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Adolfo Gilly: revolucionario e historiador de los mil caminos

Fuentes: Rebelión

“También en la lucha de clases hay que saber ser alumno, sin pretender ser maestro”

Adolfo Gilly

Nacido un 25 de agosto de 1928 en Buenos Aires, Argentina, y bautizado inicialmente con el nombre de Adolfo Atilio Malvagni Gilly, los avatares del destino hicieron que su apellido público sea el materno y que, en 1982, termine nacionalizándose mexicano. Marxista convicto y confeso, historiador autodidacta, periodista de crónicas magistrales donde puso toda la sangre en sus ideas, militante revolucionario e internacionalista incansable, exiliado en reiteradas ocasiones y preso político durante seis años, artífice de varias apuestas organizativas y fundador de revistas de izquierda anticapitalista en la región, profesor de la UNAM a lo largo de más de tres décadas e investigador apasionado de lo que supo llamar el “siglo del relámpago”, el pasado 4 de julio nos dejó, con tan solo 95 años, quien fuera una de las figuras intelectuales más emblemáticas de América Latina. Le faltó poco para llegar a festejar el centenario de vida, como sí alcanzó a hacerlo el querido Don Pablo González Casanova.

Ayudándole con la escritura inicial de su autobiografía, alguna vez el viejo Guillermo Almeyra nos compartió sus intrépidas andanzas junto a un lampiño, delgado y pálido Adolfo, que hacía gala de bohemio con su distintivo moño al cuello; desde aquellos primeros pasos dados como inquietos adolescentes en la búsqueda de espacios donde canalizar la rebeldía juvenil, hasta las misiones semiclandestinas y transatlánticas asignadas por el Buró Latinoamericano de la Cuarta Internacional, en un mundo signado por revoluciones anómalas, asonadas golpistas, huelgas generales y amenazas de guerra nuclear. Quiso el destino que su partida se produzca casi en simultáneo al trágico deceso del cusqueño Hugo Blanco, ese otro militante excepcional cuyo derrotero -de un precoz activismo trotskista en Buenos Aires a la organización sindical de las luchas campesinas en los Andes, pasando por una similar reclusión en la cárcel y la posterior reivindicación común de la capacidad autoemancipatoria de los pueblos indígenas- tiene enormes afinidades y puntos de contacto con el itinerario teórico-político del propio Gilly.

Su ajetreada vida bien podría ser plasmada en una de esas novelas donde realidad y ficción se entretejen y confluyen. El arte de narrar, de seguir huellas, auscultar fuentes e identificar indicios, de rescatar del olvido relatos, crónicas y testimonios de lucha, cual trovador o juglar vagabundo, era sin duda una de sus mayores pasiones como historiador integral. Pero Adolfo no se contentaba meramente con reconstruir y narrar -por cierto, de manera paciente y minuciosa, como un verdadero orfebre- los acontecimientos del pasado, sino que pretendía también torcer el rumbo de esos “instantes de peligro” que latían en el presente, ya que, en sus propias palabras, “es en la historia (en cada historia) y en su tejido de relaciones de dominación y dependencia, donde se puede descifrar el código genético de cada revolución”. Cepillar, pues, la historia “a contrapelo”, para quebrantar el sentido de la inevitabilidad y bifurcar senderos, ensayando alternativas frente a todo lo estatuido, para prefigurar aquí y ahora esos otros mundos posibles, desde una praxis colectiva que lograse tomar su fuerza de la memoria subterránea de las y los vencidos, aunque no con el afán de restaurar un pasado remoto, sino  de ampliar la imaginación política y revitalizar la esperanza como motor utópico de transformación radical de la realidad; tal fue su obsesión militante.

Siendo un adolescente, Adolfo se inició en la militancia dentro de la Agrupación Socialista de Estudiantes Secundarios en la Escuela Normal Mariano Acosta, donde editó junto a otros jóvenes la revista Rebeldía, en la que hizo su primera experiencia como escritor. Este tránsito por las filas de la Juventud Socialista no durará mucho tiempo. Disgustados ante la herejía de ver publicados en ella ciertos textos demasiado “izquierdistas”, la dirección del Partido decidirá clausurar la revista y confiscar su cuarto número. Amante de la poesía surrealista, desde 1946 va a frecuentar una de las tantas Casas del Pueblo que abundan en los barrios de la ciudad de Buenos Aires. Con el objetivo de caracterizar al capitalismo dependiente argentino, junto a Guillermo Almeyra publicará un año más tarde un folleto firmado con el pseudónimo de “Estrada”, apellido que toma de quien era en ese entonces arquero del popular club Boca Juniors.

