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Crónica de un acompañamiento a Humala a la zona del terremoto de Perú

El desastre

Fuentes: Rebelión

Diez días después del terremoto sigue habiendo numerosos pueblos y poblados abandonados a su suerte. El Partido Nacionalista del Perú lleva hoy, 25 de agosto, una nueva caravana de ayuda a los damnificados de uno de estos pueblos. Acepto gustoso la invitación de Ollanta Humala para integrarme a la comitiva y vivir personalmente las consecuencias […]

Diez días después del terremoto sigue habiendo numerosos pueblos y poblados abandonados a su suerte. El Partido Nacionalista del Perú lleva hoy, 25 de agosto, una nueva caravana de ayuda a los damnificados de uno de estos pueblos. Acepto gustoso la invitación de Ollanta Humala para integrarme a la comitiva y vivir personalmente las consecuencias del desastre natural y social.

La ayuda se va a repartir en Imperial, Provincia de Cañete, un pueblo de 36.000 habitantes que votó mayoritariamente al partido nacionalista. Se supone, por tanto, que el alcalde es amigo y facilitará un reparto organizado. Pero cuando la comitiva llega con su camión de avituallamiento empiezan los problemas. No concede ningún local municipal donde depositar la carga y se empeña en hacer personalmente el reparto. O sea, en hacerse la foto y ganar votos para las próximas elecciones. El alcalde parece haberse desligado de quienes lo llevaron al poder y ahora se arrima al sol que más calienta, el partido de los ricos, el APRA.

¿Qué hacer, pues? No es cuestión de volverse a Lima con la carga. El responsable de la distribución, Enrique Juscamaita, tiene ya organizado su plan y los sitios donde llevarla. Con la colaboración de Angélica, la joven teniente de alcalde, se acuerda ir a cada uno de los 5 barrios periféricos más afectados por el seísmo y entregarles a sus dirigentes elegidos una parte de las donaciones. Ollanta Humala ha dispuesto que se certifique en negro sobre blanco cada entrega con la firma del receptor.

He podido presenciar in situ el caos y la corrupción que impera por doquier. Ante la ausencia del Estado, los pobladores, como se denominan aquí los pobres, se organizan ellos mismos como pueden.

El centro de Imperial ha sido bien vapuleado por el terremoto. Las calles están cubiertas por los montones de escombros de adobes, tierra y cañizo que la gente ha ido sacando a fin de dejar libre el diminuto solar donde reconstruirán su nueva casa. El auto de Lucho se las ve y se las desea para transitar por ellas. Pero en ese centro en ruinas pululan minúsculos mototaxis, carritos y tiendecitas que venden cualquier cosa, desde frutas y bocadillos hasta DVDs, todos piratas, claro está. La lucha por la supervivencia renace y se agita por doquier.

Angélica, fiel a Ollanta y al partido, nos dirige a la barriada de San Isidro Chico, situada a pocos kilómetros. Tanto éste como en los demás anexos periféricos, son los más afectados, los más abandonados, y los mejor organizados en torno a sus jefes locales. El poblado está totalmente derruido. Sus 65 familias (200 habitantes) se cobijan en tiendas de plástico y chamizos de caña y esteras más o menos improvisados. Todas las noches les llueve, confiesa el dirigente, y se levantan mojados. Ya hay varios niños enfermos de neumonía. Hace un par de días se les murió un bebe a consecuencia del frío y la humedad de la tierra y del cielo. Sí, Dios es inmisericorde con los pobres. Mientras tanto, sus ministros, el arzobispo opusdeista de Lima y nuncios papales pavonean sus ropajes y bonetes rojos ante las cámaras de televisión en el palacio presidencial. Este arzobispo, Juan Luis Cipriani, está acusado por la Comisión de la Verdad de delito de omisión en Ayacucho. En medio de la guerra sucia de Sendero Luminoso cerró sus puertas a quienes imploraban su ayuda. Llegó a decir literalmente que «los derechos humanos son una cojudez» (tontería). Está declarado persona non grata en la misma Universidad Católica de Lima.

En medio de los escombros una especie de barbacoa cubierta, todavía en pie, presenta la hornacina vacía donde antes residía la estatuilla de San Isidro Chico. Alguien se la ha debido robar para cambiarla en el mercadillo por algo que llevarse a la boca.

Los pobladores, mal vestidos, sin peinar ni lavar (no hay agua, jabón ni peines), reciben a Ollanta como al divino Salvador. Todos quieren tocarlo, que bese a sus niños, que remedie sus males. Y este soñador cobrizo, claramente conmovido, sólo puede consolarlos con un corto discurso. Los anima a ser solidarios, a ayudarse mutuamente y a mantener la esperanza. A continuación le hace entrega al presidente de San Isidro Chico de 375 palos y 5 rollos de plástico de 115 metros cada uno. El acto se solemniza con la firma del papel acreditativo de la donación. Eso para que luego no difame la prensa, que difamará. Con ellos pueden construirse refugios donde guarecerse un poco del frío y la lluvia. Un grupo de 10 jóvenes voluntarios de ambos sexos se quedarán en el poblado para ayudar en las tareas que los requieran.

