El 11 de septiembre de 2018, Xi Jinping y Vladímir Putin brindaban en el extremo oriente ruso, en Vladivostok, destino final del legendario tren Transiberiano. Estaban a punto de iniciarse las maniobras militares Vostok-2018 con la participación de trescientos mil soldados rusos, tres mil militares chinos, y diversas unidades de Mongolia, en un arco geográfico […]
El 11 de septiembre de 2018, Xi Jinping y Vladímir Putin brindaban en el extremo oriente ruso, en Vladivostok, destino final del legendario tren Transiberiano. Estaban a punto de iniciarse las maniobras militares Vostok-2018 con la participación de trescientos mil soldados rusos, tres mil militares chinos, y diversas unidades de Mongolia, en un arco geográfico que abarcaba desde el estrecho de Bering hasta la península de Corea, pasando por el mar de Ojotsk y la península de Kamchatka. Los dos presidentes asistieron también al Foro Económico de Vladivostok, un instrumento creado por Moscú para impulsar el desarrollo del oriente siberiano ruso y que Pekín contempla como una rama de la nueva ruta de la seda, su gran proyecto estratégico. Ambos países están de acuerdo en que la nueva ruta se extienda a toda la Unión Económica Euroasiática que impulsa Moscú y que va incorporando antiguas repúblicas soviéticas. La cita en Vladivostok era la prueba del fortalecimiento de la alianza estratégica entre Pekín y Moscú, la constatación de las buenas relaciones entre los dos presidentes, y un aviso para Washington ante el incremento de la tensión internacional causado por la agresiva política exterior norteamericana que ha ensangrentado Oriente Medio y presiona en las fronteras europeas de Rusia y en toda la fachada marítima china.
Vostok-2018 han sido las mayores maniobras militares organizadas por el gobierno de Moscú en toda su historia, atento ahora a la existencia de los escudos antimisiles norteamericanos, la expansión de la OTAN, a la incertidumbre por el futuro de los acuerdos nucleares de desarme, y al belicoso patrullaje de la USAF y la US Navy en el Báltico y el Mar Negro, y en las proximidades del espacio aéreo chino y de sus aguas territoriales. El gobierno ruso 0rganizó, dos semanas después, ejercicios conjuntos de defensa del espacio aéreo entre siete países de la CEI, antiguas repúblicas soviéticas: Rusia, Bielorrusia, Armenia, Kazajastán, Uzbekistán, Kirguizistán y Tayikistán, que disponen de un sistema coordinado de defensa aérea.
A ninguna cancillería se le escapó que esos ejercicios militares eran otra muestra de que el viejo mundo unipolar surgido en 1991, centrado en Washington, está dejando paso a otra realidad donde Eurasia va a desempeñar un papel protagonista, pese a los planes del Estado profundo que gobierna en Arlington, en Langley y en el edificio Truman, y pese a las bravuconerías de Trump. En Vladivostok, Xi Jinping llamó la atención sobre la «atmósfera geopolítica impredecible» ante el errático proceder de Trump, (puesto de relieve públicamente, por lo demás, por Michael Wolff en su libro sobre el caos y las intrigas en el interior de la Casa Blanca) y destacó la «nueva era de cooperación» entre Pekín y Moscú, al tiempo que apostaba por hacer frente común al proteccionismo económico y las sanciones norteamericanas que pretenden golpear a China y Rusia. Ambos gobiernos quieren utilizar sus monedas en los intercambios comerciales, marginando al dólar norteamericano, en un momento en que el comercio bilateral entre los dos países superará los 100.000 millones de dólares en 2018, y, además, han suscrito acuerdos para desarrollar la cooperación en infraestructuras, agricultura, transportes e incluso en la exploración en el Ártico.