Sin embargo, las desavenencias con la orientación reformista del Partido Socialista lo llevan a distanciarse de él -como consecuencia de una expulsión sufrida a raíz de su “indisciplina”- para confluir en una nueva organización que ayuda a crear con otros activistas de izquierda, y a la que bautizan Movimiento Obrero Revolucionario. El principal referente de esta efímera agrupación era Esteban Rey, un abogado y dirigente con creciente influencia en el norte argentino, en particular dentro de la FOTIA y los ingenios azucareros. Paralelamente, el joven Gilly toma una decisión que lo marcará de por vida: adherir al trotskismo para sumarse, a finales de esa misma década, a la corriente liderada por Homero Cristalli (más conocido bajo el pseudónimo de Jaime Posadas).

Desde ese centro gravitacional participa de las luchas del combativo movimiento obrero argentino, hasta que la persecución política y las exigencias de su militancia en la Cuarta Internacional lo fuercen a emigrar e involucrarse en diversos procesos gestados tanto en América Latina como en Europa: desde la Bolivia posrevolución de 1952 (donde activa en el POR y llega a vivir cuatro años) a la Cuba sumida en la crisis de los misiles (de la que sale amargamente expulsado poco más tarde), pasando por la Italia “operaista” de comienzos de los años ’60, y una convulsionada Guatemala que aún conservaba latente, cual tizón encendido, la truncada experiencia del gobierno de Jacobo Árbenz, y en la que ya despuntan varias apuestas guerrilleras.  

Asiduo colaborador de periódicos y revistas de la nueva izquierda, entre ellas Marcha de Uruguay, Arauco de Chile y Montly Review de los Estados Unidos, en sus notas (firmadas por lo general con el pseudónimo de “Héctor Lucero”) retrata con un estilo inigualable algunos de los acontecimientos más importantes de la segunda mitad del siglo XX. Una parte importante de estos artículos serán compilados, muchos años más tarde, en dos sendos tomos bajo el sugerente título de Por todos los caminos, frase que retomará de la libertaria francesa Louis Michel, quien la lanza en prisión luego de la derrota de la Comuna de París sufrida en mayo de 1871, para arengar -desde el optimismo de la voluntad- en favor del retorno inevitable de la lucha revolucionaria por los múltiples y sinuosos senderos del andar colectivo.

Producto de su estrecho vínculo con una de las organizaciones armadas guatemaltecas, el Movimiento Revolucionario 13 de Noviembre (MR-13, liderado por Augusto Vicente Loarca y Marco Antonio Yon Sosa), en 1965 publica el libro El movimiento guerrillero en Guatemala, con prólogo a cargo de Leo Huberman y Paul Sweezy, el cual tiene gran difusión en América Latina e incluso es traducido al inglés. Este mismo año sale además Cuba: coexistencia o revolución, una sistematización de sus notas y agudas reflexiones acerca de las vicisitudes en la isla, producidas durante su estancia entre 1962 y 1963, y editadas también en castellano e inglés, que incluyen entre muchos temas candentes una crítica furibunda de la “coexistencia pacífica”, la cuestión de la vida cotidiana en tiempos de revolución, un análisis de la inestable “dialéctica de la igualdad y de la diferenciación social” inherente a este tipo de coyunturas, los dilemas de la reforma agraria y de la planificación estatal, el peligro del burocratismo, así como las tensiones y el acalorado debate que lanza el Che en torno a los estímulos morales, el hombre nuevo y la transición al socialismo. En sus páginas iniciales deja en claro cuál es el propósito principal de este material producido al calor de los acontecimientos: “Este trabajo quiere ser y es diferente de la mayoría de lo que se publica corrientemente sobre Cuba. Colocado incondicionalmente del lado de la revolución, nada tiene que ver, sin embargo, con las visiones turísticas de la revolución, con las idealizaciones almibaradas y vacías de un proceso revolucionario, rico y contradictorio como la vida misma”.

