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Evolución y crisis de la Unión Europea

Fuentes: Rebelión

1.- PRESENTACION: A lo largo de conferencias, charlas y debates recientes sobre la situación socioeconómica y política en general, mantenidas en diversos sitios del Estado español y de las Américas, he podido constatar un apreciable desconocimiento de las causas estructurales que están forzando la actual dinámica de concentración y centralización de capitales en Europa, la […]

1.- PRESENTACION:

A lo largo de conferencias, charlas y debates recientes sobre la situación socioeconómica y política en general, mantenidas en diversos sitios del Estado español y de las Américas, he podido constatar un apreciable desconocimiento de las causas estructurales que están forzando la actual dinámica de concentración y centralización de capitales en Europa, la famosa «construcción europea» en suma. La percepción dominante es que se trata o bien de la culminación desde y para los intereses capitalistas de una tendencia histórica más o menos lejana, pero neutra socialmente; o bien, de un proceso muy reciente, sin conexiones con la historia capitalista, impuesto por las necesidades inmediatas de algunas burguesías. Ambas tesis coinciden en menospreciar el papel decisivo de la permanente interacción de lo económico, lo estatal, lo militar y lo ideológico en la creación de «Europa» por el capitalismo desde finales del siglo XV aunque, decisivamente, desde el siglo XVII. Ambas visiones están limitadas por el determinismo economicista y, aunque no perceptiblemente, por el eurocentrismo, ya que parten del supuesto de que «Europa» existe desde siempre, cuando en realidad es una creación del capitalismo en la que la guerra imperialista, el Estado burgués y la ideología dominante han jugado un papel incuestionable. Y lo están jugando ahora más que nunca.

El entrecomillado de «Europa» obedece precisamente al interés de remarcar su carácter de construcción sociohistórica antes que hecho geográfico, ya que, en realidad, lo que denominamos «Europa» es sólo un pequeño istmo del continente asiático situado en su extremo occidental. «Europa» tampoco es la «cuna de la civilización», sino uno más de los escenarios mundiales en los que las luchas entre explotadores y explotados ha terminado, por ahora, en la creación de un poder especialmente criminal, genocida e implacable, con pretensiones de universalidad que tiene en su eurocentrismo su razón ideológica.

La llamada «civilización occidental» empezó a tomar cuerpo sólo cuando la producción manufacturera fue acortando las enormes distancias que le separaban de China e India. Con la industrialización y con los avances técnicos en la guerra y la sanidad, la «civilización occidental» pudo, por fin, desplazar a las demás, a la vez que las consumía y las destruía, les succionaba como un vampiro la riqueza acumulada, la fuerza de trabajo, los recursos naturales y la cultura. La democracia-burguesa occidental ha nacido y sobrevive mal que bien aunque en claro retroceso, gracias a la explotación interna y al proceso histórico que va del colonialismo al imperialismo, pasando por la esclavización moderna.

La proximidad de las elecciones europeas y los diferentes acontecimientos acaecidos en la Unión Europea en los últimos tiempos están reclamando una reflexión crítica por parte de las izquierdas y especialmente por aquellas que al pertenecer a naciones oprimidas, a pueblos a los que se les ha negado el derecho de disponer de su Estado propio, se encuentran verdaderamente indefensos en lo internacional, en donde sólo los Estados pueden actuar legalmente. Incluso, como veremos en su momento, pueblos con Estado débiles, con burguesías cobardes y clientelares, tienen menos posibilidades de representatividad internacional que otros pueblos con grandes Estados y con burguesías fuertes e imperialistas. Volviendo a las naciones oprimidas, es obvio que el pueblo catalán depende de la voluntad extranjera, en este caso española y francesa, para disponer de una mínima representatividad internacional.

Veamos algunos de esos acontecimientos a los que me he referido antes. Los dividiremos en secciones: por un lado, hemos tenido el desprecio absoluto por parte de las instituciones europeas hacia la voluntad soberana del pueblo irlandés sobre su No a la UE, expresada recientemente en referéndum. Por otro lado, tenemos la declaración oficial de que hay que hay que llegar a las 65 horas de trabajo semanales así como todo un arsenal de medidas que aumentan la explotación social, la precarización, el desmantelamiento de «lo público» en beneficio de la industrialización privada de la educación, sanidad, transporte, etc. Además tenemos, las leyes racistas contra los emigrantes. También debemos citar las leyes represivas contra los derechos políticos y sociales.

Por no extendernos, nos enfrentamos a un aumento del fascismo y del neofascismo, a un giro aún mayor a la derecha por parte de la socialdemocracia, a una política internacional de alianza total con el imperialismo norteamericano en las cuestiones decisivas para el capitalismo. Todo ello en un nuevo contexto de crisis socioeconómica con caída de la producción industrial, reducción del consumo, aumento de la inflación, etc. Economías decisivas para la UE como la británica padecen la peor crisis en sesenta años; la alemana renquea como una máquina obturada; la francesa pierde fuelle, la italiana está en crecimiento cero, y la española en recesión y con inquietantes síntomas de agotamiento estructural.

Siendo todo esto cierto, no lo es menos que, además, las instituciones autodenominadas «democráticas» no representan a nadie prácticamente, y para comprobarlo basta ver cómo es la verdadera vida política en el Parlamento Europeo, con los escaños siempre vacíos en su gran parte, con unos «representantes» incapaces de atender, leer, debatir y responder al alubión de leyes que sale de la burocracia y de los centros de poder, de manera que la inmensa mayoría de las propuestas decididas al margen de las poblaciones se aprueban sin apenas seguimiento, y casi siempre sin crítica ni debate democrático. Los centros de poder, por otra parte, están totalmente fuera del control parlamentario, actúan a sus anchas en unión con los grupos de presión y los lobby de las transnacionales, empresas monopolísticas, gran banca, etc. Es decir, la «americanización de la política» se ha impuesto en la UE. No sorprende, por tanto, que domine abrumadoramente eso que llaman «euro escepticismo», el rechazo abierto o soterrado de las masas trabajadoras a la UE, y la indiferencia por el funcionamiento de unos aparatos opacos e incontrolables. Y para rematarlo, tenemos la soberbia y arrogancia con la que actúan estas instituciones.

Un ejemplo concluyente. Muy poco tiempo antes del referéndum irlandés sobre la UE, horas antes y en los momentos críticos de la campaña oficial por el Sí, Bruselas anunció con grandes aspavientos y gritos que se impondría la semana laboral de 65 horas. Cualquier persona con un mínimo conocimiento de técnicas de manipulación psicopolítica, de teledirección de las conciencias, de propaganda y mercadotecnia, en suma, sabe de sobra que el No a la UE iba a ser reforzado automáticamente al conocerse la propuesta de las 65 horas a la semana. ¿Por qué Bruselas cometió tal error conociendo la inminencia del referéndum irlandés? ¿Fue un error o un ejemplo de indiferencia ante lo que dijera este pueblo?

Por las reacciones posteriores de los altos mandamases, en el sentido de que no van a respeta la voluntad irlandesa –ni la de ningún otro pueblo– y van a seguir cumpliéndose los plazos de centralización europea, o tal vez acelerándolos, todo indica que ni se preocuparon por dar la imagen oportunista y táctica de esperar unas horas. Para nosotros, los pueblos sin Estado, una de las preguntas que salen a borbotones tras semejante muestra de prepotencia, es: ¿si la UE actúa con tal desprecio a la voluntad soberana de un pueblo con Estado propio, qué no hará con la voluntad de naciones oprimidas, sin Estado propio e indefensas en todos los sentidos, peor aún, sometidas a la voluntad de Estados imperialistas y opresores?

Esta y otras interrogantes deben ser respondidas teniendo en cuenta el contexto económico de crisis al que nos referíamos, especialmente considerando su muy probable agudización y extensión al resto del mundo. O sea, siendo conscientes de que se ha acabado ya para siempre aquella forma de vida en la que la explotación asalariada, la dominación patriarcal y la opresión nacional estaban atenuadas en su virulencia extrema, pero operativas en la realidad, por los mecanismos interclasistas de regulación y de absorción de las tensiones, dejando la represión invisibilizada y silenciada para las luchas radicales.

Aquella forma de vida se basaba, además, en la baratura de los recursos energéticos y en las sobreganancias extraídas con la explotación de la humanidad para mantener la «forma de vida occidental». Todo indica que han concluido los «treinta gloriosos», las alrededor de tres décadas excepcionales de finales de los ’40 a finales de los ’70, más las otras dos décadas de medidas desesperadas para contener la lenta caída de los beneficios capitalista a escala mundial. No podemos analizar ahora cómo han fracasado los sucesivos intentos de abrir otra fase larga de expansión capitalista a escala planetaria.