Tras décadas de defensa del libre comercio, cabalgando en su predominio económico en el planeta y en su supremacía exportadora, Estados Unidos se vuelve proteccionista, en otra muestra de su retroceso estratégico: China es hoy el país que más exporta del mundo, y Estados Unidos se mantiene como segundo exportador, pero Alemania casi alcanza ya el volumen norteamericano. El proteccionismo impulsado por Trump, unido a la habitual inclinación norteamericana por decisiones unilaterales, acompañan a una agresiva política exterior que ha roto el acuerdo nuclear 5+1 con Irán, sigue acosando a Corea del Norte (pese a gestos propagandísticos como su reunión con Kim Jong-un), y aprueba una nueva doctrina nuclear que pone en la diana a Rusia y China.
Envuelto en un vendaval de escándalos, mentiras, destituciones y filtración interesada de noticias, aderezado con su compulsiva utilización de Twitter, Trump declara su intención de mejorar las relaciones con Rusia, pero sus palabras quedan desmentidas por el despliegue militar del Pentágono y la OTAN en las fronteras europeas de Rusia y por las sanciones económicas aplicadas durante su mandato. Constatando esa realidad, el ministro de Asuntos Exteriores ruso, Serguéi Lavrov, declaró tras la Asamblea General de la ONU que las relaciones entre Rusia y Estados Unidos son hoy «las peores en toda la historia, desde que Moscú y Washington mantienen relaciones». Las últimas sanciones impuestas a Rusia por Estados Unidos se justifican con la no demostrada injerencia en las elecciones presidenciales norteamericanas y por la supuesta «intervención militar» rusa en el Donbás ucraniano, de la que Washington sigue sin presentar pruebas. Ese castigo a Moscú, junto con la guerra comercial entre Estados Unidos y China iniciada por Trump, es la apuesta de Washington para limitar el fortalecimiento chino y mantener a Rusia en el traje sin costuras de una potencia regional, que, además, va acompañado de señales que indican los propósitos de Estados Unidos: a finales de septiembre de 2018, en la reunión de Trump con el presidente polaco, Andrzej Duda, el presidente norteamericano no sólo criticó duramente el proyecto ruso Nord Stream 2 (un proyecto que, a través del Báltico, llevará anualmente, a partir de 2019, casi sesenta mil millones de metros cúbicos de gas ruso desde Víborg hasta la alemana Greifswald), sino que suscribió un comunicado denunciando «el comportamiento agresivo de Rusia», al tiempo que acogía con agrado la propuesta de Duda de establecer una base militar permanente estadounidense en Polonia, que llevaría el nombre de Fort Trump. Ninguna de esas decisiones podía ser bien vista en Moscú.
Ante esas evidencias, Rusia se mueve, y mantiene intereses conjuntos con Alemania: el gasoducto Nord Strem 2 (saboteado por Estados Unidos, que aprobó sanciones contra las empresas y bancos europeos que participasen; y boicoteado también por Polonia), es apoyado por Putin y Merkel (además de por Francia, Austria y Holanda), que también coinciden en la crítica a la guerra comercial iniciada por Trump y a su retirada del acuerdo nuclear 5+1 con Irán. Alemania, como Austria, está muy interesada en asegurar la llegada del gas ruso a Europa occidental, a través de Ucrania y del nuevo gasoducto, que entrará en funcionamiento en 2019, y los dos países desconfían de Trump, que ha criticado reiteradamente la compra por Alemania de gas ruso, acusándola de dependencia de Moscú y de haber caído en manos rusas. Putin, que aseguró a Merkel el tránsito de gas por Ucrania y que abordó con la canciller la situación en Siria e Irán, quiere asegurar la relación bilateral entre ambos países, consciente de que Alemania desempeña un papel decisivo en Europa y que Rusia puede convertirse en el vínculo que refuerce la colaboración comercial y política entre la Unión Europea y China, dos de los tres centros de la economía mundial.