Su apoyo activo hacia la lucha armada en Centroamérica y el oficiar de “enlace” entre el POR (Trotskista) y el MR-13 guatemalteco, hace que sea encarcelado a las dos semanas de su arribo a territorio mexicano. Allí padece seis años de encierro, recluido entre 1966 y 1972 en la cárcel de máxima seguridad de Lecumberri. Como preso político, en la “celda 16 de la crujía N” profundiza en el estudio del marxismo y escribe una de sus obras más originales y emblemáticas: La revolución interrumpida, libro que renueva completamente el debate sobre la revolución mexicana, brindando luz además acerca de eventos y luchas poco exploradas hasta ese entonces por la historiografía hegemónica, como la experiencia de la Comuna de Morelos. Definida por él como “el episodio más trascendente de la revolución”, esta apuesta de autogobierno desplegada desde abajo por las comunidades zapatistas implicó una nueva estructura de poder popular, en base a la creación de una sociedad igualitaria de raíz campesina y colectiva, en plena guerra civil y apogeo insurreccional. Inspirado en la Historia de la revolución rusa de León Trotsky y la teoría del desarrollo desigual y combinado, Gilly retoma aquí su hipótesis en torno a una larga e intensa “curva”, que permite comprender y dotar de inteligibilidad al proceso revolucionario. De ahí que -ejercicio de traducción mediante- identifique como hito fundamental del momento de auge a la ocupación de la ciudad de México, por parte de los ejércitos de Villa y Zapata, durante diciembre de 1914, tras lo cual la revolución traza una curva descendente. 

Ni bien es liberado en 1972, lo deportan a Europa, donde vive durante cuatro años entre el territorio galo e Italia. En París participa orgánicamente de la sección “posadista” de la Cuarta Internacional, de la que un año y medio más tarde toma distancia por su excesiva rigidez y sectarismo. Ya retornado a México, impulsa la creación del Partido Revolucionario de los Trabajadores (PRT), se incorpora como profesor en la UNAM y en 1977 funda con otros intelectuales marxistas -entre ellos, su amigo y compañero de militancia Guillermo Almeyra- Coyoacán. Revista marxista latinoamericana. De aparición trimestral y publicada por la Editorial El Caballito, en ella difunde numerosos artículos y notas sobre de la realidad mexicana, regional y mundial. Durante estos años, colabora con otras revistas y periódicos de izquierda como Unomásuno y Cuadernos Políticos, donde publica en 1980 uno de sus textos de análisis de relación de fuerzas de mayor alcance y repercusión continental: “La reorganización de la clase obrera latinoamericana”. Asimismo, ese año sintetiza su método y visión acerca de la Historia en el ensayo “La historia como crítica o como discurso del poder”, incluido en la compilación Historia, ¿para qué?, hoy devenida un clásico de la historiografía crítica, donde también se incluyen textos de, entre otros, Luis Villoro, Guillermo Bonfil Batalla, Carlos Monsiváis y Carlos Pereyra.

El triunfo de la revolución sandinista en Nicaragua y la ofensiva del Frente Farabundo Martí en El Salvador tendrán un alto impacto en su caracterización de la lucha de clases y las perspectivas de un horizonte liberador en Centroamérica. Reivindicando un “marxismo radical” como corriente histórica que postula la actualidad de la revolución socialista, la ruptura del movimiento obrero con el Estado y su autoorganización independente, pero sin dejar de reconocer que el destino de los procesos emancipatorios suele sobrepasar las previsiones teóricas, visitará las tierras de Augusto César Sandino a los pocos meses de la insurrección del 19 de julio de 1979. La Nueva Nicaragua (antimperialismo y lucha de clases) es un libro que publica en 1980 e incluye una detallada interpretación del proceso allí vivido y de sus contradicciones y enormes desafíos. Poniendo el foco en lo que define como “su principal punto de fuerza”, esto es, “la destrucción del viejo ejército y del viejo Estado mediante la combinación entre lucha armada, la huelga general y la insurrección”, Gilly dirá que la revolución nicaragüense desmiente tanto las concepciones “sustitucionistas” pregonadas por ciertas organizaciones guerrilleras, como las versiones del reformismo que reniegan de la confrontación político-militar.

