Intervención en la XIII Conferencia de Estudios Americanos, «Realidades y perspectivas de los procesos progresistas y de izquierda en Nuestra América», organizada en La Habana por el Centro de Investigaciones de Política Internacional (CIPI), de Cuba, del 19 al 21 de octubre de 2016.
Desde fines del siglo pasado, el desarrollo político latinoamericano se salió del trillo previsto. La región experimentó un proceso por el cual varios partidos o liderazgos de izquierda llegaron al gobierno por medios electorales. Eso abrió un panorama de diferentes oportunidades políticas y socioeconómicas de género democrático, pese a las restricciones previstas por los sistemas políticos y electorales instaurados en cada país para asegurar la continuidad del régimen instituido por la clase dominante.
Como era de esperar, la emersión de esa nueva oleada «progresista» desató la reacción opuesta: una contraofensiva regional de las derechas en los planos político, mediático, cultural y económico, que ya exploró diversas modalidades. Al cabo, aunque algunos de esos gobiernos después fueron defenestrados o tuvieron reveses electorales, nada excluye que los movimientos que les dieron origen puedan rehacerse, ni que en distintas naciones latinoamericanas afloren otras opciones de izquierda que también ganen elecciones.
Pese a la insistencia de algunos «críticos» que pretenden que estos reveses suponen la extinción de dicho proceso, este continúa como un fenómeno en desarrollo: sus causas no han cesado, como tampoco las indignaciones y expectativas sociales que ellas generan, ni su urgencia de encontrar soluciones alternativaa [1]. El hecho de que los precios de las materias primas después hayan caído es una mala nueva para sus productores y mercaderes, y para el fisco, cualquiera que sea el régimen político de cada país. Al tiempo que en todos ellos complicará las contradicciones de clase y sus consiguientes alternativas.
Entre tanto, las conquistas sociales y aprendizajes políticos acumulados durante el período, así como las importantes omisiones y errores que los han acompañado, reclaman reexaminar varios esquemas usuales acerca de los caminos del cambio y de la revolución en América Latina. Transcurridos sus primeros 15 años esta experiencia debe ser evaluada, no solo por sus aportaciones sino porque eso también contribuirá a superar la contraofensiva de las derechas que, pese a haberse advertido a tiempo, pilló impreparados a muchos liderazgos de izquierda. Esta evaluación demandará tanto las autocríticas necesarias como, asimismo, elevar los objetivos del proceso.
La demora en hacerlo facilita la proliferación maquillada de «teorías» como las del péndulo, la del «fin de las ideologías» y la del remplazo del «ciclo progresista» por una presunta regresión «post‑progresista». En paralelo a la contraofensiva de derecha, su porfía insiste en negarle perduración y hasta legitimidad a las izquierdas que de veras militan en cada país.
En las páginas que siguen intento tocar tres aspectos de la cuestión: el origen de estos gobiernos progresistas y de sus limitaciones (quienes han leído mis anteriores publicaciones sobre nuestro rezago ideológico y la contraofensiva de la «nueva» derecha aquí encontrarán poco de nuevo); la exigencia de identificar, combatir y superar sus debilidades y errores; y, finalmente, el apremio de integrar fuerzas adicionales a este esfuerzo y las causas de nuestra demora en lograrlo.
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Del anterior progresismo al tsunami neoliberal
Tratándose de un conjunto heterogéneo, el término que habitualmente usamos para hablar de las organizaciones y gobiernos «progresistas» que han sido parte de dicho proceso no es un concepto teórico, sino un comodín lingüístico acuñado por una larga y diversificada historia de experiencias nacionales.
Para limitarme a sus últimas oleadas, vale recordar que durante los años 60 en significativos sectores populares y de clase media de América Latina tomó cuerpo una cultura política expresiva de las aspiraciones emancipadoras, latinoamericanistas y reformadoras. Además de sus propias reivindicaciones, esa cultura asumió las aperturas creativas ofrecidas por la crítica al estalinismo, las hazañas de la Revolución cubana, los movimientos anticolonialistas afroasiáticos, las revoluciones del 68 y la lucha del pueblo norteamericano por los derechos civiles y contra la guerra en Vietnam. El progresismo que agitó aquellos años, tuvo el mérito de compaginar toda esa gama de experiencias.
En menos de 30 años, esa cultura alcanzó un auge revelador. El brío que el acontecer sociopolítico regional le imprimió produjo una aceleración significativamente marcada por dos hitos: cuando Fidel Castro expuso el Programa del Moncada [2] y cuando lanzó La II Declaración de La Habana, momentos entre los que transcurrieron menos de diez años [3].
No obstante, a finales del siglo XX ese robusto fenómeno se vio erosionado por la demora de los proyectos revolucionarios en coronar victorias definitivas, la frustración de las esperanzas inicialmente cifradas en una amplia renovación del «socialismo real» ‑‑y su abrupto colapso‑‑, así como el cambio de política internacional china. Además, por los efectos del «periodo especial» cubano, que temporalmente retrajeron la confianza latinoamericana en la posibilidad de repeler al imperialismo y acceder al socialismo a más corto plazo, y que incluso motivó controversias sobre la naturaleza del socialismo y sus posibilidades.
Con ello, esa cultura política sufrió un repliegue. Cuando en tiempos de Margaret Tatcher y Ronald Reagan el imperialismo desató la ofensiva neoliberal, en América Latina las fuerzas ideológicas más idóneas para enfrentarla habían perdido importantes referentes y sus proyectos estaban en rediscusión. Esto le facilitó a la derecha imperial y sus socios locales no solo una rápida implantación de sus «reajustes estructurales» en los ámbitos institucionales y económicos, sino asimismo invadir el campo ideológico, cultural y moral.