Desde el primer neoliberalismo pinochetista hasta la muy reciente «ruleta rusa financiera», pasando por los «telecom», «nueva economía», «ingeniería financiera», explosión inmobiliaria, inversiones de alto riesgo y keynesianismo militar aplicado desde Reagan hasta ahora, por no extendernos en calificativos diferentes dados a la misma estrategia, a lo largo de los lustros que van desde mediados de los ’70 hasta mediados de la década del 2000, la burguesía ha intentado de todo, y ha logrado mal que bien posponer el estallido coordinado de las crisis del sistema. Lo ha logrado posponiendo una crisis mayor, aumentándola y llevándola al límite de lo incontrolable. Ha conseguido aumentar la tasa de ganancia, los beneficios, pero no ha conseguido abrir una nueva fase histórica de acumulación ampliada de capital porque, entre otras cosas, no ha invertido lo suficiente en nuevas industrias, en más y mejores máquinas, en nuevas instalaciones, etc., es decir, en bienes de producción, y no lo ha hecho y no lo hace por la sencilla razón de que las capacidades productivas exceden al consumo. La humanidad se muere de hambre en medio de la abundancia.

Hay que partir de esta realidad para ver, primero, qué sucede actualmente en la UE, y, segundo, qué podemos hacer las y los revolucionarios que luchamos por la independencia de nuestros pueblos oprimidos nacionalmente. Y antes de decir cualquier otra cosa sobre la situación europea, tenemos que mirar un poco al pasado, a la historia de las relaciones europeas para poder comprender con más claridad qué está sucediendo en estos momentos. Conocer la historia de eso que se ha llamado «proceso de unión europea» es imprescindible para evitar que caigamos en las trampas de la propaganda capitalista, ya que tanto nuestra forma de estudiar el problema al que nos enfrentamos, como nuestra solución práctica y realización dependerán de qué punto de partida asumamos, de qué visión ideológica o teórica asumamos como guía de pensamiento y acción. Si iniciamos nuestro planteamiento desde las tesis oficiales, no llegaremos a ningún lado.

2.- CAPITALISMO Y REORDENACIONES ESTATALES

Según esta propaganda la Unión Europea viene a ser como una especie pirámide en la que arriba del todo, en su vértice superior, están los representantes de la ciudadanía europea democráticamente elegidos por los ciudadanos del continente. El Parlamento Europeo es la cámara donde esos representantes expresan, argumentan y debates las ideas, necesidades y alternativas de quienes les han elegido libremente. Tal Parlamento es, a su vez, la expresión plena de una «idea europea» que, según dice la propaganda, viene de antiguo y ha ido creciendo y concretándose con especial fuerza a raíz de la II Guerra Mundial, la de 1939-45 y sobre todo a raíz de la implosión de la URSS.

La «idea de Europa» viene de lejos, nos dicen, y algunos sostienen que ya estaba latente en la Grecia clásica, pero que hay que esperar al decreto de ciudadanía del emperador romano Caracalla; otros dicen que viene de algo más tarde, de Carlomagno y no faltan quienes nos remiten al Imperio de los Austria, aunque la mayoría de los ideólogos europeístas prefieren no retroceder tanto en el tiempo, ni siquiera en el continentalismo napoleónico, ciñéndome al siglo XX y muy mayoritariamente a los años posteriores a 1945. Pero el error no radica en poner una fecha más o menos remota o actual, sino en el punto de vista idealista que sostiene esa forma de pensar.

Se nos quiere hacer creer que la formación de la Unión Europea responde al desenvolvimiento de la «Idea de Europa» que va materializándose con creciente intensidad y formas cada vez más definidas según transcurren los siglos y los decenios. Es una visión idealista y reaccionaria porque oculta las razones sociales, los intereses de las diferentes burguesías y especialmente oculta la forma de evolución del capitalismo, es decir, la lucha de clases, y dentro de ésta también la opresión de sexo-género y la nacional.

Pero, en realidad, para entender qué está sucediendo en Europa ahora, la que está dentro de la UE y fuera de ella, tenemos que conocer primero cómo evoluciona el capitalismo en general y el europeo en particular. La UE no ha aparecido porque previamente existía una «Idea de Europa» que revoloteaba en el limbo cultural e intelectual de minorías doctas, Idea que más tarde penetró en los políticos y militares hasta convencer a los empresarios y, ya aquí, todos ellos lograron convencer a los periodistas y a eso que llaman «creadores de opinión». No, en modo alguno. Ha sido el accionar del capitalismo el que ha creado la UE, lo ha hecho mediante la progresiva interacción de varias de sus leyes evolutivas, básicamente: la ley del máximo beneficio, la ley de la competencia interburguesa, y la ley de la concentración y centralización de capitales.

Hay que decir que cuando hablamos de leyes actuantes en lo social, en lo humano, no hablamos de leyes naturales, las de las denominadas «ciencias duras», sino de leyes tendenciales, que evolucionan en base a las contradicciones sociales que actúan en su interior porque, al ser humanas, no son automáticas ni deterministas. De hecho, la ley del máximo beneficio, la ley de la caída de la tasa de ganancia, y todas las demás, requieren para su correcta comprensión de la toma de conciencia de que la lucha de clases es una realidad que actúa siempre, manifiesta o latentemente, con fuerza o con debilidad según las circunstancias, pero que siempre está actuando desde el interior de esas leyes tendenciales, ayudando a acelerar su evolución o a ralentizarla, presionando con mayor o menor virulencia en el momento de opción por una u otra alternativa a las crisis que surgen y resurgen en determinados momentos.

Desde esta perspectiva, que es la del materialismo histórico, la UE no es sino el cuarto momento histórico de reordenación del capitalismo europeo en base a la hegemonía de un bloque de sus burguesía sobre el resto de bloques burgueses y muy especialmente sobre las clases y pueblos trabajadores del continente. Decimos que la UE es la cuarta reordenación porque, obviamente, ha habido tres anteriores. Todas ellas, las cuatro, tienen unos componentes esenciales que se reiteran desde el siglo XVII hasta ahora, a lo largo de los siglos, aunque, como veremos, la cuarta, la actual, tiene una diferencia cualitativa que anteriormente no existió en ninguna de las tres precedentes. Esta diferencia es decisiva porque determina absolutamente todo lo demás y sirve para explicar lo fundamental de los problemas presentes.

Nos estamos refiriendo a que ahora, en estos años, ningún bloque burgués europeo y por tanto la UE tiene el poder político-militar necesario para imponer por la fuerza de las armas sus intereses al resto de bloques burgueses y especialmente a los pueblos y clases trabajadoras. Al carecer de la suficiente fuerza político-militar tiene que recurrir sólo a la fuerza económica y a las presiones, chantajes, amenazas económicas, etc., que pueden ser efectivos en las negociaciones y acuerdos decisivos, negociaciones que no serían necesarias de existir esa fuerza político-militar.

Lo comprenderemos mejor haciendo un breve repaso de las tres reordenaciones anteriores. Lo primero que debemos decir es que una reordenación no afecta sólo a lo estrictamente económico, que también, sino a la totalidad social, al sistema en su conjunto y a cada una de sus partes, de sus subsistemas, dependientes en última instancia y a largo plazo del desarrollo de las fuerzas productivas y de las ganancias capitalistas. En períodos y situaciones de «normalidad», de poca conflictividad y de débiles crisis sectoriales y parciales, esas partes o subsistemas –económico, político, cultural, militar, etc.– tienen una autonomía propia de evolución, pueden funcionar y de hecho funcionan con una aparente «independencia» del resto de partes que forman la sociedad como un todo.

En estos años de «calma», o de crisis pequeñas, la sociedad parece invertebrada, sin coherencia interna que explique por qué y para qué funciona, sino que parece que cada parte va por su lado; son esos años en los que la ideología burguesa del individualismo, de la negación de la lucha de clases, del rechazo a la militancia revolucionaria que se caracteriza, entre otras cosas, por tener una visión crítica y dialéctica de la sociedad capitalista como un todo que se rige por la explotación de la mayoría por la minoría, esta ideología de las modas pasajeras y del consumismo, etc., parece que son ciertas porque «no pasa nada», «no hay explotación», «todos somos ciudadanos», «todos tenemos los mismos derechos», «sólo existen problemitas que se resuelven en el parlamento» y demás tonterías reaccionarias.

Pero tarde o temprano empiezan a aparecer pequeños síntomas de que las cosas no son lo que parece, de que por debajo de las múltiples «realidades» incomunicadas unas de otras, existe una auténtica realidad más compleja, contradictoria y tensa que sólo se conoce mediante el estudio científico-crítico inherente a la militancia revolucionaria. Las crisis pequeñas, las tensiones diminutas y los malestares aislados que en períodos «normales» apenas se perciben y son silenciados, integrados o simplemente ahogados y reprimidos, sin embargo empiezan a relacionarse, a acercarse y a confluir en una poderosa corriente de crisis que van dando cuerpo a una crisis general, sistémica, estructural de la sociedad en su conjunto.