En sintonía con estos trabajos, en 1981 compilará una serie de artículos en formato de libro, bajo el título de Guerra y política en El Salvador. La agudización de la guerra, la contraofensiva enemiga financiada por el imperialismo yanqui, el cansancio en las masas, la primacía del dogmatismo y la trágica deriva militarista en el seno de ciertas organizaciones revolucionarias, serán analizados en sucesivos artículos publicados en diversos periódicos mexicanos. En uno de ellos, “El suicidio de Marcial”, apenado y con profunda hondura ético-política, se preguntará por los motivos que llevaron al comandante Marcial (Salvador Cayetano Carpio), máximo referente de las Fuerzas Populares de Liberación, a quitarse la vida. Su confusa muerte se produjo inmediatamente tras tomar conocimiento del asesinato en Managua de la comandanta Ana María, el 6 de abril de 1983, a manos de un sector disidente de la misma organización que ella lideraba. Partiendo de la convicción de que “solo la verdad es revolucionaria”, Gilly reniega del argumento “siempre falaz” de que discutir a fondo este tipo de actos beneficia al enemigo, por lo cual exige una explicación pública ante este hecho doblemente atroz, no sin dejar de lamentarse por “la falta de tradiciones democráticas arraigadas en la sociedad y en las organizaciones revolucionarias, agravada por la verticalización de la vida interna impuesta por la vida militar”, donde “la lógica de las masas de la revolución ha sido sustituida paulatinamente por la lógica implacable de la guerra”. 

Luego de la derrota de la guerra de Malvinas -a la que le define como “una guerra del capital”, cuestionando las lecturas predominantes en la época, que la caracterizan desde un prisma anticolonial y antiimperialista- y tras la caída de la dictadura en Argentina, se abre un período de relativa apertura democrática, ebullición militante y debate público en su país de origen. En este marco, y a instancias de un grupo de militantes de izquierda entre los que despunta Eduardo Lucita, se produce un intercambio epistolar que involucra a un conjunto de compatriotas radicados en México, Italia y Venezuela, al cabo del cual se decide editar una revista teórico-política, bajo la coordinación de un comité editor integrado por una pléyade de activistas e intelectuales de raigambre marxista. Cuadernos del Sur sale a la calle en 1985 y tiene a Adolfo Gilly como uno de sus miembros fundadores más conspicuos. En sus números iniciales publicará dos de los artículos que mayor resonancia tendrán en Argentina, siendo difundidos en simultáneo en las páginas de Coyoacán: “La mano rebelde del trabajo” y “La anomalía argentina (Estado, corporaciones y trabajadores)”. Este último texto, sobre todo, sentará precedente en los estudios historiográficos e investigaciones críticas que dotan de centralidad a las comisiones internas y los cuerpos de delegados creados en las fábricas, vislumbrando allí la capacidad autoorganizativa y potencialidad de lucha de la clase obrera.

De acuerdo a su lectura, la hipótesis principal que permite entender esta particularidad es que dicha anomalía “surge ubicada en el núcleo de la dominación celular cuya sede es el ámbito de la producción, el lugar donde se produce y extrae el plusproducto, el punto de contacto y fricción permanente entre el capital y el trabajo asalariado en la sociedad capitalista, el proceso de trabajo que es el soporte material de la autovalorización del capital. Esta anomalía consiste en que la forma específica de organización sindical politizada de los trabajadores en el nivel de la producción no sólo obra en defensa de sus intereses económicos dentro del sistema de dominación -es decir, dentro de la relación salarial donde se engendra el plusvalor-, sino que tiende permanentemente a cuestionar (potencial y también efectivamente) esa misma dominación celular, la extracción del plusproducto y su distribución y, en consecuencia, por lo bajo el modo de acumulación y por lo alto el modo de dominación específicos cuyo garante es el Estado”.  