La ofensiva neoliberal atacó donde sabemos: achicar el Estado y sus atribuciones, desproteger las empresas y la producción nacionales, precarizar el trabajo y devaluar el salario, marginar las organizaciones laborales y sociales, promover el consumismo, etc., y darle sustentación ideológico‑cultural a todo eso.
En la práctica, una cínica apropiación de recursos y empresas nacionales para entregárselos a especuladores locales y foráneos. Su empuje contrarrevolucionario reformuló las normas e instituciones económicas en beneficio de la burguesía financiera transnacional. La pesadilla de las dictaduras militares permaneció en suspenso pero se reformuló el ejercicio de la política y sus prácticas electorales a favor de los liderazgos dispuestos a justificar e implementar los correspondientes «reajustes» institucionales y legales. Aunque se menciona menos, la ofensiva asimismo alineó a los principales medios periodísticos, invadió el ámbito cultural y educacional, restó recursos a las universidades públicas y multiplicó las privadas, eliminó los subsidios a múltiples centros de investigación, cooptó a intelectuales y formadores de opinión, etc.
Aun así, en pocos años sus excesos provocaron malestares e inconformidades sociales que al cabo provocarían desórdenes e insurrecciones urbanas y una creciente pérdida de gobernabilidad. A la postre, la política y los procesos electorales reordenados por las iniciativas neoliberales perdieron legitimidad y eficacia, y quedaron en riesgo los medios de supervivencia del sistema.
Pero incluso tras la crisis económica que emergió en 2008, es ilusorio pretender que el neoliberalismo pereció. Aunque teóricamente desacreditado, sigue fusionado al gran capital y aún siguen vigentes las reglas que instauró, que regulan el comercio y las finanzas internacionales, y gran parte del patrón de funcionamiento institucional de los organismos internacionales y países, así como el modo de pensar de millares de funcionarios públicos y privados. A esto contribuye el hecho de que, si bien esa ideología hoy es objeto de múltiples críticas, todavía no encara una contrapropuesta sistematizada de sus críticos de izquierda.
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Al gobierno, que no al poder
En el ínterin, en América Latina la democracia liberal ‑‑restringida a refrescar periódicamente el orden vigente‑‑ volvió a escena. Mientras por un lado se cerraba el camino insurreccional concebido en los años 60, por el otro reaparecía esa opción electoral, en un ambiente de amplio rechazo a las políticas neoliberales. Con esto, desde finales del siglo XX varias candidaturas de izquierda mejoraron sus oportunidades electorales, al captar a su favor el creciente voto de castigo contra quienes habían avalado dichas políticas. Con diferencias según las particularidades de cada país, algunas izquierdas mejoraron su presencia parlamentaria, o incluso ganaron elecciones presidenciales aun sin obtener grandes victorias locales y legislativas [4].
El análisis comparativo de las experiencias nacionales deberá ser parte de la evaluación que tenemos pendiente. Sin embargo, debe recordarse que estas victorias estuvieron precedidas por numerosas jornadas de luchas sociales, antes de traducirse en posibilidades electorales, lo que a su vez conllevó combinar unas promesas de campaña conscientemente moderadas, con el voto de repudio a las políticas y gobiernos precedentes. Esto es, pese a que la chispa inicial vino de movimientos sociales, gran parte del sufragio finalmente logrado no expresó una identificación ideológica de la mayoría votante con un proyecto enfilado a iniciar la Revolución, ni con el supuesto de que esos candidatos realizarían una gestión de gobierno más revolucionaria que la prometida en campaña.
Con las particularidades de cada caso, esas izquierdas obtuvieron una oportunidad de gobernar concedida por una mayoría electoral que demanda mejorar sus condiciones de vida, pero que no por eso está dispuesta a asumir ‑‑al menos todavía‑‑ los imponderables de un salto revolucionario. En breve, una oportunidad de gobernar para cumplir unas promesas, no para desbordarlas. Además, para hacerlo respetando la institucionalidad prestablecida. Esto es, para llegar al gobierno pero no al poder [5].
No cabe esperar de gobiernos constituidos de este modo realizaciones equiparables a las de aquellos que provinieron de una revolución. En 1917, con la revolución rusa y en la segunda etapa de las revolución mexicana, cuando la revolución boliviana de 1952, con la revolución cubana y en la nicaragüense de 1979, el ejército y las instituciones fundamentales del Estado, el orden político y jurídico vigente, la anterior dominación de clase y la jauría de operadores políticos que la operaban, se desbandaron. Los líderes revolucionarios reorganizaron al Estado conforme a los respectivos proyectos, sin negociarlos con el régimen preexistente ni tener que cohabitar políticamente con la vieja clase gobernante al implementarlos.
Al contrario, a falta de situaciones revolucionarias equiparables y cuando estas parecían canceladas, los gobiernos progresistas electos a finales del siglo XX e inicios del XXI debieron actuar conforme al orden vigente, custodiado y mantenido por esos factores, y aspirar, en la medida de sus propias fuerzas y nuevos apoyos, a modificar ese orden desde su interior.