Las diferencias entre Moscú y Washington son muchas: desde las sanciones económicas hasta la guerra en Siria, donde Estados Unidos sigue apoyando a grupos islamistas y pretende mantener bases militares, fomentando la desestabilización de Oriente Medio con el riesgo de una nueva guerra con Irán; también, el apoyo estadounidense al régimen golpista en Ucrania y la presión militar en las fronteras europeas de Rusia, pasando por el Báltico y el Mar Negro, así como la culminación de los escudos antimisiles norteamericanos (objetivamente desestabilizadores porque buscan romper el equilibrio atómico mundial) y el incierto futuro de los acuerdos nucleares suscritos entre Moscú y Washington. No son las únicas desavenencias: el ministerio de Asuntos Exteriores ruso denunciaba en septiembre de 2018 la «política destructiva» que sigue Estados Unidos en América Latina, poniendo énfasis en el acoso a Venezuela, y el propio Lavrov había sido preciso, unos meses antes, en febrero, afirmando que Estados Unidos aprovechaba el programa nuclear norcoreano para instalar su escudo antimisiles en Corea del Sur y Japón, cuyo objetivo no es Pyongyang sino completar su cerco a Rusia y presionar a China. La estrategia de la tensión y el caos.
El asesinato de Aleksandr Zajárchenko, dirigente del Donbás ucraniano, por los servicios secretos del gobierno golpista de Kiev, en una operación de la que Estados Unidos, sin duda, tenía información precisa, y el bloqueo de los acuerdos de Minsk, junto con el despliegue militar de la OTAN, son la confirmación de que Washington va a seguir presionando en las fronteras europeas de Rusia, incrementando la colaboración con Georgia y con Ucrania (donde en octubre de 2018 el ejército ucraniano realizó ejercicios militares con ocho países de la OTAN; entre ellos, Estados Unidos) e integrándolos de facto en el dispositivo militar de la OTAN que ya cubre el Mar Negro y el Cáucaso, además del Báltico. La inspiración norteamericana del golpe de Estado del Maidán en Ucrania, en febrero de 2014, fue transparente cuando, en diciembre de ese año, el Parlamento golpista anuló las leyes que impedían que Ucrania integrase bloques militares, y, un año después, aprobó integrarse en la OTAN, declarándolo el principal proyecto de su política exterior. Tanto Mike Pompeo como Trump saben que la crisis ucraniana sigue sin resolverse, a despecho de los acuerdos de Minsk que Kiev no quiere aplicar, y que se mantiene una tregua militar inestable, violada con frecuencia, mientras Poroshenko fija su atención en las próximas elecciones presidenciales y parlamentarias, en 2019, que revelarán la influencia de cada partido que apoyó el golpe de Estado de 2014, al tiempo que espera la protección norteamericana para evitar el colapso del país, sumido en una gravísima situación económica.
Al margen de las declaraciones y ocurrencias de Trump, el proyecto estratégico norteamericano (que va más allá de quien ocupe la presidencia) pretende mantener la hegemonía de Washington en el mundo, dificultar la colaboración entre Moscú y Pekín, e impedir el fortalecimiento de un contrapoder en Eurasia articulado por Rusia y China, y no busca ningún acuerdo estratégico duradero con Moscú, hasta el punto de que no ha renunciado incluso a estimular procesos nacionalistas de disgregación en Rusia. La vieja propuesta de Brzezinski en 1991, apostando por la secesión de Ucrania de la URSS para hacer retroceder a Moscú, sigue amenazando a la Rusia de nuestros días. Busca la capitulación rusa, aunque calcula mal sus fuerzas. Tampoco ha renunciado Washington a estimular procesos nacionalistas en China (aunque ofrecen más dificultades para su utilización), en el Tíbet, Xinjiang o Taiwán.