Sin negar esta originalidad de las comisiones internas en Argentina, en otros trabajos Gilly matizará su carácter excepcional o anómalo, intentando dar cuenta, a la vez, de ciertos rasgos comunes que emparentan a este tipo de instancia organizativa con otras experiencias de autoactividad de la clase trabajadora frente a la autoridad despótica del capital. La ponencia “Democracia obrera y consejos de fábrica: Argentina, Bolivia, Italia”, elaborada para unas Jornadas realizadas en Puebla y publicada en 1980 en la compilación Movimientos populares y alternativa de poder en Latinoamérica, indaga por ejemplo en las afinidades entre los sindicatos mineros creados en territorio boliviano tras la revolución de 1952 y aquel tejido forjado por los cuerpos de delegados en las fábricas argentinas durante tres décadas (1945-1975). De ahí que se encargue de aclarar que, si bien estas luchas tenían un enemigo común, se presentaban “de manera diferente en ambos casos” porque ellas no provenían “de un razonamiento teórico ni del programa de un partido marxista, sino de la experiencia empírica de la clase obrera de cada país (…) potencialmente capaz de manifestar su pensamiento y su voluntad colectivos y autónomos”.

El ser organismos surgidos desde abajo, basarse en un funcionamiento asambleario y estar ligados a luchas por formas diversas de control y poder de decisión de los productores directos en su lugar de trabajo (aunque también en sus barrios y entornos inmediatos de reproducción social), implica concebirlos como ámbitos de educación revolucionaria, donde la clase ejercita su propia democracia y soberanía a contramano de la lógica estatal. Gilly concluirá reafirmando que “la clase obrera debe encontrar su propia política histórica”, asumiendo que ella no es “pura” ni “homogénea”, por lo cual, además contemplar sus diversos niveles de conciencia y organización de país a país (e inclusive dentro de cada país), y de generar anticuerpos frente a la influencia que pueda tener la ideología dominante sobre ella o su grado de integración en el Estado, es preciso “descubrir, individualizar, estudiar y generalizar los rasgos del futuro” presentes “desde ya en la realidad de la experiencia”.

Durante 1986 y 1988 participará activamente de la huelga universitaria en la UNAM, siendo uno de los pocos profesores que se sume a las protestas estudiantiles contra la introducción de las tasas de matriculación. La irrupción de Cuauhtémoc Cárdenas, a partir de 1987, como figura disidente frente a la hegemonía del régimen priista, hará que Gilly vuelque su apoyo a su candidatura en las elecciones presidenciales de 1988. Las fundadas denuncias de fraude y el descontento popular que emerge en esta coyuntura de crisis y deslegitimación del PRI (con movilizaciones multitudinarias en las calles), abren una etapa de gran conmoción en la sociedad mexicana, que redundará en la creación del Partido de la Revolución Democrática (PRD), del que Adolfo Gilly es artífice y cofundador en 1989.

Entusiasmado por este inédito fenómeno de masas que en un comienzo desborda los canales tradicionales del quehacer político, compilará en formato de libro una gran cantidad de epístolas enviadas por el bajo pueblo a su candidato: Cartas a Cuauhtémoc Cárdenas. Leída  en tanto “insurgencia cívica del neocardenismo”, esta protesta frente al fraude electoral será interpretada por él como una revitalización de la memoria histórica de mediana y larga duración, logrando anudar varias temporalidades y repertorios de acción, que van de la defensa de la Constitución de 1917 y las conquistas obtenidas durante la presidencia de Lázaro Cárdenas, a la reciente respuesta civil autoorganizada ante el terremoto en la ciudad de México, pasando por las resistencias y movilizaciones de comunidades campesinas e indígenas (asentadas en un prolongado malestar en los estados del sur), y por las luchas de maestros/as, estudiantes, electricistas y otros actores que cocinaron a fuego lento su insubordinación, hasta decantar en las tomas armadas y ocupaciones de presidencias municipales en Michoacán, en protesta por los reiterados fraudes sentidos como un nuevo agravio por sus habitantes. No obstante, si bien Gilly mantendrá una estrecha relación con el cardenismo, siendo incluso asesor de su gobierno en la ciudad de México por un breve período de tiempo, con el correr de los años irá distanciándose del PRD debido a su corrimiento hacia el centro y sus lógicas cada vez más “electoralistas”.