A su vez, en Latinoamérica la devastación del Estado por la embestida neoliberal y sus irritantes efectos sociales hizo ineludible aceptar rectificaciones, a riesgo de que economías y naciones llegaran al caos. La aparición de gobiernos progresistas ocurrió en ese contexto, cuando urgían políticas correctivas posneoliberales, sin que aún fuera políticamente sostenible emprender alternativas poscapitalistas. Su arribo posibilitó reorientar políticas económicas, reparar daños sociales y, especialmente, restablecer las responsabilidades sociales del Estado. Esto, a su vez, condujo a recuperar importantes cuotas de la soberanía y autodeterminación nacionales y avanzar en la articulación de una comunidad latinoamericana de naciones, lo que antes nunca fue más que una quimera [6].
Pese a las diferencias entre los respectivos procesos nacionales, estos gobiernos coincidieron en un conjunto de características que han tenido importantes efectos regionales: restablecieron el papel del Estado ante la economía, el mercado y la redistribución de la riqueza social; reorganizaron servicios públicos para atender funciones sociales del Estado, principalmente en la lucha contra la pobreza y el hambre, y en el acceso a la salud y la educación; ampliaron las inversiones en infraestructura para el desarrollo y la solución de problemas sociales, y redujeron las desigualdades sociales.
Además de mejorar las condiciones de vida y promover los derechos sociales de millones de ciudadanos, en estos quince años los gobiernos progresistas fortalecieron notablemente el campo de la ciudadanía y de la sociedad civil, así como la participación popular en la discusión de asuntos de interés público. Por muchas reconquistas que las derechas consigan, ese patrimonio cívico no será fácilmente arrebatado a los sectores populares. Cualquier propuesta de futuro deberá levantarse a partir de recuperar y superar esos resultados, porque el punto adonde hemos arribado no es de agotamiento sino de evaluación y relanzamiento de opciones que pueden reactivarse.
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Conquistas y omisiones
Aun así, no todos los reveses sufridos por esta oleada progresista, ni los éxitos de la contraofensiva reaccionaria, pueden atribuirse solo a las artimañas y el poder financiero de las derechas, ni al respaldo estratégico del imperialismo. Parte de ellos deben atribuirse a omisiones y errores de las organizaciones y líderes de izquierda que han animado a los gobiernos progresistas.
En una conferencia en la Universidad de Buenos Aires, Álvaro García Linera afirmó que es necesario identificar las debilidades de esos gobiernos, para «evaluar bien dónde hemos tenido los tropiezos que están permitiendo que la derecha retome la iniciativa», pues solo así podremos superarlos, a fin de vencer «mediante la movilización democrática del pueblo» [7]. Las principales fallas que mencionó pueden resumirse así:
No se dio la necesaria importancia a la gestión de la economía y la ampliación de los procesos de redistribución con crecimiento. Aunque debemos mejorar las condiciones de vida del pueblo y garantizar que este disponga de satisfactores básicos, hemos tenido debilidades en materia económica al hacerlo sin asegurar que el poder político permanezca en manos de los revolucionarios. Gobernar para todos no significa tomar decisiones que, por satisfacer a todos, perjudiquen la base social que le da vida al proceso revolucionario, quienes son los únicos que lo defenderán. El proyecto debe cumplirse sin incurrir en concesiones ni perjudicar al sector popular, puesto que la derecha nunca es leal.
Antes bien, crear capacidad económica, asociativa y productiva de los sectores subalternos es la clave que va a definir, a futuro, «la posibilidad de pasar de un posneoliberalismo a un poscapitalismo». Por eso, la riqueza debe redistribuirse con politización social, pues omitirla implica crear nueva clase media con viejo sentido común [8]. Advertencia en la que coincide con Leonardo Boff, quien señala que mejorar las condiciones de vida de la gente con un asistencialismo políticamente vacío «antes creó consumidores que ciudadanos conscientes» [9].
García Linera agrega que el proceso se ha realizado sin la debida reforma moral, incluso con tolerancias ante el viejo mal de la corrupción. Eso le da a la derecha la oportunidad de tomarse el tema, pese a que el neoliberalismo es el colmo de la corrupción institucionalizada. La corrupción es un cáncer que corroe a la sociedad. Nosotros debemos ser ejemplo diario de austeridad y transparencia ante todos.
Finalmente, observó que se ha sido débil para impulsar la integración económica regional. Aunque se avanzó en la integración política, la integración económica es más difícil. Para terminar, García Linera llamó a prepararse a través del análisis y el debate para emprender una segunda oleada de conquistas revolucionarias, pues «los revolucionarios nos alimentamos de los tiempos difíciles, venimos desde abajo, y si ahora, temporalmente, tenemos que replegarnos, bienvenido, para eso somos revolucionarios». En este contexto, sus observaciones ofrecen base para iniciar ese análisis. Habrá que adicionarle otros elementos; entre ellos, la capacidad de cada gobierno de izquierda para resolver las viejas trabas al progreso económico e impulsar el desarrollo de las fuerzas productivas, además de mejorar la distribución de la riqueza.
Obviamente, el progresismo proviene de las indignaciones sociales agravadas por el neoliberalismo, no del alza temporal de los precios de las materias primas. Por lo mismo, su actual depreciación le ocasiona problemas a los países que las exportan, cualquiera que sea el signo político de sus gobiernos. Lo que no elimina sino que ahonda las causas generadoras del progresismo, que seguirán activas en sus viejas y nuevas formas, que a las izquierdas les corresponde prever.
El tema es oportuno para recordar otro problema. Un buen aprovechamiento de ese alza de las materias primas facilitó al progresismo financiar proyectos de desarrollo social sin exigirle a la clase adinerada hacer mayores contribuciones impositivas. No obstante, esa práctica, de intenciones políticamente apaciguadoras, aunque permitió eludir o posponer confrontaciones, no contribuyó a diversificar y fortalecer la capacidad productiva y el mercado interno de sus países, ni robustecer sus reservas para cuando volvieran las vacas flacas, como sucede tras la debacle mundial de 2008 [10].
