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Arabia Saudita emerge como potencia regional

Fuentes: CEPRID

El equilibrio de poder de EEUU en Oriente Próximo se está resquebrajando. Los pilares sobre los que se asentaba este poder, Israel-Egipto-Arabia Saudita, se agrietan sin que desde Washington sepan muy bien cómo reaccionar. Una de esas patas está «fuera de servicio momentáneo» (Egipto) y las otras dos se están envalentonando hasta extremos impensados hace […]

El equilibrio de poder de EEUU en Oriente Próximo se está resquebrajando. Los pilares sobre los que se asentaba este poder, Israel-Egipto-Arabia Saudita, se agrietan sin que desde Washington sepan muy bien cómo reaccionar. Una de esas patas está «fuera de servicio momentáneo» (Egipto) y las otras dos se están envalentonando hasta extremos impensados hace poco tiempo.

El caso más paradigmático es Arabia Saudita. Convertido en el único país de la OPEP que tiene capacidad para suministrar por sí sólo casi cualquier cuota de petróleo que considere oportuno Occidente y asediado por las revueltas populares que se están produciendo en su patrio trasero y, de forma especial en Bahrein, ha decidido asumir de forma abierta un liderazgo que hasta ahora mantenía de forma indirecta en la región y ha sido el catalizador de dos iniciativas novedosas en el mundo árabe: la aceptación de un nuevo ataque a un país árabe (Libia) por parte de Occidente -Arabia Saudita fue uno de los impulsores de esta idea en la Liga Árabe-, con amparo de la ONU, y la invasión de otro país árabe (Bahrein) con tropas propias y de otros países del Golfo para acallar las protestas ciudadanas en contra de la monarquía bahriní. Dos acciones con las que Arabia Saudita pasa al primer nivel en la geopolítica y que, a medio y largo plazo, sitúan a la monarquía wahabita como un competidor de Israel hasta el punto de hacer al régimen sionista inservible para los intereses estadounidenses.

De las dos iniciativas, y pese a la aparatosidad de una posible guerra contra Libia -ofrecida a Occidente para tener manos libres en el Golfo-, la que tiene un mayor calado geoestratégico es la de Bahrein (1) puesto que sitúa a Arabia Saudita en un nivel muy similar al Irak de Saddam Hussein en la década de 1980, cuando se inició la devastadora guerra contra Irán tras el triunfo de la revolución islámica de 1979 en el país persa. Es decir, Arabia Saudita se convertiría en el único país capaz -y dispuesto- a llegar al enfrentamiento con Irán. El atizar el conflicto sectario suníes-shíies como está haciendo y la amenaza puesta en práctica de no aceptar ningún tipo de reclamación shií en los países del Golfo, donde son el sector social más oprimido y depauperado pese a ser mayoría de la población como en Bahrein, ponen de manifiesto hasta dónde está dispuesta a llegar la monarquía feudal wahabita.

Hoy día, Arabia Saudita es el único país árabe que sigue la estela de EEUU y considera que Irán es quien fomenta la inestabilidad en la región. Por lo tanto, conviene recordar que en septiembre de 2010 Arabia Saudita compró a EEUU material de guerra por valor de 64.000 millones de dólares: 84 aviones F-15, 70 helicópteros de combate Apache, 72 helicópteros Black Hawk, 36 helicópteros ligeros y munición para ellos, entre lo que destacaba las llamadas «bombas inteligentes». El Stockholm International Peace Research Institute no dudó en calificar esta venta de armas como «el mayor acuerdo en al historia [de venta de armas] de EEUU» y añadió un dado mucho más esclarecedor: «entre 2005 y 2009 el 54% del total de las ventas de armas estadounidenses fue a parar a los países del Golfo Pérsico»(2).

Arabia Saudita ha visto que Estados Unidos ha permitido a Israel mantener una posición en la que su doctrina de «seguridad» requiere un tipo de hegemonía regional a través de la ocupación y el libre uso de la fuerza militar y ha hecho lo propio. De hecho, el lenguaje con que EEUU ha justificado la invasión saudita de Bahrein -a posteriori- es muy similar al que utiliza para justificar las acciones de Israel contra los palestinos.

Este nuevo papel geoestratégico saudita pone a EEUU en una tesitura de difícil solución, puesto que implica a medio y largo plazo el debilitamiento de Israel como aliado estratégico y el reforzamiento de Arabia Saudita como país con capacidad para imponer su propio equilibrio en el mundo árabe. En este sentido, Israel ya no sería tan necesario para EEUU como lo ha sido y lo viene siendo hasta la fecha.

Es algo que la secretaria de Estado, Hillary Clinton, reconoció implícitamente en una conferencia ofrecida en la Universidad Americana de Washington en pasado 12 de marzo: «Lo que estamos viendo en Oriente Medio es hoy un dramático cambio en el equilibrio de poder regional-un cambio en la distribución relativa de poder en contra de Estados Unidos y nuestros socios regionales a favor de la República Islámica de Irán y sus aliados» (3). Lo podía haber dicho más alto, pero no más claro. Dos días después, las tropas sauditas ocupaban Bahrein y tres días después la represión de la monarquía bahriní ponía fin a las protestas ciudadanas, mayoritariamente shíies.