El 1 de enero de 1994 será un nuevo parteaguas en su vida intelectual y política. El alzamiento del EZLN en Chiapas es leído por él como una “rebelión del mundo encantado”, que culmina un largo ciclo iniciado en los albores de la revolución mexicana. Esta imprevista insurrección acontece en el lugar más insospechado y en el momento menos esperado, por lo cual le sacude hasta lo más hondo y funge de punto de no retorno en su itinerario biográfico. Gilly visita en varias ocasiones de ese mismo año el territorio zapatista, donde además dialogará con sus principales referentes: Marcos, Tacho y Moisés. Significativamente, solo cuatro meses más tarde del levantamiento, saldrá el primer número de Viento del Sur. Revista de ideas, historia y política, creada bajo su impulso y en la que se harán visibles ciertos puentes de dialoguicidad entre la corriente romántica del marxismo y el despertar de las luchas indígenas en América Latina y el México profundo.

Ese año publicará además el voluminoso libro El cardenismo: una utopía mexicana (nada menos que su tesis de doctorado en Estudios Latinoamericanos, defendida en la UNAM a los 66 años), donde no solo rescata a la figura de Lázaro Cárdenas, sino que indaga -sin descuidar el imaginario de esos tiempos- en las determinaciones y condicionamientos que llevaron a que la reforma agraria y la nacionalización del petróleo se hayan concretado durante su gobierno (1934-1940). En paralelo, su acercamiento e intercambio epistolar con el Subcomandante Marcos (quien llama a Adolfo “mi querido Güily”), dará lugar a otro libro, Discusión sobre la historia, salido a mediados de 1995. En diciembre culminará la redacción de un ensayo al que titula Chiapas: la razón ardiente, que saldrá a la luz en 1997. Estos y otros materiales que elabora, evidencian una radical autocrítica respecto de ciertas afirmaciones volcadas tempranamente en algunos de sus libros y documentos de los años ’60 y ’70, donde la falta de un “liderazgo proletario” pretendía ser la llave explicativa de derrotas como las sufridas por Villa y Zapata; argumento este que definirá, en la etapa final de su vida, como “teleológico y estúpido”.

En efecto, lo que José Bengoa llamó “emergencia” indígena en América Latina (en su doble acepción de urgencia e irrupción), con hitos como el levantamiento del Inti Raymi en Ecuador, la conmemoración de los 500 años de resistencia indígena, negra y popular ante la opresión colonial, o la guerra del agua y del gas en Bolivia, van a ser parte de una constelación de luchas que serán ubicadas por Gilly, al igual que la rebelión chiapaneca, dentro de un largo memorial de agravios y sublevaciones agrarias en contra de una modernidad que pretende imponer la ley del dinero y mercantilizarlo todo. Por ello no es casual que por estos años apele una y otra vez a la conocida tesis de Walter Benjamin que expresa: “Para Marx, las revoluciones son las locomotoras de la historia. Pero tal vez las cosas sean diferentes. Tal vez las revoluciones sean la forma en que la humanidad, que viaja en ese tren, jala el freno de emergencia”.

Movimientos en defensa de sus lazos comunitarios con la tierra y la vida, estos levantamientos en tiempos de despojo ostentan una politicidad evidente según Gilly. La pregunta que retomará de Fanon y los Estudios Subalternos de la India es quién escribe la historia de los pueblos sometidos. Contra las visiones elitistas y estadocéntricas, pero también frente a los prejuicios “anticampesinos” y eurocentristas predominantes en ciertas izquierdas, en sus sucesivas intervenciones públicas y producciones académicas intentará dotar de visibilidad y presencia en la historia al “inmenso reparto secundario” que desde las alturas del poder resulta ninguneado, esa urdimbre de experiencias protagonizadas por las generaciones pasadas y con la que la nuestra ostenta un secreto compromiso de encuentro.

