García Lorca nos habla de tres espíritus que mueven la cultura Europea, la musa greco-latina, el ángel franco-germano y el duende andaluz. Pero es Valle-Inclán quien nos devela la esencia de lo esperpéntico español: la superioridad del impotente, el miedo al espantajo, el inconmensurable poder de la tristeza; uno de los lamentables arquetipos de lo […]
García Lorca nos habla de tres espíritus que mueven la cultura Europea, la musa greco-latina, el ángel franco-germano y el duende andaluz. Pero es Valle-Inclán quien nos devela la esencia de lo esperpéntico español: la superioridad del impotente, el miedo al espantajo, el inconmensurable poder de la tristeza; uno de los lamentables arquetipos de lo peninsular.
El Tribunal del Santo Oficio de la Inquisición, la pintura de Zurbarán, el garrote vil, los empalamientos, el aceite de ricino que los nacionalistas hacían beber a los «blasfemos», Felipe VII, el Opus Dei, el garrote vil disfrazado de juez Garzón, Benito Pérez Galdós, la mantilla, Francisco Franco, Juan Carlos I, el PP y el PSOE, como los dos brazos de un mismo status quo mórbido y cínico, son las manifestaciones más claras de este fantasma maligno.
Lo esperpéntico es el signo de cierto espíritu hispano que sobrevive menos en la España subterránea de lo que lo hace en la superficie de sus antiguas provincias de ultramar. Conservado y alimentado por las elites que se mantuvieron dentro de la mentalidad colonial, pero, padecido también de un modo inconsciente y terrible, por las grandes bases del pueblo mestizo. Es por ello que no nos asombra la actitud esperpéntica, síntesis de lo siniestro y lo ridículo, con la cual sectores de nuestra población se ufanan del desaire hecho por el supuesto rey de España al presidente legítimo de su propio país.
Imposible de explicar por otra cosa, que no sea por un principio esperpéntico activo entre nosotros, tan mostrenca actitud, tan pánfila mentalidad, tan memo carácter de espíritu.
La escena presenciada en Santiago exhibía, sin duda, un bizarro aire de los que Goya magistralmente retrataba en sus cuadros: el grito desesperado de un trono que no merece serlo. Es como si dijese: ¿Por qué no te callas; no ves, acaso, que soy en el fondo un pobre diablo? ¿No ves, zambo de pacotilla, que siempre he sido puramente el triste segundón, el inservible delfín, el blasón del chantaje hacia mi pueblo, del más mediocre de los caudillos fascistas?
Tal vez, asimismo entendamos por qué fue en este pequeño país, Venezuela, donde comenzó la revolución contra la monarquía española. Entre nosotros lo esperpéntico, aunque si bien existe, es más frágil. Es imposible imaginar un Bolívar peruano o un Miranda chileno. En el arco andino, no sólo el imperio tenía más presencia militar, cultural, religiosa y política, pero, por ello mismo, el Esperpento se apoderaba con mayor voracidad de las almas bajo su dominio. Comparándonos con el resto de Hispanoamérica, el racismo siempre fue menor o, si se quiere, el mestizaje mayor, el catolicismo más ingrávido y menos influyente, la altivez india, y sobre todo caribe, más presente, el esclavo -aunque suene a perverso contrasentido- menos subyugado en sus costumbres, todo aunado a la cercanía de holandeses, franceses e ingleses en un mar que también es un mediterráneo. En fin, por no tener tanto oro, o por ser, para la época, de las provincias más pobres -tan pobres que apenas llegábamos a simple «capitanía general»- nos salvamos también de sufrir mayores dosis del electroshock cultural de los últimos despojos oscurantistas de Europa. En este sentido, en la lucha contra lo esperpéntico, los venezolanos, aunque parezca mentira, aún tenemos mucho que dar, en el ámbito de lo moral, por nuestros pueblos hermanos.
Porque -es seguro- hasta que Nuestra América no extirpe de sí a este Esperpento, traído por el colonizador, siempre seremos víctimas de un victimario mucho más débil que nosotros; lo cual no sólo es contranatural sino, además, la raíz de un complejo que no tenemos que padecer y el último umbral espiritual por cruzar para obtener una verdadera soberanía, aquella que comienza en el respeto de uno mismo. Comencemos por decir: «aquí nos ordenamos y mandamos». Luego todo sacrificio valdrá la pena.