
De niños, aprendimos a vocalizar correctamente jugando a los trabalenguas. El reto consistía en repetir esas estrambóticas combinaciones de palabras, a un ritmo cada vez más rápido, hasta que la velocidad de nuestra dicción empujaba a nuestras lenguas a un error tan divertido como inevitable. “El cielo está enladrillado. ¿Quién lo desenladrillará? El desenladrillador que lo desenladrille, buen desenladrillador será”.