Las pandillas no nacieron por generación espontánea. Son producto del sistema.
En días recientes, uno de los temas candentes ha sido la supuesta apertura de diálogo entre el gobierno salvadoreño y los pandilleros, grupos criminales temidos por la sociedad centroamericana dado su poder y la extrema crueldad de sus actos. Imágenes de jóvenes tatuados y semi desnudos en filas perfectas o hacinados en jaulas, recorren las redes sociales y los medios de comunicación para poner ante la mirada colectiva a una de las grandes amenazas contra la paz social. Incapaz de comprender la dimensión del problema y mucho menos de digerir las causas de su origen, la ciudadanía cierra filas para condenar y exigir medidas extremas tendentes a “acabar con la peste”.
Numerosos han sido los estudios e investigaciones dirigidos a entender por qué esos niños, adolescentes y jóvenes adultos ingresan a las pandillas. Aun cuando resulta obvio que se trata de un cuadro de abandono, pobreza e incapacidad del sistema para satisfacer las necesidades más urgentes de las nuevas generaciones, quienes observan el fenómeno desde la distancia suelen ser más proclives a condenar que a buscar los orígenes de este drama humano. Sin embargo, basta echar una mirada al escenario en el cual se desarrolla esta patología social para comprender cuánta responsabilidad recae en la sociedad por su actitud permisiva hacia la corrupción campante de sus autoridades y de quienes manejan los entresijos del poder económico.
Carentes de oportunidades de educación y, por lo tanto, de la posibilidad de ganarse de la vida de manera digna, estos niños y jóvenes son fácilmente reclutados por grupos criminales –algunos de los cuales son incluso coordinados por elementos de la policía y el ejército- con la promesa no solo de ganarse el sustento sino también de tener la protección del grupo. En los países que conforman el corredor de la droga, las pandillas controlan barrios enteros en donde se concentran el menudeo y el sicariato, actividades administradas por organizaciones vinculadas a personajes clave en esferas más elevadas y, por lo tanto, intocables.
Al analizar la dimensión y el alcance del problema planteado por este fenómeno de las pandillas, una primera consideración es cómo un gobierno podría alcanzar un acuerdo de paz sin ir al origen mismo, reparando de manera contundente todos los vacíos y los abandonos cuyas consecuencias han generado una división tan profunda como letal en las sociedades centroamericanas. Porque no se trata de calmar el cáncer con agüita de toronjil, sino de iniciar un proceso amplio de reparación profunda de las heridas causadas a estas sociedades marcadas por la miseria sobre grandes segmentos de su población y, sobre todo, con un enfoque de integración -por parte de las instituciones de Estado- hacia las nuevas generaciones.
Con el propósito de iniciar un proceso de sanación de la sociedad, es imperativo comprender que las pandillas no nacieron por generación espontánea, sino son producto de la corrupción imperante en el sistema político y económico impuesto por otras clicas interesadas: un empresariado irresponsable, un sistema de justicia inoperante, una asamblea legislativa aliada con quienes sangran a sus países y gobernantes incapaces de comprender los alcances de su responsabilidad con el futuro de su nación. Ante este enorme desafío, cualquier pacto ha de ir al fondo del problema con una perspectiva de largo plazo y el compromiso de hacer los cambios necesarios para que nunca más un niño tenga que asesinar para comer.