En su primer discurso sobre el «estado de la Unión», Trump, además de la habitual y vacía referencia al terrorismo internacional y a lo que denominó «regímenes parias», destacó a China y Rusia como los «países rivales» que ponen en peligro la economía norteamericana y sus intereses. Unas semanas antes, el Pentágono había hecho pública la nueva Estrategia de defensa señalando como enemigos a China y Rusia, apostando por el rearme nuclear y convencional y apuntando a los dos países como «la prioridad del Pentágono». La nueva Estrategia de Seguridad Nacional norteamericana es la reelaboración del proyecto de los neoconservadores bajo Bush, aquel delirio de Cheney, Rumsfeld, Wolfowitz y Perle que ha causado millones de víctimas en Oriente Medio en los últimos veinte años. Pocos días después de la presentación de la Estrategia, con una sorprendente casualidad, el Instituto Internacional de Estudios Estratégicos (IISS), publicaba su informe anual, The Military Balance 2018, donde afirmaba que China y Rusia están «desafiando el dominio global de Estados Unidos». El instituto británico resaltaba los nuevos misiles chinos y su avión de combate Chengdu J-20 como prueba de la pérdida de la superioridad aérea de Estados Unidos.
Sin embargo, esa política norteamericana tiene riesgos, y, al igual que ocurrió con el proyecto neoconservador bajo George W. Bush, la imprecisión de los análisis y los errores en su aplicación (pese a los medios con que cuenta Estados Unidos) dificultan el mantenimiento del poder global de Washington. La torpeza y arrogancia de Trump y de la diplomacia norteamericana además de agravar las disputas con Pekín y Moscú, les ha distanciado de Berlín, Ankara y Teherán, que componen un grupo de países alarmados por la deriva norteamericana, aunque sus posiciones son incompatibles en muchos frentes: Turquía por un lado, e Irán y Rusia por otro, mantienen serias diferencias sobre Siria y sobre Oriente Medio. Por su parte, Estados Unidos no renuncia a derrocar a Bashar al-Assad o, al menos, a limitar la soberanía siria: John Bolton, consejero de seguridad nacional de Trump, ha anunciado que su país seguirá manteniendo tropas en Siria «mientras haya fuerzas relacionadas con Irán», ocultando que Teherán tiene un acuerdo de ayuda militar con Damasco, mientras que Estados Unidos viola el derecho internacional con su presencia ilegal en el país. La cuestión kurda, y el apoyo norteamericano al YPG en el norte sirio, distancian también a Washington de Ankara. Erdogan no olvida tampoco la oscura participación norteamericana y de la OTAN en el intento de golpe de Estado de julio de 2016, y se ha distanciado de Estados Unidos hasta el punto de que Trump impuso, en agosto de 2018, sanciones económicas y aranceles a Ankara, que fueron calificadas por el presidente turco como la «continuación del golpe de Estado» fallido, cuyos enfrentamientos causaron doscientos cuarenta muertos. Pero es improbable que Turquía inicie un acercamiento a Moscú y Pekín.
La intervención de Trump en la Asamblea General de la ONU le sirvió para impugnar la globalización, lanzar nuevas amenazas a Irán, país que calificó como «principal patrocinador del terrorismo en el mundo», y advertencias a China, y para insultar a los miembros de la OPEP con su desabrido y caótico lenguaje: «Las naciones de la OPEP, como siempre, están estafando al resto del mundo, y no me gusta. […] Defendemos a muchas de estas naciones por nada, y luego se aprovechan de nosotros dándonos altos precios del petróleo. No es bueno. Queremos que dejen de subir los precios, […] y deben contribuir sustancialmente a la protección militar a partir de ahora. No vamos a aguantar esto -estos precios horribles-mucho más tiempo.» También, en referencia a Venezuela, Trump llamó a «resistir al socialismo y a la miseria que trae a todos», invectiva que mereció una contundente respuesta de China en defensa del socialismo. El presidente norteamericano no terminó ahí: acto seguido, presidiendo el Consejo de Seguridad, afirmó que «Irán exporta violencia y terror», y acusó a China de intervenir en las elecciones norteamericanas para dañar a su gobierno, escenificando involuntariamente en el Consejo una sorprendente soledad para un presidente norteamericano. Para los países presentes, el belicismo implícito en sus palabras contrastaba con la afirmación de Xi Jinping cuando declaró, en mayo de 2018, que «Rusia y China deben defender juntos el derecho internacional».