Las reordenaciones surgen cuando estas crisis son históricas, cuando sólo se pueden resolver recurriendo a duras medidas socioeconómicas y político-militares. Son reordenaciones contrarrevolucionarias y criminales cuando abortan a sangre y fuego procesos revolucionarios y son reordenaciones estrictamente interburguesas cuando se imponen por la fuerza un bloque burgués sobre otro. Cada reordenación tiene un acto oficial en el que se sanciona la victoria de un bando y la derrota de otros, y se declaran e imponen «legalmente» las nuevas decisiones estratégicas impuestas por el bando vencedor al vencido. Pero ese acto, convenio, acuerdo o pacto internacional realizado entre potencias es sólo el momento en el que se oficializan y registran legalmente los resultados de los conflictos anteriores, a la vez que permiten su desarrollo posterior más o menos tranquilo durante determinado tiempo.

Los congresos y reuniones decisivas a nivel internacional son el momento que separa un período de otro, no el período en sí. Y en la medida en que los acuerdos definitivos se firman después de los conflictos más o menos largos son por ello su momento final y el momento de otra fase. Hay que hacer esta precisión para comprender cómo las disputas, luchas y guerras que marcan una fase empiezan incluso dentro del marco legal internacional sancionado y aceptado en una reordenación anterior. Por ejemplo, la guerra de Holanda con el imperio español empezó mucho antes de la victoria definitiva holandesa, y empezó como un conflicto en el que aún no estaban separadas del todo las reivindicaciones estrictamente burguesas de las tardofeudales, pero fue uno de los desencadenantes de la primera reordenación de 1648.

También, la guerra entre Inglaterra y el Estado francés en la mitad del siglo XVIII era en sí uno de los principios del choque frontal entre ambas potencias que llegaría a su máxima expresión en las guerras napoleónicas posteriores, choque iniciado a mitades del siglo XVIII y concluido definitivamente en 1815. Otro tanto hay que decir de los primeros proyectos de «unión» europea inmediatamente después de acabar la guerra de 1914-18, que fracasaron pero que adelantaban cuestiones vitales que serían oficializadas en el Tratado de Maastricht en 1992. Por último, ha habido y hay conflictos que con mayor o menor intensidad han durado todas las reordenaciones, por ejemplo, la resistencia irlandesa a la invasión inglesa, la vasca y la catalana a la española y francesa, por no extendernos en más casos.

3.- TRES REORDENACIONES EUROPEAS

Hecha esta aclaración, debemos exponer las tres reordenaciones anteriores para descubrir la novedad cualitativa de la situación actual. La primera reordenación tomó cuerpo legal en el Tratado de Westfalia de 1648, mediante el cual se legalizaba la derrota irrecuperable del imperio español y la victoria del capitalismo comercial y mercantil, colonialista, del bloque dominado por la burguesía holandesa e inglesa, por este orden. El Tratado de Westfalia sólo pudo imponerse tras unas espeluznantes guerras revolucionarias y contrarrevolucionarias que duraron décadas, o si se quiere, la «guerra de los 100 años» que en realidad fue una guerra intercontinental o «mundial», o sea, del mundo mercantilizado ya entonces, la «primera guerra mundial». La segunda reordenación tomó cuerpo legal en el Congreso de Viena de 1815, que sancionó la derrota estratégica de la burguesía francesa a manos de la burguesía británica, que encabezó la alianza táctica con la clase dominante prusiana y con los imperios zaristas y austro-húngaro.

El Congreso de Viena sólo pudo realizarse tras la larga y brutal serie de guerras napoleónicas, revolucionarias y contrarrevolucionarias libradas durante un cuarto de siglo y afectando directa o indirectamente todo el mundo, siendo por tanto la auténtica «segunda guerra mundial». A diferencia de la reordenación que concluyó legalmente en Wetsfalia en 1648, la de Viena de 1815 exigió una guerra menos larga pero más atroz e intensa en su letalidad por el simple hecho de que la revolución industrial británica, que se aceleró gracias precisamente a esas guerras de un cuarto de siglo, también produjo en masa fuerzas de destrucción muy superiores a las que podía producir el capitalismo artesanal y manufacturero de 1500 a 1648.

La tercera reordenación fue la que concluyó con los pactos entre la URSS y los EEUU, además de Gran Bretaña y el Estado francés como convidados de piedra, realizados conforme acababa la guerra mundial de 1939-45, especialmente los acuerdos de Yalta y Postdan. Dos potencias salieron vencedoras: la imperialista norteamericana y la URSS, más débil en lo económico pero fuerte en lo militar y en lo continental euroasiático, y fueron derrotados los imperialismos alemán y japonés, y el imperialismo emergente italiano. Los acuerdos de Yalta y Postdan sólo pudieron imponerse definidamente tras la derrota irrecuperable de los vencidos, especialmente del capitalismo alemán, que si bien fue derrotado por primera vez en 1918, no fue destrozado y casi exterminado en el sentido literal de la palabra como lo fue en 1945; de hecho, una parte del imperialismo yanqui propugnaba desindustrializar Alemania y someter a Japón a tales restricciones que el capitalismo norteamericano tuviera el control absoluto de los mercados mundiales, control reforzado además por las instituciones creadas en los acuerdos de Bretón Woods de 1944 y garantizados por la posesión exclusiva del arma nuclear por el ejército norteamericano.

Por esto hay que decir que la tercera reordenación sólo pudo imponerse tras dos implacables guerras mundiales, la de 1914-18 y 1939-45, y tras otras guerras no menos estremecedoras como la guerra revolucionaria bolchevique de 1917-21, la guerra revolucionaria internacional librada el Estado español en 1936-39, la guerra revolucionaria entre China y Japón y una casi inagotable lista de contrarrevoluciones fascistas y militaristas, y de guerras imperialistas «menores» que sería prolijo exponer aquí. Fue precisamente en 1915 cuando Lenin escribió su premonitor articulito sobre los Estados Unidos de Europa, confirmado en lo esencial por la historia hasta el presente. No es casualidad que Lenin lo escribiera en ese momento porque la guerra iniciada en 1914 había puesto sobre el tapete muchos debates anteriores que, desde el marxismo, giraban alrededor de la entonces reciente crítica del imperialismo a nivel mundial, y entre ellos dos problema básicos: el de las guerras entre bloques burgueses internacionales y el de la agudización de las luchas sociales en todos los aspectos, especialmente el de las luchas de liberación nacional.

Pero la burguesía tampoco esperó mucho más. En 1922 un conde húngaro, Kalergi, presenta un proyecto tendente a la unidad europea en el que asume y desarrolla ideas previas de otros políticos, especialmente franceses que estuvieron a punto de perder la guerra ante el empuje alemán y que vencieron sólo gracias al apoyo norteamericano y británico. También integra las ideas de la fracción más moderna de la burguesía italiana, la del automóvil, que si bien salió de la guerra como «vencedora», en realidad fue una victoria pírrica que generó una gran oleada revolucionaria, la de los Consejos Obreros teorizados por Gramsci. Si nos fijamos, Kalergi, representaba las inquietudes de las burguesías que habían visto hundirse sus sueños estratégicos y que veían con pavor la existencia de la URSS y la fuerza del movimiento obrero, y la definitiva emergencia de los EEUU; además, en Hungría que también vivió una revolución, en Italia y en el Estado francés, cuyas tropas estuvieron al borde la insurrección general en protesta contra la guerra, la extrema derecha fascista llegaría a tener una fuerza apreciable.

Mientras que la propuesta de Kalergi va consiguiendo adeptos entre la intelectualidad progresista y sectores empresariales, a la vez en 1923 el canciller alemán Stresemmann propone diversos planes para acercar a los antiguos enemigos, período durante el cual su gobierno firma en 1925 el Tratado de Locarno con Gran Bretaña, Italia y Bélgica; por su parte un ministro francés, Briand, trabajó para asentar un eje franco-alemán que dictase la política europea y evitase futuras guerras. Sin embargo, otros sectores burgueses no aprueban esta línea, apostando por la política tradicional de sus países. La Gran Crisis que empieza en 1929 agudiza estas corrientes que, en su mayoría, optan por la contrarrevolución fascista y militarista, y por la desaparición de la URSS.

La razón de tanta guerra y de estas propuestas no se debe sólo a que el capitalismo industrial e imperialista producía muchos más medios de destrucción, más armas y explosivos de todas clases, también más y mejor acero, y disponía de un potencial tecnocientífico multiplicado mediante las planificaciones industrial-militares tomadas en esas guerras; sino sobre todo, y hay que remarcar este «sobre todo» porque es la causa realmente decisiva, a que habían hecho irrupción en la historia humana tres nuevos sujetos colectivos irreconciliables con el capitalismo y que, con sus luchas, forzaron a las burguesías a aplicar medidas de una letalidad extrema que ni siquiera Engels pudo imaginar pese a su tremenda capacidad, pues ya advirtió a finales del siglo XIX que se avecinaba una guerra que superaría por su masiva ferocidad a todo lo conocido.