Por efecto de su naturaleza posneoliberal y no poscapitalista -y por ello más asistencialista y conciliadora que revolucionaria‑‑ de la mayoría de los gobiernos progresistas, algunas acciones indispensables para asegurar la continuidad del proceso, como importantes reformas agrarias, laborales y tributarias, dejaron de acometerse. Además, en la mayoría de los casos, tampoco se realizó la necesaria reforma política y electoral, ni la del campo de los medios informativos. Estas omisiones ‑‑cometidas ya sea por acomodamiento ideológico, falta de decisión política o insuficiente respaldo social para superar trabas judiciales o parlamentarias‑‑ también pueden considerarse logros de los mismos medios de comunicación que antes contribuyeron a desacreditar e intimidar al liderazgo progresista y a desanimar sus bases de apoyo, y que ahora encabezan la contraofensiva reaccionaria.
La falta de esas reformas, aunque en su momento haya contribuido a aplacar ciertas reacciones de la clase dominante, también debilitó la base social y la sostenibilidad de esas experiencias progresistas. La suposición de que para reelegirse bastaría «comprar» gratitud popular satisfaciendo necesidades sociales e incrementando el poder adquisitivo, además de irrespetar a los necesitados, ha sido un fracaso: los shoping centers y el consumismo fueron sus grandes beneficiarios.
La actual contraofensiva de las derechas es flagrante prueba del fiasco de la idea de sumar fuerzas mediante la conciliación con elementos de la derecha económica y sus representantes políticos. Lo que vuelve a recodarnos que el sentido de buscar el poder del Estado es usarlo para vencer a la clase dominante, no para dormir con ella.
Después de que los proyectos revolucionarios de los años 60 y 70 del siglo XX dejaron de alcanzar los objetivos previstos o concluyeron en reformas negociadas con el régimen existente, de que Latinoamérica fue objeto de cruentas dictaduras contrarrevolucionarias y de que la democracia restringida reapareció atada a la ofensiva neoliberal, no ha vuelto a darse otro auge ideológico de aquella intensidad. La oleada sociopolítica que posibilitó las victorias electorales progresistas de inicios del siglo XXI expresó a unas mayorías electorales todavía resabiosas, que desean revertir los efectos de la devastación neoliberal pero temen recaer en conflictos armados o dictaduras militares, o sufrir otras tribulaciones.
Se supone que para rebasar esta situación pudieran caber dos opciones: según la primera, para ir más allá hace falta lograr sucesivas reelecciones del gobierno progresista, en las cuales sus simpatizantes podrán votar por un programa más avanzado, gracias al apoyo político obtenido mediante una buena gestión gubernamental y la satisfacción de importantes necesidades sociales. Ese supuesto es más engañoso de lo que parece: como estos años lo han demostrado, esos gobiernos generalmente no han buscado reelegirse proponiendo alternativas más radicales, sino opciones reculadas a la defensiva, problema que debe examinarse.
La segunda opción reconoce que ese límite solo puede ser superado si el proceso consigue formar bases políticas que demanden avanzar más allá y defiendan las iniciativas que desborden las restricciones establecidas. En un régimen democrático eso implica sumar nuevos contingentes electorales con los cuales sobrepasar las ofertas de las derechas, sin incurrir en concesiones oportunistas que desvirtúen al proyecto de izquierda y le resten credibilidad. Esto exige formar fuerzas políticas adicionales, movilizar iniciativas populares y sostener presión social, misiones cuya naturaleza corresponde principalmente a las organizaciones de izquierda, más que a las instituciones gubernamentales que, legalmente, deben servir a toda la sociedad.
El supuesto de que avanzar depende de sucesivas reelecciones dentro del sistema existente subestima las respuestas que las derechas y sus mentores foráneos emprenden desde su primer revés. Aunque pierdan uno o más comicios, ellos conservan su poder económico, sus vinculaciones internacionales, el control de grandes medios de comunicación y su influjo cultural. La perplejidad inicial pudo desconcertar a la derecha por un tiempo pero, antes de la siguiente campaña, ella había realineado sus recursos y medios, invertido en renovar su imagen y procesaba metódicamente la corrosión de la imagen moral y política de la izquierda que la derrotó [11].
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Mover fuerzas adicionales
Desarrollar un proceso revolucionario implica transformar indignaciones sociales en movimientos políticos; esto exige promover la formación de nuevos contingentes de cuadros, promover y movilizar mayores organizaciones populares e incrementar presión social consciente y organizada.
Reconocerlo conlleva admitir que todavía una importante cantidad de pueblo pobre no responde al llamado de las izquierdas. Por ejemplo, en la inminencia del golpe parlamentario en Brasil, Lula da Silva comentó que mientras una parte de ese pueblo salía a las marchas, otra se quedaba a mirar televisión [12]. El tema reclama estudiarlo, porque es imperativo crear mejor capacidad para sacar de su postración a los sectores del pueblo pobre con deficiente conciencia de clase, y hacer que mayores contingentes de ese pueblo afronten sus problemas con participación social y política.
Uno de los grandes retos de las izquierdas es alcanzar la conciencia de los explotados y los marginados que dejan de sumarse a las movilizaciones proletarias o que, aun peor, se dejan llevar por el histrionismo «antipolítico» de la nueva derecha, encandilados por los Fujimori, La Pen o Trump. El hecho de que todavía haga falta alcanzar esas conciencias prueba que los medios organizativos y de comunicación que todavía usamos para esto no son apropiados.