El Pentágono había publicado en mayo de 2018 un alarmante informe sobre la capacidad militar china, donde examinaba además la relevancia de la nueva ruta de la seda impulsada por Pekín, su actividad económica y diplomática en el mundo, y consideraba que China está consiguiendo «capacidad para atacar a Estados Unidos». Los militares norteamericanos destacaban la modernización del Ejército Popular impulsando así la idea de la aparición de una «amenaza china», además de una reclamación implícita de más recursos para el ejército estadounidense. El Pentágono resalta la actividad de los nuevos bombarderos chinos que «podrían estar entrenándose para atacar objetivos norteamericanos», y considera los vuelos de los aviones chinos sobre el mar del Japón y el Pacífico occidental, en la cercanía de Taiwán, y sobre el mar de China Oriental y el mar de China Meridional (es decir, en toda la fachada marítima china) como una preocupante señal de agresividad y no como una actividad habitual de cualquier país preocupado por defender sus aguas territoriales y su propio espacio aéreo. Para el Pentágono y para el pensamiento militar estratégico norteamericano, imbuidos de la concepción de la «excepcionalidad de Estados Unidos», que sus aviones patrullen sobre Taiwán o sobre el mar de China Meridional no es más que el ejercicio de un derecho y una actuación acorde con el derecho internacional; sin embargo, patrullajes semejantes de aviones chinos en los mares costeros de China, son una preocupante muestra de agresividad. Ese informe se hacía público, además, cuando el Pentágono se aproxima con frecuencia a islas como las Paracelso (cuya posesión se disputan China, Filipinas, Vietnam, Brunéi y Malasia), sin que ostente ninguna razón para ingresar en esas aguas, en deliberado desafío a China, utilizando a su antojo el supuesto «derecho a la libre navegación».
Respondiendo a las demandas del Pentágono, en septiembre de 2018, el Senado norteamericano aprobó el mayor presupuesto militar de la historia: 674.000 millones de dólares. No es poco: un diez por ciento adicional. Sólo siete (entre ellos, Bernie Sanders), de cien senadores, se mostraron contrarios. En 2017, Estados Unidos gastó 610.000 millones en sus fuerzas armadas; China, 228.000 millones, y Rusia redujo su presupuesto militar un veinte por ciento, gastando 66.000 millones de dólares, menos que Arabia, que dedicó 69.000 millones. Unos días después de esa decisión del Senado, Estados Unidos anunciaba sanciones a Pekín por la compra de nuevo armamento ruso, aviones Sujoi Su-35 y sistemas de misiles S-400, adquisición que, para Washington, supone una violación de las sanciones que impuso a Rusia por la incorporación de Crimea, la «agresión» a Ucrania, la «injerencia» en las elecciones norteamericanas, los ataques cibernéticos rusos y otras «actividades ilegales contra Estados Unidos», llegando a utilizar incluso el oscuro asunto Skripal enarbolado por Gran Bretaña en sus acusaciones a Moscú y que Estados Unidos usó para imponer nuevas sanciones a Rusia.
Xi Jinping está impulsando un programa de modernización del Ejército Popular, dotándolo de armamento sofisticado, al tiempo que refuerza la disciplina de las unidades y culmina el proceso (que se inició en la etapa de Jiang Zemin) para desembarazarse de las empresas que estaban en poder del ejército, creadas en los años en que se dedicaban pocos recursos para las fuerzas armadas chinas, como una forma de obtención de ingresos, y que dieron lugar a episodios de corrupción entre algunos militares. Xi Jinping quiere un Ejército Popular moderno, sin intereses comerciales, capaz de replicar las amenazas norteamericanas, aunque el gobierno chino es consciente de que su arsenal nuclear es considerablemente más reducido que el norteamericano, y eso explica la agresividad de Washington en el Mar de China Meridional y en la disputa sobre el futuro de Taiwán. Consciente del reducido arsenal nuclear que posee Pekín, una de las razones de la participación china en los ejercicios de Vostok-2018 fue su deseo de familiarizarse con tácticas modernas, dado que el Ejército Popular hace cuarenta años que no ha participado en combates.