Los tres sujetos colectivos son, uno, la clase obrera creada por el desarrollo del maquinismo de combustión externa e interna; otro, la mujer explotada por la alianza entre el sistema patriarcal y el capitalismo, alianza sometida al mando burgués, y, por último, los pueblos nacionalmente oprimidos por el colonialismo pero especialmente por el imperialismo. Estos tres sujetos que se inter penetran y fusionan en las luchas revolucionarias más decisivas y virulentas, constituyen el Trabajo, la humanidad trabajadora, la clase social que vive de vender su fuerza de trabajo por un salario, que está además explotada en cuanto mujer y en cuanto nación oprimida.

La lucha a muerte del Capital contra el Trabajo hizo definitiva irrupción con la heroica lucha de la Comuna de París de 1871, aunque ya venía precedida por la oleada revolucionaria de 1848-49, y por la de 1830, reprimidas a sangre y fuego gracias a las decisiones tomadas en el Congreso de Viena de 1815, entre otras cosas. Fue esta clase trabajadora mundial la que con su irreconciliable lucha contra la propiedad privada, determinó y determina toda la evolución posterior, y en lo que ahora tocamos, la tercera reordenación capitalista, la que con sus luchas y con su victoria en la Rusia zarista, cambió drásticamente el panorama mundial, obligando a los diferentes bloques burgueses a medidas unas veces desesperadas, como el fascismo, y otras veces contradictorias y forzadas como la lucha contra el nazifascismo europeo cuando el grueso de la burguesía «democrática» simpatizaba sinceramente con Hitler y odiaba a muerte a la URSS.

Esta contradicción irreconciliable estaba, además, envuelta en otros choques interimperialistas como el que se producía en Asia entre los EEUU y Europa y el Japón, pero aún, por debajo de esta contradicción interimperialista por sangrienta que fue, aleteaba la pugna a muerte entre el Capital y el Trabajo en Asia como se demostró inmediatamente después de 1945 cuando los EEUU perdonaron literalmente a los criminales genocidas japoneses con tal de integrarlos activamente en su lucha contra el avance de las revoluciones de liberación nacional en extensísimas zonas de Asia como China, Vietnam y otras. Lo mismo ocurrió en Europa tras 1945, cuando las «democracias» victoriosas integraron el grueso de los aparatos represivos, militares, políticos, culturales y económicos nazifascistas en su nueva «cruzada anticomunista».

4.- CONSTANTES EN LAS REORDENACIONES

Antes de pasar a la cuarta reordenación, debemos extraer algunas constantes que reaparecen a lo largo de las tres anteriores. Una de ellas, la primera, es la importancia de la guerra y de la violencia en cualquiera de sus formas, como práctica extrema que desatasca el nudo gordiano de las relaciones de fuerza entre las clases y Estados enfrentados, ya sean interburgueses o entre el Capital y el Trabajo, con las mezclas que pueden producirse entre estos dos extremos. Cuando triunfa la violencia es revolucionaria y progresista sobre la contrarrevolucionaria y reaccionaria actúa como la partera de historia, al decir de Marx; pero cuando triunfa la segunda sobre la primera, actúa como la sepulturera de la historia, parafraseando a Marx. Si algo ha demostrado la historia del capitalismo en general y su concreción en Europa es que las violencias terroristas, en cualquiera de sus formas, extensiones e intensidades, son vitales para la civilización burguesa, e imprescindibles para garantizar la acumulación capitalista.

Otra constante, la segunda, es que las tres reordenaciones han supuesto más pronto que tarde cambios muy profundos en los Estados, y en los aparatos extra estatales y paraestatales, en los sistemas represivos, judiciales, legales, educativos, de asistencia, etc. Sin las guerras que condujeron a Wetsfalia en 1648 y sin las decisiones allí tomadas el desarrollo del Estado absolutista y mercantilista probablemente se hubiera retrasado o hubiese sido más débil al vencer el imperio español y su estructural atraso feudal, oscurantista e inquisitorial. La «larga paz reaccionaria» impuesta en Europa por el Congreso de Viena de 1815 fue clave para la industrialización del continente con métodos tan salvajes como los empleados en Gran Bretaña, así como para facilitar el saqueo del mundo por la civilizada Londres. Tras 1945 los Estados burgueses occidentales tuvieron que aceptar el taylor-fordismo y el keynesianismo por miedo a la clase trabajadora, a la vez que desarrollaron muy gustosamente una intensa militarización para derrotar a las guerras de liberación nacional y para asfixiar a la URSS, acelerando desde fuera y también con otras presiones, sus contradicciones y problemas internos, especialmente el aumento de su burocratismo y de sus tendencias sociales pro-capitalistas.

No debemos olvidar la tercera constante y que muestra cómo cada reordenación ha impuesto una nueva hegemonía mundial imperialista, a la que deben obedecer los otros imperialismos, obediencia a regañadientes porque carecen de la fuerza económica y militar para desplazar y vencer a la primera potencia, que ha conquistado legalmente ese puesto gracias a la guerra mundial que ha dado pie a la reordenación de turno. La burguesía holandesa desplazó legalmente al imperio español en Wetsfalia, y al cabo de unos decenios fue desplazada por el colonialismo británico pero dentro de la misma época. La burguesía británica venció a la francesa y en Viena sancionó su poder mundial aunque empezó a sufrir la competencia norteamericana y europea-continental a los pocos decenios. La burguesía yanqui venció a la alemana y japonesa y en 1945 sancionó su poder mundial, reafirmado contundentemente al humillar a Gran Bretaña y al Estado francés en la «aventura de Suez» en 1957, aunque desde finales de los ’60 empezó a sufrir las presiones de emergente imperialismo económico europeo y japonés.

Sí debemos insistir en una cuarta constante importante para el desarrollo capitalista como es que la potencia dominante en cada reordenación termina estableciendo unas reglas de intercambio financiero y comercial basados además de en leyes que le benefician claramente, también hacen de su moneda la moneda referente en el comercio intercapitalista, en el intercambio desigual con los pueblos empobrecidos y, en suma, en la nueva y correspondiente división internacional del trabajo que, grosso modo, termina relacionándose con las formas de explotación y apropiación reforzadas con la victoria de la nueva reordenación. Primero el florín y luego la libra esterlina, más todo el aparato legal y comercial uno a ellas, desplazaron al oro español expoliado en las Américas. La libra esterlina reafirmó su papel de moneda mundial tras vencer al Estado francés en todos los sentidos e imponerse como «fábrica del mundo» imprescindible para la industrialización de Europa, Asia y las Américas, aunque aquí chocó pronto con la codicia insaciable yanqui. ¿Y qué decir del dólar-USA tras 1945?

Visto esto, detengámonos en una quinta constante que no es otra que la agudización de las opresiones nacionales, la desaparición o debilitamiento extremo de pueblos y culturas que no pudieron reaccionar a tiempo, o que nos se les dejó hacerlo, o se les obligó por la fuerza a aceptar la derrota y con ella a caer en la pendiente de la extinción. La derrota de los Austria españoles en 1648 abrió la puerta al auge del centralismo Borbón que a comienzos del siglo XVIII aplastaría militarmente la resistencia de los Països Cataláns y que, años después, aumentaría sus presiones centralistas contra Euskal Herria, presiones que culminaron en la invasión francesa de la Euskal Herria continental a finales de ese siglo, con el jacobinismo burgués.

El Congreso de Viena de 1815 reforzó lo más reaccionario y centralista de la monarquía española, que bien pronto lanzó su primera guerra de ocupación de la parte peninsular de Euskal Herria, la invasión de 1836-39, denominada como «primera guerra carlista» por el nacionalismo español, pero que en realidad fue una guerra de resistencia nacional preburguesa vasca, lo mismo que la segunda, la de 1873-76, y que las restantes medidas represivas en las que participaba el ejército español para machacar las insurrecciones y huelgas generales proletarias que se multiplicaron desde 1890 en adelante, por último, tenemos la guerra de 1936 ¿y qué tengo que deciros a vosotras y vosotras que conocéis mejor que yo vuestra historia de opresión nacional y el papel del ejército español en ella? La tercera reordenación, la oficializada en 1945, tuvo efectos devastadores sobre nuestras naciones porque el imperialismo norteamericano y la burguesía europea decidieron mantener en el poder a la criminal dictadura franquista y a su nacionalismo español fanático.

