala y Rafael Bernabe, Puerto Rico en el siglo americano: su historia desde 1898. Trad. de Aurora Lauzardo Ugarte, San Juan, Ediciones Callejón, 2011, pp. 266-267.

xxxvi Véase Ayala, “La formación de capital local en Puerto Rico, 1947 al presente” en Revista de Ciencias Sociales, núm. 18, 2008, pp. 104-149.

xxxvii Nazario Velasco, El paisaje y el poder …, p. 268.

xxxviii Ibid., p. 257.

xxxix En otra parte Nazario reconoce esto, aunque sin derivar de ello todas las conclusiones que podría, ni vincularlo con la inexistencia de una burguesía agraria no azucarera: “Los comestibles producidos en el continente eran generalmente más baratos que los producidos localmente, y bajo el régimen de libre comercio con Estados Unidos, Puerto Rico no podía proteger sus productos mediante la imposición de aranceles. […] Así el tema del agro no era solo económico, era político” en El paisaje y el poder …, p. 36.

xl Véase Carlos Zapata, “El contratista y la constitución: Leonard Darlington Long y la conspiración contra la constitución del Estado Libre Asociado (1951-1952)” en Fernando Picó (ed), Luis Muñoz Marín: Perfiles de su gobernación, San Juan, Fundación Luis Muñoz Marín, 2003, pp. 229-276.

xli Véase Aníbal Sepúlveda Rivera, “Viejos cañaverales, casas nuevas: Muñoz versus el síndrome Long” en Picó (ed), op. cit., pp. 167-208.

xlii Frantz Fanon, Los condenados de la tierra, México, Fondo de Cultura Económica [1961] 1983, p. 21.

xliii Nazario Velasco, El paisaje y el poder …, p. 356.

xliv Ibid., p. 143.

xlv Ibid., p. 136.

xlvi Ibid., p. 234.

xlvii Rexford G. Tugwell, The Stricken Land: The Story of Puerto Rico, Doubleday & Company, Inc., Nueva York, 1947, p. 148.

xlviii Bolívar Fresneda, “La economía de Puerto Rico durante la Segunda Guerra Mundial: ¿Capitalismo Estatal o economía militar?” en Op. Cit., núm. 18, 2007-2008, p. 245 de pp. 197-248.

xlix Nazario Velasco, El paisaje y el poder …, p. 212.

l César J. Ayala y Bolívar Fresneda, Battleship Vieques: Puerto Rico from World War II to the Korean War, Markus Wiener Publishers, Nueva Jersey, 2011, p. 89.

li Ibid., p. 62.

lii Ibid., p. 58.

liii Ibid., p. 164.

liv Cruz Cordero Ventura, Vieques: Sesenta años de bombardeos en tiempos de paz, s.e., Vieques, 2001, p. 67.

lv Pedro Albizu Campos, “Colaboradores asienten tácitamente al crimen en Vieques”, El Imparcial, 12 de enero de 1948, pp. 1 y 38, reproducido en Benjamín Torres, Benjamín E. Torres y Edgardo Torres (eds), Pedro Albizu Campos. Obras Escogidas. 1936-1954. Volumen III, San Juan, Editorial Jelofe, 2022, p. 205 de pp. 205-212.

lvi Carlos “Taso” Zenón, Memorias de un pueblo pobre en lucha: Manual de lucha para los jóvenes que quieren transformar a Puerto Rico, San Juan, Editorial Antillano, 2018, pp. 28-29.

lvii Ayala y Bolívar Fresneda, Battleship Vieques …, pp. 90-91. Además, véase Arturo Meléndez López, La batalla de Vieques, Río Piedras, Editorial Edil, 1989, pp. 67 y ss.

lviii Ayala y Bolívar Fresneda, “Entre dos aguas: economía, sociedad e intervención estatal en Vieques, 1942-1948” en Revista de Ciencias Sociales, núm. 13, 2004, p. 63 de pp. 52-79.

lix Ibid., p. 66.

lx Ayala y Bolívar Fresneda, “Vieques: El impacto de la Segunda Guerra Mundial” en Bolívar Fresneda y Jorge Rodríguez Beruff (eds), Puerto Rico en la Segunda Guerra Mundial: Baluarte del Caribe, San Juan, Ediciones Callejón, 2012, pp. 322-324 de pp. 315-327.

lxi Charles T. Goodsell, Administration of a Revolution: Excecutive Reform in Puerto Rico under Governor Tugwell, 1941-1946, Massachusetts, Harvard University Press, 1965, p. 182.

lxii Nazario Velasco, El paisaje y el poder …, pp. 236-237.

lxiii Me refiero a las actas de la reunión del 11 de octubre de 1961 entre Muñoz Marín, su ayudante Heriberto Alonso, el secretario de defensa McNamara y el secretario adjunto de la Marina, Kenneth LeBleu. También al memorándum de Muñoz Marín a Kennedy del 28 de diciembre de 1961. Ambos documentos se reproducen íntegramente en Néstor R. Duprey Salgado, Crónica de una guerra anunciada, San Juan, Editorial Cultural, 2002. También, véase Evelyn Vélez Rodríguez, Proyecto V-C. Negociaciones secretas entre Luis Muñoz Marín y la Marina. Plan Drácula, Río Piedras, Editorial Edil, 2002.