Los planes militares de Pekín y Washington corren paralelos a las graves disputas comerciales. La escalada en la guerra comercial, con la imposición por Washington de nuevos aranceles a productos chinos, ha sido contestada por Pekín con rapidez, aunque con cifras más reducidas, dado que el volumen de intercambios entre las dos potencias es desigual. Trump atribuye el déficit comercial de su país con China a «prácticas comerciales desleales», aunque el argumento es a todas luces arbitrario. Las exportaciones chinas a Estados Unidos alcanzaron la cifra de 506.000 millones de dólares en 2017, mientras que las exportaciones norteamericanas a China fueron de 130.000 millones. Respondiendo a las constantes acusaciones estadounidenses, el Consejo de Estado chino ha publicado un libro blanco documentando el incesante recurso de Washington a la intimidación y el chantaje en sus relaciones con otros países. El libro blanco es tajante: [Estados Unidos] «ha defendido con insolencia el unilateralismo, el proteccionismo y la hegemonía económica, haciendo acusaciones falsas contra muchos países , particularmente a China, atemorizando con medidas económicas, imposición de aranceles e intentando imponer sus propios intereses a China a través de presiones extremas».
Trump ha llegado a amenazar con imponer nuevos aranceles a todas las importaciones procedentes de China: aunque Washington alega que los aranceles responden a la lógica de una disputa comercial, es obvio que obedecen a una ofensiva norteamericana que pretende limitar el fortalecimiento chino. El enfrentamiento entre ambos países no es una «guerra comercial», es una disputa geoestratégica. Washington ha llegado a paralizar los mecanismos de resolución de conflictos de la Organización Mundial de Comercio, OMC, para tratar de imponer por la fuerza sus tesis, e incluso los asesores de Trump especulan con el desmantelamiento de la OMC.
El futuro está lleno de riesgos: si Trump supera el laberinto de sus trampas y mentiras, y no es destituido, continuará su alocada y temeraria política exterior, aunque, en el tránsito, puede tener la tentación de anular ese trance iniciando otra guerra: después de todo, en los años que llevamos de siglo XXI, Estados Unidos ha participado en diez guerras (Afganistán, Libia, Somalia, Pakistán, Yemen, Irak y Siria; además de Yugoslavia, Nigeria y Filipinas), iniciando la mayoría de ellas, y el elogiado Obama, premio Nobel de la paz, estuvo en guerra durante los ocho años de su mandato.
Ese mapa de disputas y peligros fue el telón de fondo del brindis de Putin y Xi Jinping en Vladivostok, apostando por la negociación y la resolución de conflictos en el seno de las Naciones Unidos, pero conscientes al mismo tiempo de que el imperialismo norteamericano quiere seguir cabalgando el tigre de las imposiciones y la guerra. Por eso, a finales de septiembre de 2018, el Global Times, diario del Partido Comunista chino, abogaba por el respeto mutuo y por negociaciones igualitarias con Estados Unidos, pero avisaba a navegantes: «un enfrentamiento con China, económico o militar, tendría un precio enorme». El viejo mundo de la dominación norteamericana se resiste a morir, encerrado ahora en su proteccionismo y en las guerras de Oriente Medio, mostrando sus pistolas humeantes, arrastrando a peligrosos bufones como Trump, mientras, en Vladivostok, de la mano de Pekín y Moscú, Eurasia se presenta para poner límites a las tormentas del mundo.
Informe del Pentágono sobre la capacidad militar china:
https://media.defense.gov/2018/Aug/16/2001955282/-1/-1/1/2018-CHINA-MILITARY-POWER-REPORT.PDF
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