Por último, una sexta constante muestra cómo las burguesías victoriosas en lo económico y político-militar terminan dominando también en lo cultural y científico, aunque con matices y formas particulares mucho más complejas que en lo restante por la especificidad de la mercancía-cultura fabricada por la fábrica intelectual burguesa. La revolución científica del siglo XVII en adelante, el arte y la literatura, la cultura en general, dieron un tremendo salto gracias a la derrota del dogmatismo inculto español. Holanda, Inglaterra y Escocia, la Ilustración francesa, desarrollaron la cultura burguesa porque, además de otras razones, el orden represivo feudal había sido derrotado también en la guerra. Aunque el conservadurismo de Metternich impuso mucha de las decisiones del Congreso de Viena en 1815, no pudo evitar la fuerza expansiva de la cultura británica ni la filosofía alemana, ni de las ideas políticas francesas, por citar algunas; y no lo pudo hacer porque, entre otras cosas, la victoria de la industrialización era ya definitiva pese a los esfuerzos de los conservadores. Del mismo modo, 1945 certificó el ascenso y victoria de la cultura norteamericana, del llamado «modo de vida norteamericano», nefasto e irracional, cultura imperialista obsesionada por aplastar al Trabajo, a la humanidad trabajadora.

Hemos simplificado el desarrollo histórico de estas constantes para disponer rápidamente de una base que nos permita ver con más facilidad lo permanente, lo viejo y lo nuevo en la actual cuarta reordenación, la que se está imponiendo definitivamente desde comienzos de los ’90 del siglo XX sin ningún respecto a las clases, mujeres y pueblos de Europa, peor aún, con ellas, como veremos.

5.- MÁS SOBRE LA TERCERA REORDENACION

Al poco de terminar la guerra de 1939-45, según la cronología impuesta por los vencedores occidentales, en las burguesías europeas surgieron diversas reflexiones sobre la nueva realidad, desconocida hasta entonces. Una de ellas, la absolutamente mayoritaria, era la de plegarse incondicionalmente al poder yanqui para garantizar su protección militar frente a la URSS y contra la clase trabajadora. Ni querían ni podían hacer otra cosa, al menos en los primeros años porque la legitimidad de su poder estaba muy dañada por su colaboración con el ocupante nazi, por la fuerza de las guerrillas populares y el prestigio de la URSS. Las condiciones sociales en Europa eran muy duras, con subalimentación y carencia de recursos energéticos básicos, además de la ruina productiva, por lo que el malestar social aumentaba y se radicalizaba. Los informes de los servicios militares yanquis informaban alarmados de esta evolución a la izquierda que llegó a ser innegable en el invierno de 1946-47, pero que no podemos exponer aquí.

Por su parte, los EEUU y Gran Bretaña ya habían tomado medidas desde 1943-44, mientras por otro lado negociaban con la URSS el reparto de Europa y de buena parte del mundo. La nueva arquitectura internacional aprobada en Bretton Woods en 1944, donde se decidió ir creando el FMI, el BM, el GATT, etc., era una de los pilares del plan yanqui de dominio mundial. Entre 1945-46 los EEUU abrieron «oficinas» para planificar el futuro de la parte de Europa que les había quedado tras los acuerdos con la URSS. Una de las ideas al principio dominante era desindustrializar Alemania, pero abandonada luego por los riesgos sociales de «giro al comunismo» que generaría, como se estaba comprobando según hemos dicho arriba. Gran Bretaña se sumó a estos debates y ambas potencias asumen propuestas concretas de políticos fascistas derrotados que se suman activamente al objetivo básico de «vencer al comunismo». Churchill no dudó en hablar de nuevo de los «Estado Unidos de Europa» pero según el modelo angloamericano y sujetos a éste. Sería un amplio espacio en el que los «viejos» Estados cederían poder, con un mercado libre y abierto a las mercancías norteamericanas y británicas, y siempre con una clara política anticomunista.

El ejército yanqui advirtió al Congreso sobre los riesgos de revolución en la agotada Europa, por lo que en julio de 1947 se aprobó el Plan Marshall destinado a colonizar Europa, insuflarle fuerza económica, salvar el orden burgués y desprestigiar y debilitar a la URSS. No hace falta decir que la socialdemocracia europea y muy especialmente la burguesía que había aplaudido y apoyado a Hitler y Mussolini, se sumaron a esta «ocupación pacífica» yanqui. Pero hubo otra razón que pesó en la decisión yanqui del Plan Marshall, y fue la de dar salida a sus ingentes capacidades productivas puestas en marcha durante la guerra y que amenazaban ahora con colapsar la vida en los EEUU. Fueron cuatro años en los que las decisiones fundamentales europeas estuvieron bajo supervisión norteamericana. Si olvidamos este control no podremos comprender totalmente la lentitud de las primeras medidas de acercamiento europeo, como la fundación del Benelux –Holanda, Bélgica y Luxemburgo– en 1948 y el Consejo de Europa en 1949. Muy poco después, en 1951, se crea la Europa del Carbón y del Acero, con el eje franco-alemán, y le siguen una serie de organismos intermedios que culminan en el Tratado de Roma a comienzos de 1957.

Siempre bajo la vigilancia subterránea de los EEUU, la «unificación de Europa» da un salto a la unión militar en este mismo año, aunque sin el apoyo del Estado francés en este caso, entre otras cosas por el varapalo diplomático sufrido a manos de los EEUU en octubre de 1956, durante la «crisis de Suez», en la que se franceses y británicos tuvieron que aceptar en silencio la supremacía hegemónica norteamericana. Sin entrar ahora en la historia ficción, lo cierto es que Gran Bretaña comenzó a realizar un juego doble desde estos años y que se mantiene hasta ahora, un juego de aceptación formal de la dinámica centralizadora europea, a la vez que de boicoteo y retraso en lo posible, siempre coincidiendo con los intereses norteamericanos. En los años ’60 esa política doble creó grandes tensiones, pero Gran Bretaña estaba en retroceso lento e imparable mientras que Alemania y Europa en ascenso, como se ve en su política agraria común y, en general, en la centralización de poderes que dio paso a la supresión de aranceles en 1968 con la Unión Aduanera, que entró en vigor cuando estallaba la crisis estructural del capitalismo que alteró todos los planes existentes hasta entonces, acelerando unas contradicciones que están en el fondo del Tratado de Maastricht de 1992.

Antes de seguir, debemos destacar varios aspectos en este proceso. Uno primero y decisivo es el de la permanente vigilancia ejercida por los EEUU para dirigirlo hacia sus intereses, censurando propuestas que no le convenían, proponiendo las que le beneficiaban, etc. No es cierto que la UE sea efecto de la voluntad de «independencia» de las burguesías europeas dominantes. Al contrario, todas ellas aceptan fervientemente la supremacía militar yanqui porque les es imprescindible, barata y beneficiosa. Ahora bien, sin negar lo anterior que incluso ha aumentado como veremos más adelante, también ocurría que las decisiones unilaterales de los EEUU ponían en un brete a las burguesías europeas aisladas entre sí.

Por ejemplo, la crisis de hegemonía norteamericana que se hizo palpable en 1975 con su derrota en la guerra de Vietnam y la decisión inmediata de dejar el dólar en flotación, acabando con el período del dólar como moneda-oro, esta y otras decisiones unilaterales yanquis mostraron a la Europa capitalista la necesidad de responder con más unidad interna, siempre en un complejo juego de negociaciones, presiones, chantajes y amenazas veladas en el que intervenía además de la diplomacia oficial y los aparatos de Estado, también los monopolios yanquis, etc., en incluso las maniobras sucias e invisibles de los servicios secretos, de la CIA y otras agencias del imperialismo norteamericano.

Otro es que la «construcción europea» vino determinada también por la necesidad de responder a la URSS, y en la medida de lo posible, acabar con ella, y vencer al movimiento obrero, como se vio en la serie de medidas de control, vigilancia y represión tomadas a raíz de la fuerte oleada de luchas iniciadas a finales de los ’60 y que terminó con su derrota a comienzos de los ’80 del siglo XX. Las mejoras represivas introducidas entonces son parte interna de la «democracia europea» actual que camina aceleradamente hacia un mayor endurecimiento en todos los aspectos, lo que nos remite a la experiencia entonces adquirida sobre la centralización de las prácticas represivas. Además, las burguesías europeas necesitaban, como mínimo, mantener sus cuotas de sobreganancias imperialistas, que no descendieran, aunque lo mejor era intentar que aumentasen. Los Estados europeos en aislado no tenían la fuerza suficiente para lograrlo, como le ocurrió al francés en Argelia, Vietnam, etc., al británico en la India y en todo su imperio, al holandés, y así al resto. Necesitaban aunar fuerzas no sólo contra los pueblos en lucha sino también para negociar en mejores condiciones con la potencia hegemónica, con los EEUU.

Decimos que acabar con la URSS en la medida de lo posible era uno de los objetivos ocultos de la construcción de la UE porque era innegable que ningún Estado capitalista europeo podría hacerlo nunca sin una impresionante ayuda externa, básicamente norteamericana. Pero también era imposible que la UE al completo venciese militarmente a la URSS por lo que la burguesía tomó el camino de la presión militar, de la mal denominada «guerra económica» y asfixia tecnocientífica. Esta política global evolucionó siempre dentro de los parámetros marcados por la tercera reordenación, aceptándolos incondicionalmente por la aplastante superioridad de la URSS y de los EEUU. Nunca en la historia europea había sucedido una cosa así, la supremacía militar total de un poder extranjero. Incluso tras el hundimiento de Roma ninguna potencia extranjera dominó militarmente como ahora los EEUU ya que los «bárbaros» no pudieron vencer al imperio romano de oriente, a Bizancio; y cuando lo lograron los otomanos, para entonces, los Estados europeos de occidente ya tenían suficiente fuerza defensiva ante Turquía. Tampoco en los mejores momentos de la Gran Bretaña, ésta tenía ni remotamente la capacidad militar para ocupar la Europa continental.

