A lo largo de la historia, los pueblos han enfrentado la opresión y la injusticia de dos maneras fundamentales: alzándose en armas o promoviendo la transformación mediante el pensamiento crítico y la organización pacífica. Panamá, un país con una trayectoria marcada por luchas por la soberanía y la desigualdad, enfrenta hoy una encrucijada: ¿es momento de empuñar las armas o de agudizar el intelecto para cambiar su realidad?
Los referentes históricos ofrecen valiosas enseñanzas. En el siglo XVIII, la Ilustración europea iluminó el camino de la razón y el diálogo como fuerzas revolucionarias. Pensadores como Voltaire, Rousseau y Montesquieu defendieron la libertad, la justicia y la soberanía popular desde la palabra y el pensamiento. Este movimiento fue clave para el surgimiento de sistemas democráticos y derechos civiles, sin recurrir a la violencia extrema, aunque reconoció la legitimidad de la resistencia frente a la tiranía.
Sin embargo, también hay momentos en que la lucha armada se consideró necesaria para alcanzar la emancipación. En América Latina, las guerras de independencia del siglo XIX —lideradas por figuras como Simón Bolívar y José de San Martín— enfrentaron a los imperios coloniales con conflictos bélicos, sacrificios y estrategias militares. En Panamá, la separación de Colombia en 1903, aunque respaldada por sectores políticos y económicos, incluyó episodios de tensión y resistencia que evidencian que la soberanía no se conquista solo con palabras.
El siglo XX dejó una enseñanza clara: la violencia puede acarrear consecuencias duraderas, como la polarización social, el autoritarismo y la pérdida de derechos civiles. La invasión estadounidense de 1989, destinada a derrocar a Manuel Noriega, es ejemplo de cómo el uso de la fuerza puede convertirse en un arma de doble filo, afectando a la población civil y dejando heridas profundas en el tejido social.
Hoy persisten injusticias estructurales: corrupción, desigualdad social, crisis educativa y falta de oportunidades golpean a la mayoría. Pero la respuesta no debe ser ni la violencia ni la apatía, sino la reflexión crítica y la acción organizada. La historia reciente demuestra que los movimientos sociales que han logrado cambios significativos en Panamá —desde la defensa de la educación hasta las reivindicaciones laborales— han recurrido a la palabra, la protesta pacífica y la construcción de alianzas. Destacan las manifestaciones estudiantiles por una educación pública de calidad en 2018, las protestas de trabajadores de la salud por mejores condiciones laborales, y las movilizaciones ciudadanas contra la corrupción, que han obligado al Estado a responder y replantear políticas.
Aunque esos movimientos no han resuelto todos los problemas, han conseguido avances importantes: las protestas estudiantiles lograron mayor presupuesto educativo y revisión de políticas públicas; los trabajadores de la salud obtuvieron mejoras laborales; y las movilizaciones contra la corrupción impulsaron investigaciones, destituciones y reforzaron la vigilancia ciudadana. Estos logros evidencian que la protesta organizada y pacífica puede generar transformaciones reales, aunque el camino exija perseverancia y unidad.
Más allá de las circunstancias externas, la transformación profunda comienza en cómo nos percibimos como pueblo. Si nos vemos como víctimas indefensas, condenadas a la corrupción y la injusticia, será difícil encontrar la fuerza para cambiar. Modificar Panamá implica, ante todo, cambiar nuestra mirada sobre nosotros mismos, reconociendo nuestra capacidad para construir y resistir desde la dignidad y el conocimiento. La revolución que necesita el país es, en esencia, una revolución del pensamiento propio, un despertar del valor y la confianza colectiva.
Tomar las armas no garantiza justicia ni libertad. En cambio, cultivar el pensamiento crítico y fomentar la participación ciudadana puede transformar las estructuras desde la raíz. La Ilustración nos recuerda que el conocimiento es poder, y que la verdadera revolución despierta conciencias, promueve la educación y estimula el diálogo. La resistencia pacífica, como lo demostraron Mahatma Gandhi en India y Martin Luther King en Estados Unidos, puede derrocar regímenes opresivos sin derramar sangre.
Panamá, como país puente y de rica diversidad cultural, tiene el potencial de liderar una revolución del pensamiento. La educación debe convertirse en nuestra principal arma, porque sin formación crítica cualquier cambio será efímero. La organización ciudadana, la transparencia y el compromiso ético son herramientas fundamentales para construir un país más justo.
Por supuesto, el pensamiento sin acción
carece de eficacia. Pero la acción debe ser consciente, estratégica y
sustentada en valores democráticos. La historia enseña que las
revoluciones más duraderas son aquellas que equilibran pensamiento y
praxis, teoría y organización.
En consecuencia, Panamá no debe tomar
las armas, sino la palabra, el libro, la crítica y la solidaridad. Debe
pensar para no repetir errores y evitar la trampa de la violencia, que
solo genera más sufrimiento. Debe pensar para construir un futuro donde
la justicia deje de ser un sueño y se convierta en realidad tangible.
El momento es ahora. El camino, el del conocimiento y la unidad. Porque la verdadera fortaleza de un pueblo no reside en sus armas, sino en su capacidad para pensar, cuestionar y transformar.
Indhira Londoño. Profesora de filosofía