Tras las experiencias confrontadas por las izquierdas a fines del siglo XX y de la hegemonía neoliberal, en Latinoamérica la crisis cultural y moral avanzó bastante más que la construcción de nuevas propuestas político‑ideológicos de izquierda y modos de compartirlas. Luego de tantos años de decepciones la gente está harta, sin que esto signifique que ya es consciente de sus demás alternativas. La irritación ante la creciente desigualdad, el empleo precario y la pobreza conviven con el descrédito de los sistemas políticos, partidos y liderazgos conocidos. Además, con la sensación de temor diseminada por la carencia de seguridad y la frustración de pasadas expectativas.
Toca así enfrentar una derecha reciclada que ahora disputa el campo político con renovados instrumentos: más articulada orquestación continental, un predominio mediático masivo y a la vez segmentado para públicos específicos, y un repertorio de consignas populistas esquematizadas mediante una brutal simplificación de las ansiedades populares, que no requieren mayor esfuerzo explicativo. Entre ellas, la de presentar candidatos supuestamente apolíticos o «antipolíticos». La naturaleza elemental de estos clichés facilita su penetración entre poblaciones domesticadas por el «sentido común» que por décadas la clase dominante ha sembrado entre quienes explota y margina.
Esta derecha ‑‑como sus mentores transnacionales‑‑ lo hace con una nítida claridad de objetivos : no pretende apenas volver a Palacio o evitar que la saquen de ahí, sino retomar el poder real para suprimir las conquistas sociales que el movimiento popular acumuló desde mediados del siglo pasado, y no solo los beneficios obtenidos durante esta última oleada progresista. En el contexto global de crisis del capitalismo, ahora al capital transnacional y a la clase dominante en cada país les urge erradicar esas conquistas y recuperar el control de los recursos físicos y energéticos de todo país y región, para intensificar la explotación del trabajo y elevar la tasa de ganancia y acumulación de sus inversiones.
En las actuales circunstancias, para suprimir esas conquistas populares la derecha debe apelar a procedimientos menos obvios que los golpes militares. Lo puede conseguir en tanto que ‑‑ aprovechando los medios que le dan ventajas‑‑ logre neutralizar la capacidad de las organizaciones populares para defender ese patrimonio. Esto es, derrotar y anular, en el ámbito sociopolítico e ideológico, a las fuerzas y ciudadanos que se oponen a esa regresión, desacreditando y reprimiendo a esas fuerzas, y criminalizando a estos ciudadanos a través de un sistema judicial y un sistema periodístico plegados a su servicio. Eso, por supuesto, no constituye un proyecto de nación sino todo lo contrario.
Como parte de ese esfuerzo, la derecha busca explotar a su favor las insatisfacciones sociales existentes, así como seducir a muchos «seres humanos arrojados a la marginalidad, la ignorancia y la desesperación, para intentar hacer de ellos una fuerza de choque salvaje» [13] contra los ciudadanos más conscientes, y no solo en el plano electoral. Esta convocatoria a la coacción y la violencia es una de las manifestaciones del fascismo como forma política de la estrategia de contrarrevolución preventiva.
Captar determinado malestar colectivo y dirigir sus imágenes contra blancos seleccionados al efecto permite extraviar y seducir a los sectores populares que siguen fuera de nuestro alcance, e instrumentarlos al servicio de propósitos contrarios al interés popular. Para eso existe una demagogia característica del género de liderazgo que la nueva derecha «antisistémica» y el neofascismo ofrecen, como lo exhibe el liderazgo mediático de Trump.
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Construir contracultura
Las amenazas que la nueva derecha representa destacan el valor que para las izquierdas siempre ha tenido ‑‑y la prioridad que ahora tiene‑‑ el cometido de promover conciencia y organización populares. Si las armas de esa derecha pueden incidir sobre una masa ignorante, afligida y desarticulada, superar esa debilidad popular es más urgente. Estas circunstancias no solo reclaman mayores progresos del factor subjetivo, en el sentido de contar con mejores ideas y proyectos, sino convertirlos en fuerza política insertándolos en la cultura y el sentido común de los diferentes sectores populares.
La solidaridad y la conciencia de clase no se forman espontáneamente, al menos no con celeridad. Al disgusto social es preciso inducirle determinado sentido ideológico. En el seno del pueblo explotado y resentido madura una transición cultural que, dejada a la espontaneidad puede demorar o extraviarse, pero que por eso mismo es preciso alentar y darle propósito. A contramano de la ofensiva que la reacción arroja sobre esa masa para impregnarla de una subcultura funcional a la derecha, corresponde promover la contracultura expresiva de las reivindicaciones y expectativas populares.
Es con base en ella que se puede fomentar la independencia crítica del pensamiento popular y desarrollar su solidaridad de clase, frente a la agenda temática, las interpretaciones y mitos de los grandes medios y demás instrumentos de inseminación ideológica de la clase dominante. Eso facilitará que esos sectores tomen distancia de la cultura vigente, al identificar y oponerle sus propios fines, temas y valores. Para quienes son parte de esa experiencia, esto es un proceso que va de tener una percepción de la actualidad objetiva de su realidad hacia madurar una proyección subjetiva de esa fuerza social.