lxiv Véase José Colón Rivera, Félix Córdova Iturregui y José Córdova Iturregui, El proyecto de explotación minera en Puerto Rico (1962-1968): Nacimiento de la conciencia ambiental moderna, Río Piedras, Ediciones Huracán, 2014. También, véase Neftalí García, “Cronología del plan de explotación minera en Puerto Rico”, 17 de abril de 2025, Rumbo Alterno. Disponible electrónicamente en: https://rumboalterno.net/2025/04/cronologia-del-plan-de-explotacion-minera-en-puerto-rico/

lxv Véase Ayala y Bolívar Fresneda, Battleship Vieques …, p. 161 y Duprey Salgado, op. cit., p. 149.

lxvi Nazario Velasco, El paisaje y el poder …, p. 135.

lxvii Ibid., pp. 141-142.

lxviii Ibid., p. 154.

lxix Ibídem.

lxx José Enamorado Cuesta, El imperialismo yanqui y la revolución en el Caribe, San Juan, Editorial Campos, 1936, p. 238.

lxxi Nazario Velasco, El paisaje y el poder …, p. 136.

lxxii Eric Paul Roorda, The Dictator Next Door: The Good Neighbor Policy and the Trujillo Regime in the Dominican Republic, 1930-1945, Durham y Londres, Duke University Press, 1998, p. 181.

lxxiii Ibid., p. 239.

lxxiv Ramón Emeterio Betances, “La abolición de la esclavitud en Puerto Rico y el gobierno radical y monárquico de España” (1873), Obras completas, vol. 4, San Juan, Zoom Ideal, p. 244.

lxxv Lewis, Puerto Rico: Freedom and Power …, p. 81.

lxxvi En un trabajo anterior relacionado a este mismo tema, Nazario fue más explícito sobre el particular. En su crítica a la reforma agraria y a los intentos de reformar la industria azucarera, dijo entonces: “¿No intentó [Muñoz Marín] revertir el fáustico proceso de desarraigo de la tierra, devolvérsela al excampesino, en una especie de historia de “The Making of the English Working Class” [La formación de la clase obrera en Inglaterra] de E.P. Thompson pero al revés?”, en Nazario Velasco, “Pan, casa, libertad: De la reforma agraria a la especulación inmobiliaria” en Picó (ed), op. cit., p. 155 de pp. 144-164.

lxxvii Nazario Velasco, El paisaje y el poder …, p. 42.

lxxviii Ibid., p. 357.

lxxix Samir Amin, El eurocentrismo: crítica de una ideología, México, D.F., Siglo XXI Editores, 1989, p. 115.

lxxx Me refiero, por ejemplo, a Balada de otro tiempo (1978) y La llegada (1980).

lxxxi Me refiero a un libro más reciente de Nazario: La historia de los derrotados: Americanización y romanticismo en Puerto Rico, 1898-1917, San Juan, Ediciones Laberinto, 2019. A propósito de este, Héctor Meléndez publicó recientemente un libro de reflexión crítica partiendo del texto de Nazario: Puerto Rico anexado, Puerto Rico nacional-popular (Intelectuales e imperialismo), San Juan, Publicaciones Gaviota, 2025.

lxxxii Nazario Velasco, El paisaje y el poder …, p. 364.

lxxxiii Ibid., p. 253.

lxxxiv Estos documentos no son de difícil acceso. Pueden consultarse en los tomos I y II del volumen I de Reece B. Bothwell González, Puerto Rico: Cien años de lucha política, San Juan, Editorial de la UPR, 1979.

lxxxv Véase “Programa y táctica de lucha (Libro azul de la C.G.T.)” en Homines, vol. 13, núm. 1, febrero-julio de 1989, pp. 230-235.

lxxxvi Kenneth Lugo del Toro, Nacimiento y auge de la Confederación General de Trabajadores 1940-1945, San Juan, Universidad Interamericana de Puerto Rico, 2013, p. 304.

lxxxvii Nazario Velasco, El paisaje y el poder …, p. 223.

lxxxviii Ibid., p. 353.

lxxxix Ibídem.

xc Ibid., p. 354.

xci Ibid., p. 19.

xcii Ibid., p. 354.

xciii Ibídem.

xciv Nazario inicia su relato con una traducción de un fragmento del antropólogo estadounidense Sidney Mintz, que realizó un estudio etnográfico en Santa Isabel, Puerto Rico, entre 1948 y 1949.

xcv Este contraste fue señalado por Ayala y Bernabe, op. cit., p. 273.

xcvi Lewis, Notes on the Puerto Rican Revolution: An Essay on American Dominance and Caribbean Resistance, Nueva York, Monthly Review Press, 1974, p. 236.

Guillermo Morejón Flores es historiador.

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