Atento a los debates y las corrientes historiográficas contemporáneas, producto de un ciclo de conferencias que dicta en la primavera de 2003 en la Universidad de Nueva York surgirá Historia a contrapelo. Una constelación, material imprescindible donde se dan cita Walter Benjamin, Karl Polanyi, Antonio Gramsci, Eduard P. Thompson, Ranajit Guha y Guillermo Bonfil Batalla, seis autores que quisieron pasar el cepillo “al pelaje demasiado brilloso de la historia” y concibieron al pasado como algo que continúa vivito y coleando en nuestro presente, por lo que deviene una fuente invaluable de conocimiento y esperanza, siempre y cuando se logre rastrear, más allá de las apariencias conservadas en los registros y documentos oficiales, cada indicio de iniciativa autónoma por parte de las clases y grupos subalternos.

Precisamente como continuidad de este principio epistemológico que ve en el pasado un activo catalizador de la praxis, en 2009 publicará Historias clandestinas, libro que despunta como compilación de un conjunto variado de escritos más recientes, donde indaga en las tradiciones emancipatorias del marxismo, pero también en las luchas descolonizadoras de Nuestra América profunda, brindando un acercamiento a esas formas subalternas y a contrapelo del pensar-hacer historiografía desde los márgenes, que resultan invisibles frente al daltonismo epistémico del poder, pero sin embargo existen y persisten de manera imborrable en la conciencia rebeldes de los pueblos, con la plena convicción de que, al igual que en los mares por la Luna, “en la historia el lado oscuro también determina la mareas”.

En 2013 saldrá Cada quien morirá por su lado, un pequeño libro dedicado a la llamada “decena trágica”, evento denominado así en alusión a los 10 días en los que, en pleno apogeo de la revolución mexicana, durante febrero de 1913 se produce un golpe militar, bajo un clima enrarecido y de extrema confusión. Dos años más tarde, publicará junto a Rhina Roux El tiempo del despojo. Ensayos sobre un cambio de época, donde recopila algunos textos escritos a cuatro manos junto a sus artículos que buscan descifrar este tiempo histórico de crisis civilizatoria y al borde del colapso, donde la acumulación por despojo busca relanzar el ciclo de valorización capitalista a través del robo, la depredación y el pillaje de bienes comunes, a tal punto que hoy “se apropia de los cuatro elementos del mundo antiguo: agua, aire, tierra y fuego”.

Entre sus últimas publicaciones, merece destacarse Felipe Ángeles, el estratega, biografía histórica editada en 2019 y que apela al “montaje” cinematográfico para compaginar y enhebrar, en su estructura narrativa, la vida de este militar de carrera que supo cumplir un papel destacado durante el proceso revolucionario en México. Como lugarteniente de Pancho Villa, resultó ser una de las figuras más descollantes de la División del Norte, aportando a la derrota del ejercito porfiriano y siendo fusilado, tras su regreso del exilio, por el gobierno carrancista en noviembre de 1919. Aunque en filigrana, en las páginas de este libro sobrevuela una hipótesis que acompañó a Gilly desde sus tempranas investigaciones acerca de la revolución mexicana: la destrucción del ejército del viejo régimen a través de una guerra popular -donde la exigencia de tierra oficia de eje vertebrador de la lucha- liderada por campesinos, mineros, ferroviarios y vaqueros, alteró profundamente las relaciones de poder en México. Asiduo articulista del diario La Jornada, profesor universitario e historiador indiciario, pero también alguien que puso el cuerpo en encuentros intergalácticos, huelgas, mítines y plantones, Adolfo Gilly se nos presenta por momentos como una figura de otra época: un intelectual orgánico que aunó la reflexión crítica y el compromiso militante, lo senti-pesante y el principio esperanza. Un tenaz filósofo de la praxis que acompañó las más diversas luchas y reclamos no solamente en México, sino también a nivel latinoamericano y mundial. Solidario y dispuesto a apoyar sin miramientos cuanta resistencia despuntara aquí y allá, jamás descuidó la importancia del análisis de coyuntura y la formación política, aunque su afición haya sido, por sobre todas las cosas, el “arte de narrar”. Acaso por ello supo escribir, en una de las emotivas cartas que envió a la comandancia zapatista, que “los azares de la vida y de la historia son lo mismo, aunque se llamen diferente”. De algo no caben dudas: la revolución con la que soñó una y otra vez este juglar y hacedor sin descanso, volverá más temprano que tarde por todos los caminos

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.