Ser parte de uno de los sectores más lastimados e inconformes de la población no necesariamente lleva a cada persona a escoger opciones revolucionarias. Antes puede inducir a salidas individualistas y de corto plazo, sobre todo cuando se carece de acceso a una propuesta confiable. Esta contracultura popular debe ser eficaz para que esa solidaridad supere la atomización de las salvaciones individuales ‑‑místico‑religiosas, delincuenciales o neofascistas‑‑ que el neoliberalismo propicia.
El inmediatismo personal ofrece salidas por la ruta del delito y la degradación, del oportunismo político o la enajenación evangélica, igualmente funcionales al sistema imperante. Al contrario, para optar por algo moral y políticamente acertado hace falta acceder a una opción creíble, con objetivos de mayor aliento, que propicie actuar colectivamente en busca de soluciones estructurales y duraderas, en lugar de salidas individuales e inmediatistas.
Como Milton Santos explicó, el problema es «cómo pasar de una situación crítica a una visión crítica y, enseguida, alcanzar una toma de conciencia» [14]. Este proceso conlleva enfrentar la dura existencia de la pobreza y la injusticia como un hecho real, y asimismo como una paradoja: la de tener que aceptar esta realidad para sobrevivir, pero a la vez darse capacidad de resistir para poder pensar y actuar para cambiarla, en busca de otro futuro. Para mejorar las posibilidades de que este salto se haga factible es necesario desarrollar una pedagogía popular, para construir o reconstruir ideas, propuestas y organizaciones que le faciliten a los diversos sectores del pobretariado apropiarse de esa visión y proyecto confiables [15].
La cultura dominante lo es, entre otras cosas, porque la realimenta el poderoso soporte de los medios de la clase dominante. Sin embargo, para superarlo no basta crear medios alternativos ni soñar con disponer de medios similares a los burgueses. Antes la creatividad popular debe aprender a contraponer sus propios mensajes frente a los grandes medios, sin concesiones a la cultura de sus emisores sino conforme a su propia contracultura.
Hace más de un siglo Carlos Marx enseñó que cuando las ideas prenden en las masas se convierten en fuerza material. Pero solo cuando tienen por qué y cómo prender. Y como dice Antonio Gramsci, el poder se construye desde el interior del movimiento social, en consecuencia con ese principio. Porque poder es verbo, no sustantivo. No es una cosa o sitio, palacio o silla que pueda tomarse, sino un producto: la capacidad de reunir las fuerzas sociopolíticas necesarias para hacer que algo suceda, o impedir que suceda. Su antónimo es impotencia, que se padece cuando se es incapaz de hacer cumplir o incumplir ese propósito. Esto es, la correlación de fuerzas entre quienes impulsan una iniciativa y quienes la rechazan, lo que depende del desarrollo sociopolítico y maestría de cada contrincante.
Dichas ideas de Marx y de Gramsci se refieren a un sistema de propuestas convincente y factible, capaz de tomar cuerpo en la cultura política de crecientes masas de trabajadores pensantes, y orientarlas hacia un objetivo que ellos podrán realizar. Pero generar ideas y hacerlas prender es muy distinto que agitar listas de quejas y objeciones, donde la izquierda más estridente suele encasquillarse sin sumar fuerzas. El supuesto de que mientras peor se pone la situación mayores serán las posibilidades revolucionarias no es una hipótesis sino un desvarío. Si las penurias de la pobreza extrema bastaran para crear fuerzas revolucionarias estas hace mucho habrían triunfado en Sudán, Honduras o Bangladesh [16]. La cuestión no es exaltar inconformidades carentes de alternativas viables, si en la práctica eso encalla en impotencias.
La observación de Vladimir Lenin según la cual «la cultura dominante es la cultura de la clase dominante» no significa que la burguesía procura que todo obrero piense como un burgués, sino que ella establece los respectivos roles sociales: el burgués educa a su hijo para ser un ejecutivo eficaz, y al obrero y su prole para formarlos como servidores disciplinados y rentables. Por consiguiente, la contracultura popular debe impulsar a cada trabajador ‑‑y a cada desempleado‑‑ a actuar como ciudadano consciente de sus derechos y de sus deberes de solidaridad. En consecuencia, también como ciudadano capaz no solo reinterpretar mensajes, sino de emprender el proceso que lo lleve de ser receptor a ser productor de otros mensajes.
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Renovar formas de lucha
Si una y otra vez se hace lo mismo, se vuelve a obtener igual resultado. Si las izquierdas insisten en comunicarse e interactuar de las formas ya trilladas con los sectores del «pobretariado» que no responden a sus llamados, eso prueba que les urge crear otros modos de hacerlo, y estos probablemente no serán los mismos para cada diferente sector.
Ante eso, Joao Pedro Stedile afirma que lo primero es impulsar lo «que eleve el nivel de conciencia política e ideológica de nuestra base social», pues urge «formar grandes contingentes de militantes de la nueva generación joven que fue confundida por el neoliberalismo y los medios de comunicación burguesa». Y puntualiza que para esto es necesario construir nuevas formas de comunicación de masas de los movimientos y partidos populares, donde compartir y «profundizar el conocimiento y articular fuerzas alrededor de un nuevo proyecto de desarrollo popular». Para conseguirlo hay que haber discutido y concertado ese proyecto.
A ello Stedile añade que, asimismo, «debemos construir nuevas formas de lucha masiva», pues «las formas clásicas como [las] huelgas, paralizaciones o marchas son insuficientes, y por ello necesitamos ser creativos», ya que «requerimos desarrollar nuevos instrumentos de lucha que motiven a la gente, aglutinar a la juventud y dar un sentido de esperanza a nuestras luchas». Por eso «necesitamos organizaciones políticas y sociales de nuevo tipo», y para lograrlo «hay que trabajar sin fórmulas o modelos predeterminados» [17].