Además de estos aspectos que son sistemáticamente silenciados, es innegable que pesó y mucho el aumento de la productividad y de la competitividad de las mercancías europeas, especialmente de capitalismo alemán, recuperado ya de la derrota de 1945. Por un lado, las fronteras de los Estados eran ya pequeñas para sus necesidades expansivas, y el Mercado Común Europeo había desatascado transitoriamente esos cuellos de botella. Por otro lado, al vender cada vez más fuera de Europa, aumentaban las fricciones comerciales con los EEUU y con Japón, lo que exigía una alianza europea. También, la apertura a los préstamos y a la tecnología capitalista del «bloque socialista» y de China Popular, siempre dentro de la «guerra económica» sostenida contra ellas, prometía grandes beneficios pero a la vez exigía reforzar la solidez administrativa interna europea ante la competencia yanqui y japonesa por esos mercados en aumento.

Dentro de este contexto de agudización de la competencia, no debemos olvidar la creciente importancia del desarrollo tecnocientífico, monopolizado abrumadoramente por los EEUU y que presionaba muy negativamente sobre la productividad del capitalismo europeo a nivel internacional. Por último, otra presión objetiva que aumentaba con el tiempo exigiendo una mayor centralidad europea, que no sólo una coordinación en los momentos de crisis, fue la de la subida de los precios del crudo de petróleo en 1973, lo que agravó y aceleró la crisis socioeconómica y demostró la dependencia de Europa de las fuentes energéticas exteriores. Desde entonces y cada día más, este problema objetivo presiona como una soga al cuello que puede cerrarse en cualquier momento, como lo acabamos de ver con la guerra entre Georgia y Rusia.

En definitiva, las razones decisivas que presionaron y presionan en la UE no son otras que las de la lucha de clases en el sentido marxista, es decir, la totalidad de las contradicciones sociales que frenan el crecimiento de las ganancias burguesas. Hablamos de contradicciones sociales y no de «leyes económicas», porque aquellas son efecto de la dialéctica entre la voluntad de lucha del Trabajo y el poder explotador del Capital. La esencia tendencial de las «leyes económicas» surge de esta dialéctica interna a ellas mismas. Para el marxismo, no existe una separación absoluta entre, por un lado, la lucha de clases y, por otro lado, las «leyes económicas», sino una totalidad en la que interactúan permanentemente sus diversos componentes bajo la determinación a largo plazo de la estructura socioeconómica sobre el resto de prácticas sociales, las cuales a su vez inciden la evolución de la estructura socioeconómica y en la totalidad social. Las «ideas» sobre Europa se generan dentro de esta realidad, y concretamente dentro fracciones de las clases dominantes, respondiendo a sus intereses y pugnando con otros «proyectos europeos», pero sin tener en cuenta ni unas ni otras las necesidades y los deseos de las clases trabajadoras, de los pueblos y de las mujeres.

6.- HACIA LO NUEVO DE LA CUARTA REORDENACIÓN

Conforme avanzaba la década de los ’70 la crisis que había estallado a finales de los ’60 demostraba una fuerte resistencia a las sucesivas medidas de recuperación. Igualmente, las luchas azotaban al capitalismo mundial en todas sus formas de expresión, desde la simples asambleas estudiantiles hasta las guerras de liberación nacional, pero también apareciendo los pactos interclasistas para salvar situaciones críticas como la de Portugal en 1973 y el Estado español en esa época. Sectores crecientes de las burguesías europeas, en estas condiciones, piden su entrada en el proceso ya abierto, como Irlanda, Dinamarca y Gran Bretaña en 1973.

Es muy significativo que fuera en estos años de luchas clasista múltiples y de crisis socioeconómica cuando en 1974 se planteó que los habitantes de la CEE de entonces tendrían «derechos comunitarios», iniciándose así una intensa campaña propagandística que tomaría forma en las primeras elecciones europeas de 1976 y en el Informe Tindemans de 1979, en el que se hablaba de la «Europa de los ciudadanos». Realmente, las burguesías estaban lanzadas hacia un objetivo más prosaico pero decisivo, el de la creación del Sistema Monetario Europeo en ese mismo1979, que debe verse como un paso más en la centralización y concentración de capitales ante la gravedad de la situación general. Un paso más simbólico que práctico fue la entrada de Grecia en 1981, porque asentaba el mito de que la «Idea de Europa» se remitía directamente de la Hélade clásica, de la «cuna de la civilización moderna».

A pesar de las propuestas sobre el mito de la «ciudadanía europea», las burguesías estaban mucho más inquietas por la marcha de sus negocios y del orden represivo ya que, por un lado, la economía capitalista no terminaba de arrancar definitivamente hacia una nueva fase expansiva de larga duración y por otra parte, la política el componente ultrafinanciero del neoliberalismo que empezaban a aplicar los EEUU y Gran Bretaña abría un futuro en el que saldrían beneficiadas sobre todo estas dos potencias, en detrimento de las restantes europeas y del Japón, que se estancaría durante casi toda la década de los ’90; además, esta estrategia neoliberal se basaba en la destrucción pura y dura del llamado «Estado del bienestar» (¿?), en una transferencia guiada desde el Estado burgués de todos los «servicios sociales» hacia los empresarios para que privatizasen aumentando así sus beneficios y precarizando a las clases trabajadoras, modelo éste que multiplicaba la posibilidad de conflictos de todas clases y con ello legitimaba el endurecimiento represivo que también se privatizaba en parte, lo que hacía que aumentase más la tasa de ganancia yanqui y británica que la europea.

Es por esto que dejando para más adelante los «derechos ciudadanos», la burguesía priorizó la protección de los derechos del capital, para lo que, además de otras medidas represivas tomadas en cada Estado, a nivel europeo se fundo en 1975 la unidad de lucha contra Terrorismo, Radicalismo y Violencia Internacional, conocida como «grupo Trevi». Recordemos que en estos años existían dentro de Europa varias organizaciones revolucionarias armadas que hundían sus raíces en apreciables sectores radicalizados del movimiento obrero y en organizaciones de izquierda radical. El grupo Trevi fue uno de los elementos en la derrota de esas luchas, aunque no el único ni tampoco el decisivo. Lo cierto es que aunque desde la mitad de esa década de los ’80 el movimiento obrero europeo e internacional estaba en retroceso bajo los ataques neoliberales, aun así la burguesía necesitaba más y más ganancias, y más y más control y vigilancia centralizados en un solo mando.

Lo que se logró con el Acuerdo de Schengen en 1985. Si éstas no eran razones suficientes para acelerar la concentración y centralización del poder, también se sumaban otras presiones exteriores a Europa. Por ejemplo, quien observase bien a la URSS podía ver síntomas claros de su debilidad, que entre otras cosas se apreciaba nítidamente en su impotencia militar en Afganistán y en el fracaso de los objetivos de la Perestroika, en el retroceso de las condiciones de vida de sus poblaciones, en el desabastecimiento creciente, en su progresiva dependencia de los préstamos financieros capitalistas, etc., y por último, Fue en este contexto en el que se elaboró el Acta Única Europea en 1986 tras la entrada de Portugal y el Estado español.

La década de los ’80 fue importante en todos aspectos, aunque aún faltaba por llegar otro acontecimiento que aceleró bruscamente la unificación europea, que sería, como veremos, el derrumbe de la URSS. Debemos detenernos un instante en una decisión tomada en 1985 porque nos ilumina sobre el segundo de los problemas nuevos que marcan la cuarta reordenación del capitalismo europeo, y que no se habían dado en las tres reordenaciones anteriores. Las dos novedades son, una, que a diferencia de las reordenaciones anteriores, en la actual la guerra no juega el papel directo que jugó en las restantes, aunque si indirecto, tema al que volveremos luego. La otra novedad tiene que ver con esta y se refiere a que ahora, al no jugar la guerra un papel directamente decisivo, las fronteras que toda guerra impone no están tan claras, son fronteras diferentes para problemas diferentes, aunque sí existen muros muy sólidos, cada más insalvables. Son fronteras diferentes porque la mundialización de la ley del valor, operativa aunque siga habiendo aplastantes diferencias en la productividad del trabajo, en su precio, etc., y la mundialización del mercado, hacen que las potencias imperialistas tengan que responden con barreras móviles, con fronteras de diversa solidez e impermeabilidad según los casos, y sobre todo con agresiones militares localizadas.

