Si alguien le hubiera dicho hace años al terrateniente Manuel Zelaya Ordóñez que su hijo Melito, formado en los mejores colegios católicos, empresario agropecuario, gerifalte de la patronal y con décadas de militancia en el Partido Liberal, acabaría secuestrado por el Ejército por coquetear con el «socialismo del siglo XXI» de Hugo Chávez, sencillamente hubiera […]
Si alguien le hubiera dicho hace años al terrateniente Manuel Zelaya Ordóñez que su hijo Melito, formado en los mejores colegios católicos, empresario agropecuario, gerifalte de la patronal y con décadas de militancia en el Partido Liberal, acabaría secuestrado por el Ejército por coquetear con el «socialismo del siglo XXI» de Hugo Chávez, sencillamente hubiera pensado que se trataba de un chalado. En el improbable caso de que se lo hubiera creído, sin duda le hubiera dado un soponcio.
Y en cambio, Manuel Zelaya Rosales, el hijo de Don Manuel, nacido hace 56 años, fue ayer víctima de un golpe de Estado orquestado por los sectores que siempre le habían visto como uno de los suyos, aunque cada vez más descarriado.
Cuando Zelaya ganó las elecciones, en 2005, el Tribunal Supremo Electoral se hizo tan el remolón que tardó un mes en proclamar los resultados oficiales, pese a que todo el mundo sabía quién había ganado. El mismo poder judicial, que hasta ayer se rasgaba las vestiduras revestido de exquisitez británica por el referéndum «antidemocrático», en 2005 había jugado sin disimulo en favor del candidato derechista y eso que entonces Zelaya era aún el terrateniente que hacía campaña por el centro-derecha.
En aquella campaña electoral, su prioridad fue la lucha contra la delincuencia uno de sus lemas: «Poder ciudadano es seguridad, sin odios ni muerte», aderezada de vagas promesas de impulsar la participación ciudadana y combatir la pobreza. Todo siempre dentro de los márgenes tradicionales de la política hondureña, bastión en Centroamérica de la ortodoxia neoliberal y del Consenso de Washington, la mayor base de la Contra antisandinista en la década de 1980.
Por eso todo el mundo quedó estupefacto cuando Zelaya apareció de repente del brazo de los líderes de la Alianza Bolivariana para los pueblos de nuestra América (Alba), la plataforma creada por el venezolano Hugo Chávez y el cubano Fidel Castro como alternativa de integración regional al Tratado de Libre Comercio impulsado por Washington.
Tras el estupor, la oposición subió el tono y empezó a decir que se había vuelto loco, a tratarlo de chafarrinón y a atribuirle opiniones sonrojantes. La decisión de Zelaya de unirse al Alba se demoró meses porque en el Parlamento se multiplicaron los intentos de bloquearla, aunque finalmente se hizo efectiva en 2008.
¿Cómo es posible que aquel hombre del sistema se levantara de repente un día y pidiera ingresar en el Alba? Zelaya suele contar porque le han preguntado muchas veces sobre esta decisión que dejó a tantos boquiabiertos que no tuvo otra opción. Que nadie quiso ayudarle en su lucha contra la pobreza, salvo el Alba, que cuenta con el petróleo venezolano para, según sus partidarios, financiar programas sociales en todo el continente o, según sus críticos, comprar voluntades.
En el caso de Honduras, probablemente todos tienen de algún modo razón: el dinero del Alba financió programas sociales y al mismo tiempo cambió de orilla a su presidente, alineado ya con el alma radical de la izquierda continental de los Castro, Chávez, Morales y Ortega.
El camino emprendido por el oligarca más odiado por los oligarcas ya no tenía vuelta atrás. Gracias al Alba conseguía petróleo barato, que podía pagar a 25 años con sólo el 1% de interés, si emprendía programas sociales. Precisamente por ello, el Departamento de Estado de George W. Bush lo puso en la lista negra y sembró cuanta cizaña pudo ante el hijo rebelde.
Conversión
Ambos fenómenos convergentes le llevaron a abrazar el Alba ya no tácticamente, sino con convencimiento, lo que le granjeó el odio eterno de su clase: amplió los programas sociales, empezó a proteger zonas de alto valor ecológico muy apetecibles para el negocio, promovió la participación política de los más humildes y hasta logró la condonación de la deuda externa.
Sea por la fe del converso o porque las alianzas trazadas no le dejaban más remedio, lo cierto es que se enfundó el traje de su nuevo personaje y lo ha interpretado con todas sus consecuencias, cual Bardone transmutado ya en general De la Rovelle, de la misma forma que, según interpreta Javier Cercas en Anatomía de un instante, le sucedió aquí a Adolfo Suárez.
Hasta el último momento antes de un golpe que el Alba llevaba días anunciando y nadie creyó, Zelaya bromeaba sobre su conversión. «Pensé hacer los cambios desde dentro del esquema neoliberal. Pero los ricos no ceden un penique. Los ricos no ceden nada de su plata. Todo lo quieren para ellos. Entonces, lógicamente, para hacer cambios hay que incorporar al pueblo», afirmaba en una entrevista que ayer publicó El País.
Zelaya se proponía seguir el mismo esquema aplicado por la mayoría de sus aliados del Alba: eliminar la prohibición para un presidente de presentarse a la reelección lo que homologaba Honduras a países como España y promover una Asamblea Constituyente. Hasta que el Ejército recordó al oligarca el precio de cambiarse de bando.