Sin embargo, no hay una correlación tan evidente entre estas palabras y la acción saudita; es decir, a juicio de este analista Arabia Saudita no actuó con la connivencia a priori de EEUU -pese a la visita del secretario de Defensa de EEUU, Robert Gates, a Bahrein el día anterior a la invasión- sino que puso encima de la mesa la política de hechos consumados, al estilo de Israel. Es el desacuerdo más flagrante entre Arabia Saudita y EEUU en las últimas décadas y, por extensión, entre el resto de países del Golfo y que pone de manifiesto la determinación. Incluso militar, de «impedir otro Irán», lenguaje que vienen utilizando desde hace tiempo los sauditas para referirse a las revueltas populares en Bahrein (4).

Esto pone de manifiesto que Arabia Saudita anuncia que ha salido de la parálisis política en que se encontraba por la enfermedad de la gerontocracia que la gobierna, ha decidido aparcar por el momento el proceso sucesorio y ante la progresiva pérdida de influencia en el Golfo ha asumido el papel protagonista para evitar que los cambios que se están produciendo en el mundo árabe amenazan a la casa real y a su sistema político aún a costa de enfrentarse a su gran aliado, los EEUU.

Hasta este momento la política estadounidense en la zona se sustentaba, básicamente, en la capacidad de proyectar una enorme cantidad de ayuda, especialmente militar, para fortalecer el poder duro de los regímenes aliados a nivel interno para evitar las revueltas a pesar de los llamados -desde la primera presidencia de Bush padre- a la «democratización» de esos regímenes. Poder militar y reformas políticas no casan muy bien, por lo que la «legitimidad» de EEUU a la hora de invocar la democracia y los derechos humanos ha saltado por los aires estos últimos meses. Eso, sumado a la incapacidad manifiesta de EEUU de lograr alguna concesión, por mínima que fuese, de Israel para hacer avanzar el tan traído y llevado «proceso de paz» con los palestinos. Tras el golpe de Arabia Saudita, las pretensiones estadounidenses de «libertad y democracia» para Oriente Próximo quedan en manos de uno de los regímenes más represores del mundo.

No es extraño, por lo tanto, que salvo en Libia los intereses estadounidenses estén amenazados, más o menos seriamente, en el resto de países árabes. En Túnez, Egipto, Líbano, Bahrein y Yemen el malestar popular con EEUU es notorio y este malestar alcanza también a los gobiernos interinos que intentan mantener la misma estructura de poder existente hasta ahora, pese a las revueltas. Los gobiernos que surjan en estos países serán algo menos entusiastas respecto a otros planes estadounidenses, como los relativos a Irán -y en este sentido es sintomático cómo ha desaparecido de la primera plana de la actualidad el expediente nuclear iraní-, y se verán obligados a realizar una política exterior algo más autónoma que la seguida hasta aquí, incluida la decisión de amparar la guerra contra Libia que fue adoptada por una Liga Árabe en la que había al menos tres representantes (Túnez, Egipto y Líbano) pertenecientes a los gobiernos derrocados.

Por lo tanto, y por sorprendente que parezca, tal vez estemos asistiendo a ese Nuevo Oriente Medio que está en la mente de los estadounidenses desde la invasión y ocupación neocolonial de Irak en 2003, ese que Condoleezza Rice anunció durante la guerra de Israel y Hizbulá en 2006 y que es justo lo contrario de lo que EEUU esperaba. Pero este nacimiento lleva a aparejado el debilitamiento de EEUU como potencia en la zona y el surgimiento de hijos respondones, como Arabia Saudita. Por lo tanto, una forma de recuperar parte del poder perdido sería… entablar relaciones con los hasta ahora malditos y «terroristas», como es el caso de Hizbulá. Este gesto, no tan impensable como parece a primera vista (5), devolvería a Arabia Saudita el golpe propinado en Bahrein y pondría nuevamente las cosas «en su sitio», con EEUU marcando la política a seguir aunque queda una incógnita aún por resolver: la actitud hacia Irán.

Si como se dice en los mentideros de Washington las cosas van tan rematadamente mal para EEUU en Oriente Próximo que obligan a dar ese giro copernicano, Arabia Saudita se quedaría sola -junto a Israel- en su fobia hacia Irán y los shíies. El periódico conservador estadounidense lo dice gráficamente: «la cuestión de Hizbulá es, por ahora, objeto de análisis por parte de los especialistas de inteligencia y no de responsables políticos; la Casa Blanca admite que es algo que tiene que ver con la situación actual aunque teme que plantearlo [abiertamente] genere nuevas ondas de choque con Israel, Arabia Saudita y otros países».

Notas:

(1) Alberto Cruz, «La atención está el Libia, el interés geoestratégico en Bahrein» http://www.nodo50.org/ceprid/spip.php?article1092

(2) http://www.sipri.org/yearbook

(3) http://www.american.edu

(4) The Daily Star (Líbano), 17 de marzo de 2011.

(5) The Washington Post, 17 de marzo de 2011.

Alberto Cruz es periodista, politólogo y escritor. [email protected]

Fuente: http://www.nodo50.org/ceprid/spip.php?article1119