Como hemos visto, en 1985 la Comunidad Europea creó el Acuerdo de Schengen que traslada las fronteras interiores al exterior, anula las de dentro de la Comunidad, las inter-estatales, aunque no por ello desaparece la vigilancia sino que se invisibiliza y perfecciona mediante la acción del grupo Trevi creado una década antes, y a la vez solidifica y endurece las fronteras externas. Vigilancia para controlar la fuerza de trabajo emigrante, los capitales del narcotráfico y de la prostitución, el movimiento ilegal de capitales, etc. La burguesía europea se empezó a inquietar por los alarmantes síntomas de pobreza creciente en otros continentes, sobre todo en África, el aumento del narcotráfico mundial, los problemas de la URSS que ya hemos citado, etc., de manera que, previsoramente, cumplió con una de las constantes de las tres reordenaciones anteriores: fijar nuevas fronteras duras, estables, y no maleables ni movibles, que demarcasen nítidamente el «dentro» del «fuera», el nuevo espacio de poder conseguido por la fracción burguesa vencedora y lo defendiese de los peligros exteriores, de los pueblos cada vez mas empobrecidos por el saqueo colonialista e imperialista sostenido desde finales del siglo XV en adelante.

Pero el tratado de Schengen estaba pensado para el contexto impuesto por 1945, con una URSS militarmente invencible ocupando amplias zonas de Europa, con sus tropas estacionadas incluso alrededor de Berlín, en territorio de lo que todavía era la RDA. No habían transcurrido cuatro años cuando partes fundamentales de la tercera reordenación se desplomaron estrepitosamente. Con Schnegen, y sin saberlo, la burguesía europea resolvía una parte del problema, la más fácil por antigua, constante y conocida, pero dejaba intacta la otra parte, la más difícil, la que adquiriría importancia crucial a los pocos años, cuando se amontonaron los problemas al capitalismo, sobre todo a las potencias imperialistas que sin tener la fuerza militar estadounidense, sí tenían como los EEUU crecientes problemas de abastecimiento de recursos vitales. El nuevo problema consistía en fijar los «límites últimos» de sus fronteras flexibles, es decir, al igual que los EEUU se arrogaron el derecho unilateral de intervenir militarmente en cualquier parte del mundo en defensa de sus «intereses nacionales» ya que éstos tienen formas flexibles pero con un límite irrenunciable que no es otro que la ganancias del imperialismo, al igual que esto, el euroimperialismo se está viendo cada vez más en la necesidad de fijar su propio «umbral de seguridad estratégica», por ejemplo, el crudo, el gas, materias raras, alimentación, etc., «necesarios» para la «forma de vida europea», sin la cual se debilitará aún más el mito de la «ciudadanía».

7.- DINERO Y CIUDADANÍA EN MAASTRICHT

Pues bien, nos acercamos ya a los momentos culminantes de la cuarta reordenación del capitalismo europeo, la que se oficializa definitivamente en el Tratado de Maastricht de 1992 y se reafirma luego con muchos problemas, como veremos. Varios fueron los detonantes últimos que terminaron por impulsar Maastricht. Uno, el más cercano, el desplome de la República Democrática Alemana en 1989 como anuncio de la implosión de la URSS y de todo su bloque, lo que exigía a las burguesías europeas una superior unidad de criterios ante el casi seguro desembarco masivo de capitales norteamericanos en toda el área «liberada». Otro era la nueva política militarista en extremo del imperialismo yanqui, lanzada por Reagan en 1984 y mantenida sistemáticamente. Además, la potencia de Alemania capitalista que paso a paso crecía, que se tragó a la ex RDA como quien se come un pastel, y que trasladó buena parte de los costos a las arcas europeas. También, el crecimiento de los famosos «dragones asiáticos» teledirigidos por Japón, así como los primeros pasos de la China Popular hacia eso que se llamó «socialismo de mercado».

Ya en 1988 una comisión de expertos había elaborado un informe sobre las ganancias que traería el salto de la simple Comunidad a la Unión Europea. Le llamaron «Informe Delors», pero reflejaba las prioridades de la fracción financiero-industrial germano-francesa e italiana, básicamente. Los argumentos del Informe resistieron la prueba de los acontecimientos que estallaron inmediatamente después y que hemos descrito arriba, sobre todo el de la primera invasión de Irak en 1990-91, en medio de la absoluta debacle rusa, desconcierto europeo e incondicional apoyo japonés y de los Emiratos Árabes. El crudo, además de las finanzas, empezaba a aparecer como uno de los problemas cruciales, frente al que la Comunidad Europea no tenía alternativa alguna, pero éste y otros asuntos nos remite a la cuestión de la guerra, que es una de las dos grandes novedades de esta cuarta reordenación europea con respecto a las tres anteriores. El problema de la guerra reaparecería con toda su crudeza poco más de dos años después del Tratado de Maastricht, cuando en 1995 el imperialismo yanqui provoco, manipuló e intervino militarmente en la ex Yugoslavia, sin hacer ningún caso a una UE impotente.

El tratado de Maastricht de 1992 cohesiona todas las aspiraciones ocultas, no comunicadas a los pueblos, del Informe Delors y de otros muchos de las grandes empresas europeas, y lo hace además desde la hegemonía incontestada pero subterránea del poder alemán. De una u otra forma, este Tratado repite lo esencial de las constantes de las tres reordenaciones anteriores excepto el problema del papel de la guerra –una de las dos diferencias novedosas con respecto a los anteriores– lo que seguirá causando problemas posteriores más o menos graves que se irán resolviendo o posponiendo. La hegemonía alemana, aceptada en mayor o menor grado por otros Estados, es la que dirige entre despachos y consejos de administración a la fracción burguesa financiero-industrial, a la que se le había unido la agraria, los sectores especializados en investigación tecnocientífica y militar, la burguesía de la industria de la salud y la energética. La imposición de la moneda única europea, el euro, que anteriormente había tenido dificultades con el ECU, es por fin una realidad, como lo había sido antes a su escala en todas las reordenaciones y muy especialmente en la creación de Alemania por Prusia, y de Italia por el Piamonte.

La existencia de una «moneda fuerte», dominante, mejor aún, única, es decisiva para el buen funcionamiento capitalista. El «desorden monetario» refleja una serie de problemas internos que lastran y frenan la acumulación de capital, que exige rapidez y discreción, sobre todo en la medida en que aumenta el componente corrupto, alegal e ilegal del sistema burgués –eso que llaman «economía criminal» como si el capitalismo fuera virtuoso y santo–. La moneda, al margen de su forma externa, es una mercancía que hace de equivalente universal, por ello mismo reúne todas las funciones de la mercancía pero a la vez las completa con su papel de equivalente, lo que le dota de un especial poder simbólico, centralizador, igualador y referencial, además de material y político, que hace de ella una pieza clave en la civilización burguesa. En buena medida, quien posee la «moneda fuerte» o controla la «moneda única», controla a la vez el poder y el Estado, y puede así manipular de forma imperceptible los sentimientos colectivos, las identidades nacionales, las culturas, atacando desde dentro aquellos componentes que no le interesan, los demócratas y progresistas, potenciando los que le interesan, los reaccionarios, patriarcales, racistas e idealistas. A la vez, cuando existe opresión nacional e imperialista, la moneda dominante juega un papel aún mayor por su terrible eficacia alienadora y desnacionalizadora.

No es casualidad, sino al contrario, que el Tratado de Maatricht instaure oficialmente el mito de «ciudadanía europea», es decir, del «ciudadano» sometido legalmente a la explotación del capital europeo que ha dado un paso cualitativo en su centralización y concentración. De la misma forma que al «ciudadano español» le tocaba obedecer a la peseta y al «ciudadano francés» al franco –no existían por definición «ciudadanos» vascos y catalanes, tampoco gallegos, bretones, occitanos, etc.–, ahora, al «ciudadano europeo» le toca obedecer al euro, sin dejar de obedecer a los poderes español y francés, para seguir con este ejemplo. Ello es debido a que «ciudadano» y «dinero» constituyen dos momentos dialécticamente unidos de la reproducción ampliada del capital, reproducción que primero crea el dinero y después el «ciudadano» como apéndice e instrumento del dinero en cuanto mercancía y equivalente, pero básicamente sometido a los intereses de la acumulación de capital. Así, cuando el capital lo necesita crea otra moneda y a la vez, aunque un poco más tarde en la secuencia histórica, crea el «ciudadano» correspondiente mediante el cual esa moneda tomará vida social, sufrirá, gozará, votará incluso en las elecciones y hasta podría llegar a ser momentáneamente de «izquierdas», es decir, oposición pacífica, leal y responsable, pero siempre como mercancía sujeta al precio del mercado y a la valoración que de ella haga la ley del valor.

