En ciertas ocasiones, nos esforzamos por confrontar racionalmente con quienes pertenecen a los sectores conservadores y critican ferozmente a los gobiernos progresistas de la región como antidemocráticos. Resulta difícil sostener esta última posición cuando la mayoría de estos gobiernos, que por supuesto no están exentos de errores o contradicciones, han sido legitimados de forma reiterada […]
En ciertas ocasiones, nos esforzamos por confrontar racionalmente con quienes pertenecen a los sectores conservadores y critican ferozmente a los gobiernos progresistas de la región como antidemocráticos. Resulta difícil sostener esta última posición cuando la mayoría de estos gobiernos, que por supuesto no están exentos de errores o contradicciones, han sido legitimados de forma reiterada por las urnas. Es por ello que, para explicar esta cuestión, quizás deberíamos reparar en un resto no simbolizable que remitiría a una formación sentimental presente en los sectores acomodados. Entrevistado hace poco tiempo para un documental sobre el golpe a Allende en 1973, quien era entonces Embajador de EE. UU en Chile, Edward Kerry, solía señalar como motivo del golpe a la Unidad Popular: «la burguesía no se iba a suicidar». Quizás allí, salvando las distancias históricas, resida un núcleo que nos pueda aproximar a la cuestión que pretendemos analizar.
Con cierta resignación, durante el siglo XIX, Alexis de Tocqueville describía la emergencia de un proceso de igualación para la sociedad norteamericana, un movimiento irresistible que tendía a disolver las diferencias legitimadas por siglos. Este mismo movimiento irresistible podría estar llegando a América Latina, despertando el desprecio y la resistencia de los sectores acomodados. Esto es así porque la construcción de las diferencias de estatus legitimadas por siglos en la región, parecen puestas en cuestión -aunque muy lejos están de ser anuladas- a partir de ciertas prácticas políticas. Por supuesto, quienes ven cuestionadas estas diferencias que definen la reproducción de un orden que los coloca en la cúspide reaccionan de forma virulenta y se aferran a ellas. Estos gobiernos progresistas producen la reacción defensiva de estos sectores no solamente por sus políticas igualadoras, sino porque sus discursos ponen en escena, su palabra política sitúa en el centro del debate, los procesos de legitimación y división social a partir de los cuales se conforma el statu-quo. Al poner en escena esta cuestión, los sectores conservadores reaccionan impugnando en su totalidad a los mandatarios, ya que estos son evaluados -en tanto representación de una posible disolución del orden instituido- como quienes encarnarían todo lo peor, como: «el demonio», «la puta guerrillera», «el indio ignorante», etc.
Los privilegios de los cuales estos sectores acomodados disfrutan son parte de su identidad. Como sabemos, las identidades se definen por oposición. Es decir, poder disfrutar de vacaciones en un lugar exótico adquiere valor no solamente en sí mismo, sino frente a quienes no pueden hacerlo en su papel de distinción, como ha señalado Pierre Bourdieu.
De este modo y por causas similares, ciertas reacciones de los sectores acomodados se asemejan a las propias despertadas contra los populismos clásicos de los años ’40 en la región que representaban Vargas en Brasil, Perón en Argentina y Cárdenas en México 1 . Se asemejan en ese núcleo irreductible que suscita la reacción frente a la amenaza del aniquilamiento de las diferencias -e identidades- que configuran el orden instituido, resucitando en los sectores acomodados un instintivo temor frente al porvenir. Es decir, los sectores acomodados reaccionan frente al cuestionamiento a un orden existente que consagra sus privilegios, pero que también otorga sentido a sus prácticas y a su concepción del mundo.
Ariel Goldstein. Sociólogo (UBA). Becario Conicet en el Instituto de Estudios de América Latina y el Caribe (Iealc).
1 Agradezco al sociólogo Federico Ghelfi el haberme señalado esta cuestión.
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