Crear otros tipos de organizaciones y formas de lucha implica un importante componente ético, que es esencial a toda agrupación de izquierda. Si una organización propone transformar al país pero admite arreglos oportunistas como negociar comportamientos políticos con sus padrinos financieros, deslizarse al centro político o tolerarle conductas moralmente dudosas a sus dirigentes o aliados, no solo arriesga su credibilidad sino su existencia. La confiabilidad puesta en entredicho lleva al escepticismo y enseguida la suspicacia popular concluye que «estos son iguales que los otros».
Ese fenómeno es asimétrico. Si un partido conservador pasa por alto tales actuaciones pocos ciudadanos se sorprenderán, puesto que la moralidad de ese grupo es funcional a la del régimen que representa. Pero si ello sucede en una organización que propone transformar al país y darle otro horizonte ético, admitir actitudes que recuerdan las del repertorio moral oligárquico, eso no es un contrasentido sino una aberración. Para la militancia revolucionaria ser consecuentes con determinada ética ‑‑por cuyos principios incluso se está dispuesto a perder la libertad y hasta la vida‑‑, esto es definitorio. Y para la credibilidad y confianza ciudadanas también.
La izquierda tiene el deber de constituirse como referente ético y reserva moral del país. Su solidez cívica no solo es un deber de consecuencia con los valores que la definen, sino un asunto de confiabilidad política. Por eso los medios de la clase dominante son incansables cazadores de reales o verosímiles pecadillos de la izquierda, porque la descalifican como tal.
Por eso mismo, se debe reconsiderar la estrategia de fabricar mayorías ‑‑a veces pírricas‑‑ por medio de alianzas con partidos y políticos de discutible consistencia moral, lo que frecuentemente hace callar denuncias que la ciudadanía demanda de las izquierdas. Denunciar la corrupción endémica de la burguesía y de la política burguesa es una prioridad ineludible; por lo tanto, si tales alianzas obstaculizan desarrollar este papel, es necesario remplazarlas con alianzas pactadas con movimientos sociales y organizaciones populares.
En este sentido, cuando los jóvenes ‑‑entre otros sectores‑‑ son o parecen indiferentes al llamado de las izquierdas es erróneo presuponer que esto implica rechazar las opciones progresistas. Antes bien, expresa su aversión a la política y los políticos conocidos, que no responden a sus expectativas, así como a las izquierdas que se dejan envolver en el rejuego político usual o se limitan a una retórica candente y a veces ininteligible. El suyo es un voto crítico contra es estatus quo. Antes de lamentar su actitud es preciso evaluar si el problema está en nuestras deficientes formas de interactuar con ellos, de darles ejemplos que valgan la pena y de obtener su confianza.
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Exigir la reforma política
Para las derechas, la democracia ‑‑incluso la democracia restringida‑‑ es una opción táctica, incluso descartable. Para ella lo esencial es disponer del poder real para cumplir un propósito, que en la presente etapa es el de consolidar, o de recuperar, el completo control discrecional sobre los recursos naturales y económicos del país y, asociada al capital transnacional, explotarlos intensivamente, con la menor resistencia y la mayor disciplina sociales. La función de la democracia restringida es legitimar y administrar políticamente ese propósito con el mayor consenso posible, es decir, con la menor resistencia social y represión física que ella posibilite.
Los ejemplos de con qué facilidad las derechas ‑‑latinoamericanas y transnacionales‑‑ violentan las normas, instituciones y cultura democráticas cada vez que les haga falta, últimamente han abundado. Según cada realidad nacional, valiéndose de viejos y nuevos métodos y pretextos, que se remontan a los medios usados para desestabilizar al gobierno de Salvador Allende hasta ahogarlo en sangre. Así la perversión mediática y electoral que hizo posible elegir a Macri o la corrupción mediática, judicial y parlamentaria que permitió defenestrar a Dila Rousseff, etcétera. Sobre eso hay abundante y buena literatura.
Paradójicamente, pese a tratarse de un régimen político más restringido que democrático, en esta etapa son los sectores progresistas y las izquierdas quienes se han destacado como defensores de los principios y el orden democráticos. Eso no debe distraernos de cuatro cosas:
La primera, que la institucionalidad defendida frente a contraofensiva reaccionaria es la misma que antes fue implantada por pasados gobiernos conservadores para restringir el juego democrático e impedir que las cosas cambiaran. Una institucionalidad que es imperativo democratizar a fondo. Defenderla carece de sentido si no es reformándola a través de un proceso que la haga de interés popular, participativa y protagónica.
La segunda, que para hacerlo hay que tener claro qué país tenemos y qué proyecto de país proponemos, para darle base a un nuevo proyecto de nación, con la cual esa reforma y nuestras demás acciones deben ser consecuentes.
La tercera, que nuestro análisis del acontecer político y nuestra producción teórica deben tener presente que para las izquierdas y los movimientos progresistas es indispensable crear mayor capacidad para convertir la inconformidad e indignación sociales en militancia, no solo para derrotar a la contrarrevolución sino para transformar al país, como dos aspectos del mismo proceso.
Y la cuarta, que esto exige una constante formación de fuerzas en los ámbitos del trabajo, de la vida comunitaria y de las demás formas de la convivencia humana. Hace indispensable compartir ideas con los diversos sectores progresistas, para convertirlas en fuerza efectiva. Lo que es mucho más que competir en torneos electorales [18].