Y nos vamos con la música, esto es, con los palos, el plástico y algunos víveres y ropa, a otra parte. El nuevo poblado, Casa Pintada, es otro montón de ruinas. Sólo han quedado en pie las fachadas de una callejuela. Tras ellas todo está en el suelo. Alguien sugiere que se le ponga el nombre de Calle de las Fachadas cuando se reconstruya. Aquí, como en el anterior, conocen a Angélica, por sus visitas y atenciones. La recepción de Ollanta es eufórica, como en los demás sitios. Todos quieren sacarse una foto con él y con sus niños. Ni una sola casa ha quedado en pie. Las tiendas y chamizos e agolpan en un descampado en cuyo centro han dejado un espacio, un lugar del tiempo para juegos infantiles y conversaciones de adultos. Estos desposeídos de todo se las han ingeniado para preparar una lumbre de leña donde humea una enorme olla. Nos van a obsequiar con el plato típico de aquí: una sopa seca, esto es, n plato de fideos sin caldo. Dada la importancia del visitante, han logrado hacerse con un pavo. Lo han frito y en cada uno de nuestros platos han depositado una buena tajada. Resulta sabroso, bien por el picante o por el hambre que arrastramos. El mismo ceremonial de la entrega de palos y plástico.

Cuando llegamos al poblado siguiente, San Benito, la gente hace ya cola ante el camión, a la espera de lo que vayan a repartir. Pero sólo se trata de palos y plástico para que se construyan sus cobijos. Quieren carpas. Todos, y en particular todas, se agolpan en torno a Ollanta. Ante mi pinta de «misti», también me abordan a mí. «Algo para nosotras, señor, en la barriada de Santa Rosa», clama un grupo de mujeres con sus niñitos a la espalda. (Por santos y santas que no quede). «or favor, señor, una carpa para mi hija que está a punto de dar a luz», pide otra señalando la panza de una joven. Angélica se siente muy afectada ante su impotencia para satisfacer tanta necesidad y aliviar tanto dolor.

La cuarta estación de este vía crucis tiene lugar en una plaza del pueblo. Los vecinos se han ordenado en una cola perfecta. Las tiendas de plásticos y chozas de esteras ocupan buena parte del espacio. La Iglesia está cuarteada y una cinta de plástico impide que nadie se acerque. En Pisco, próxima al epicentro del seísmo, la iglesia de San Clemente se vino abajo sepultando a casi 200 feligreses que asistían a misa. Pero la Divina Providencia hizo el milagro de que el cura fuese el único superviviente con apenas unas magulladuras. Sin embargo, se acusa a la Iglesia, con mayúscula, de negligencia en sus construcciones.

Son las 5:30 de la tarde noche y hay que volver a Lima. Son dos horas de carretera a velocidad de crucero. Pero el acertado dominio de Lucho al volante nos permite comentar este desastre natural, esta tragedia humana, increíble si no se vive.

El desastre es, sobre todo, sociopolítico. Las privatizaciones del brutal neoliberalismo introducido por Fujimori, continuado por Toledo y reforzado por Alan García, han reducido el Estado a su mínima expresión. El Indeci (Instituto Nacional de la Defensa Civil), por ejemplo, carece de medios para afrontar cualquier emergencia. Desde hace 8 años tiene el presupuesto congelado. Toledo vació lo poco que contenían sus almacenes. Vale la pena recordar que los incas tenían un sistema de ayuda mucho más eficaz. A lo largo y a lo ancho de de su imperio, mucho mayor que el Perú actual, disponían de toda una serie de depósitos, los tambos, bien provistos de todo lo necesario para socorrer a la población en caso de emergencia.

Hoy, existen pueblos de las estribaciones de los Andes, también muy afectados esperando que alguien les lleve algo. No hay carreteras ni helicópteros. Ante la ausencia de Estado, el Gobierno recurre a la privatización de lo poco que todavía le queda: puertos, aeropuertos, comunicaciones, y un pequeño etcétera. La reconstrucción de la zona afectada se entrega a un gran empresario privado de nominado el zar. El resultado previsto será la mayor concentración de las tierras y el mayor enriquecimiento de las cementeras y ladrilleras.

La corrupción alcanza tales niveles que la gente hace ya cábalas sobre el número de nuevos ricos que saldrán de esta tragedia. Aquí no se escapa de la sisa ni Dios. Lo asesinaron, como decía el poeta.