Defender y mejorar gobiernos progresistas no es el fin de esta experiencia, sino una oportunidad para completar las condiciones que todavía faltan para impulsar la siguiente. Entre ellas, vencer a las derechas en el campo de la confrontación ideológica, la cultura política y la comunicación persuasiva.
Esto solo puede desarrollarse como parte de un proceso regional de construcción de contrahegemonía político‑cultural. Es decir, como parte de la confrontación ideológica que le dé mayor sentido y aliento a la batalla política que está en marcha, con el concurso de la multiplicidad de fuerzas que somos, ricas tanto en variedad de identidades como en expectativas comunes.
Notas:
[1] Bajo esas causas subyacen los componentes estructurales de la crisis. Además, donde la derecha ha recuperado el gobierno enseguida acomete políticas que no demoran en provocar indignaciones adicionales.
[2] La Historia me absolverá, de 1953, donde se plantea el objetivo de lograr un régimen democrático progresista, sin mencionar al socialismo.
[3] En 1962, en la cual pasó de reafirmar al socialismo cubano a convocar a la diversidad de las fuerzas que podían emprender la revolución latinoamericana.
[4] Obviamente, tales procesos han sido distintos donde una fuerza de izquierda llegó a Palacio sin obtener mayoría parlamentaria ‑‑lo que mediatiza los alcances de su victoria (como Lula)‑‑, o donde triunfó en ambos cotejos (como Chávez). Como tampoco fue igual donde antes unas insurrecciones urbanas defenestraron al anterior gobierno neoliberal (como Morales o Correa), que donde triunfó ganándole a la derecha unas elecciones reñidas (como Rousseff), o cuando la izquierda triunfó pero su victoria le fue robada (como Cárdenas y López Obrador).
[5] Solo donde grandes insurrecciones urbanas abrieron la posibilidad de cambios mayores, algunos de esos gobiernos pudieron realizar reformas constitucionales que ampliaran su campo de acción aunque, aun así, esas reformas luego resultarían insuficientes, como en Bolivia, Ecuador y Venezuela.
[6] Desarrollaron importantes proyectos de solidaridad e integración latinoamericana e incluso caribeña, que rehicieron y fortalecieron, o crearon, organismos como el Mercosur, la Unasur, el Alba y finalmente la Celac. Eso incrementó notablemente el peso político y diplomático de Latinoamérica frente al mundo, y su capacidad de negociación. Ni siquiera los críticos más biliares de este progresismo desconocen tales adelantos de la integración regional.
[7] En «La revolución es continental o mundial o es caricatura de revolución», conferencia dictada el 20 de septiembre de 2016. Ver http://www.marcha.org.ar/garcia-linera-la-revolucion-continental-mundial-caricatura-revolucion/
[8] García Linera define sentido común como los conceptos íntimos, morales y lógicos, con los que la gente organiza su vida.
[9] «Diez lecciones posibles tras la destitución de Dilma Rousseff», en [email protected] , del 25 de septiembre de 2016.
[10] En ese marco suele hacerse la crítica del extractivismo atribuido a los gobiernos progresistas. Aunque es deplorable que un gobierno de ese tipo pueda admitir tales prácticas, esa crítica soslaya que ellas datan del capitalismo «salvaje» y los regímenes conservadores, y que han sido exacerbadas por las políticas neoliberales, antes y después de esta oleada progresista. Al contrario, los gobiernos progresistas son quienes más han procurado someter esas actividades a adecuadas normas ecológicas y prioridades sociales.
[11] De esto ya me ocupé entes y no hace falta repetirme aquí. Ver «Una coyuntura liberadora… ¿y después?» en Rebelión 23 de julio de 2009, «Una liberación por completar» en Alai del 17 de agosto de 2009 y, especialmente, «¿Quién es la «nueva» derecha?» en Alai del 14 de abril de 2010 y Rebelión del siguiente día.
[12] A su manera, algo equivalente sucedió en el plebiscito sobre el acuerdo de paz en Colombia, cuando gran parte de los votantes dejó de asistir.
[13] Ver Luis Bilbao, «América Latina no gira a la derecha», en ALAI, América latina en movimiento, 11 de febrero de 2010.
[14] En Por uma outra globalização: de pensamento único à consciência universal . Record, Rio de Janeiro, 2007, p. 116 (original en portugués, cursivas de NC). Milton Santos fue un destacado geógrafo y catedrático brasileño, con valiosas aportaciones a la geografía sociocultural.
[15] Una de las tareas de toda izquierda es desarrollar esa pedagogía, que en las tradiciones latinoamericanas ha tenido valiosos precursores, entre quienes aún resalta Paulo Freire.
[16] Un sabio proverbio popular haitiano advierte que «saco vacío no se para». Los indigentes no son los mejores luchadores sociales cuando para poder resistir y pensar todavía falta un mínimo bocado que llevarse al estómago. La satisfacción de las necesidades más perentorias ‑‑alimento, cobijo, salud‑‑ demanda razonar su propia condición y la posibilidad de cambiarla, para poder ascender de marginado a rebelde.
[17] Ver «Los desafíos de los movimientos sociales latinoamericanos», América Latina en movimiento, Agencia Latinoamericana de Información (http://alainet.org), 4 de diciembre de 2006).
[18] Estas exigencias no se refieren solo a las organizaciones que luchan en la oposición, sino igualmente a las que han llegado al gobierno. Porque no se trata apenas de emplazar mayores fuerzas y dinámica para derrotar la contraofensiva reaccionaria, sino también para sacar de la modorra burocrática y hacer rendir cuentas a los cuadros que cobran salario en los gobiernos progresistas.
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