Recordemos que el mito de la «ciudadanía europea» ya empezó a ser construido con cierta seriedad en 1974, que fue siendo concretado en los años posteriores, pero siempre por grupitos de especialistas asalariados que trabajaban impulsando la unión europea, es decir, la concentración y centralización de capitales en estrecha dialéctica con el eje de potencias hegemónicas, en este caso Alemania y el Estado francés. Las presiones homogeneizadoras que ese eje desarrollaba impactaban en la memoria reciente y pasada de muchos pueblos y clases trabajadoras, sobre todo de mujeres, que habían sufrido directamente las muy recientes atrocidades nazis, o algo más lejanas de la guerra de 1914-18, resurgiendo viejos recuerdos, fantasmas y miedos. También, por el lado alemán y germánico, el nuevo expansionismo «pacífico» rememoraba situaciones pasadas de expansión inicial igualmente «pacífica» pero que concluyeron en Apocalipsis indescriptibles. A la vez, desde otros Estados, la necesidad de construir una «ciudadanía europea» era vista como parte de la solución a sus problemas históricos irresolubles, ya que permitiría dar un salto mágico del pasado atroz al futuro idílico y negando su presente lleno de represiones, torturas, ilegalizaciones, encarcelamientos, etc.

Tampoco fue una casualidad, sino al contrario, que fuera el Estado español el que, bajo la dirección socialdemócrata, impulsara públicamente en 1990 el debate sobre la «ciudadanía europea», convenciendo en muy poco tiempo al resto que lo apoyaron incondicionalmente, y que seguirían haciendo esfuerzos en ese mismo sentido en los años posteriores, como se verá. Para el nacionalismo español, «genéticamente» dictador e inquisitorial, la «ciudadanía europea» permitía ese salto mágico de un pasado sumergido en sangre a un futuro ideal en el que seguiría dominando pero bajo la aureola de una civilidad europea que en ningún momento mermaba sus prerrogativas esenciales, la «unidad nacional española» basada en la opresión de otros pueblos, sino que la reforzaba.

A los muy pocos años, militantes de la extrema derecha, fascista y neofascista española, hacían gala en sus correrías propagandísticas en la parte peninsular de la nación vasca que domina el Estado español, de ser a la vez «ciudadanos europeos, españoles y vascos», «ciudadanos demócratas» que decían defender el «patriotismo constitucional» español inserto a la vez en la «constitución europea» en contra del atavismo arcaico, paleolítico, prepolítico y comunitarista del Pueblo Vasco, un pueblo al que luego han negado su existencia. Al muy poco tiempo, por no extendernos, los impulsores de la «ciudadanía europea» en el Estado español, legitimaron y aprobaron leyes extremadamente represivas que anulaban incluso derechos básicos de la ciudadanía burguesa que se habían logrado tras varios siglos de revoluciones sangrientas, decapitaciones de reyes y nobles, expropiaciones masivas de las riquezas eclesiásticas, exterminio de las organizaciones radicales obreras, campesinas y feministas que querían seguir adelante en las conquistas sociales para que no beneficiaran sólo a los ciudadanos burgueses, como así terminó ocurriendo. Pues bien, gracias entre otras cosas al paraguas de la «ciudadanía europea» se está imponiendo una involución reaccionaria que destroza las formas de la democracia burguesa, sacando a la luz su esencia, su contenido interno de dictadura de clase, de nación y de sexo-género.

La efectividad del Tratado de Maastricht fue tal en las cuestiones decisivas que en menos de tres años se sumaron a la UE potencias como Austria, Suecia y Finlandia, con lo que se reforzaba el polo germánico del eje franco-alemán, polo germánico que, además, se extendía hacia el Este europeo tras la desaparición del «bloque socialista», a la vez que imponía la sede del Banco Central Europeo creado en ese mismo 1995 en la ciudad alemana de Francfurt. Recordemos que el himno europeo aprobado en Maastricht era una música de Bethoven, su celebérrimo Himno a la Alegría, con lo que para 1995 teníamos ya uno de los pilares centrales de toda reordenación: un banco, una moneda y una cultura dominantes. Pero este avance de las leyes tendenciales capitalistas generaba por pura dialéctica resistencias y miedos por el lado opuesto que se expresaban tanto en el euroexcepticismo hacia adentro como en el creciente miedo hacia la llegada de inmigrantes del Este, de África y de las Américas. Es por esto que en el Tratado de Ámsterdam de 1997 las preocupaciones se vuelcan sobre cómo vencer las dudas, inquietudes y rechazos de los pueblos, cómo legitimar el mito de la «ciudadanía europea» que no logra asentarse pese a todos los esfuerzos propagandísticos.

Para fortalecer ese mito, y a la vez completar su esencia burguesa y afianzar las bases de un futuro euroimperialismo, el Tratado de Ámsterdam avanza en la seguridad interna, defensa y la política exterior, que aunque separados formalmente, constituyen una unidad a la que se supedita el resto, desde los derechos sociales y de empleo, hasta los poderes limitados del Parlamento. La fracción dominante de la burguesía europea sabe de su debilidad político-militar frente a los EEUU, conoce cómo el imperialismo yanqui penetra en los Estados del Este con miedos y recelos históricos a Rusia, justificados por la historia; sabe también que otras fracciones burguesas menos poderosas plantean ritmos más lentos e incluso algunas propugnan volver al pasado y encima bajo la directa protección yanqui, etc. Conoce todo esto y debe actuar con paciencia porque no puede declarar una nueva guerra mundial, como en el pasado, no puede recurrir a la solución clásica, rápida y efectiva, aunque dure años y se logre en base a la destrucción más espeluznante. Si pudiera hacerlo y si supiese a ciencia cierta que iba a ganar y que no se iban a producir estallidos revolucionarios definitivamente victoriosos, no dudemos en que lo haría.

Sometida a estas condiciones objetivas innegables, la fracción burguesa dominante avanza en la cuarta reordenación continental con medidas cada vez más autoritarias. Como se verá una década más tarde, cuando se instauren las leyes racistas e infames contra los emigrantes, y aumenten los controles represivos contra la población, lo harán amparándose en la «filosofía del Tratado de Ámsterdam» y en el humanismo occidental y cristiano. De cualquier modo, por debajo de la palabrería sobre los «derechos del ciudadano europeo» y para prevenir situaciones peores en un futuro, la burguesía impone en Ámsterdam un plazo para la entrada en vigor de un sistema legal normativizado para la UE, lo que se producirá en 1999, año en el que se da otro decisivo paso interno, esta vez en la mejora de la centralización policial de la Europol. Ya sobre la base segura del poder burocrático en todos los sentidos, la fracción dominante fija en el Tratado de Niza de 2001 el plazo de la Constitución Europea para 2009. El proceso es claro: primero se asegura el poder económico y la ley represiva, después se crea el mito del «ciudadano europeo» y por último, se crea la Constitución de la UE, la guinda de la tarta envenenada, el lazo de la envoltura que encubre la trampa. Pero para mantener las formas, el anuncio de la Constitución se hace poco antes de que el Euro se imponga definitivamente el 1 de enero de 2002.

La forma de implantación del Euro sirve para sacar a la luz la realidad de la hegemonía interna a la UE. Un ejemplo de las grandes diferencias que separan de facto a las llamadas «velocidades» europeas son los distintos plazos que se determinan para la total vigencia del Euro: Alemania lo hace automáticamente, casi de forma instantánea, mientras que otros Estados deben tardar bastante más. Y es que bajo las «velocidades» diferentes que existen en la realidad, se oculta la existencia de centros hegemónicos y dominantes, prioritarios, que salen ganando a la larga; áreas de semiperiferia o secundarios que a pesar de las ayudas que reciben nunca conseguirán desbancar a las potencias centrales, y áreas periféricas, terciarias, supeditadas en todos los aspectos y que incluso no están dentro de la UE aunque sí explotadas por ella. Otro ejemplo de esta efectiva dominación interna lo tenemos en la selecta reunión en la que se decidió realidad la Convención Europea en 2002-03 bajo el control franco-alemán pero con apariencia colectiva.

Podemos así comprender más fácilmente por qué es en 2004, una vez asentada la estructura interna de poder hegemónico, con los avales correspondientes de la «ciudadanía» y de la Constitución Europea, que la UE abre sus puertas a otros Estados, con condiciones severas pero disfrazadas de magnanimidad, condiciones que les exigen a la mayoría de ellos una destrucción rápida e implacable de los logros sociales conseguidos durante sus años «socialistas», es decir, entregar a sus clases trabajadoras, bastante preparadas técnicamente, a la explotación occidental atadas de pies y manos. Por orden alfabético son: Chipre, Eslovaquia, Eslovenia, Estonia, Hungría, Letonia, Lituania, Malta, Polonia y República Checa. Más tarde, a comienzos de 2007 eran absorbidas Bulgaria y Rumania. Una fuerza de trabajo impresionante, unos mercados aún mayores y, sobre todo, unos espacios en los que poder controlar más estrechamente las incursiones de otras potencias imperialistas no europeas, a la vez que se acortan las distancias con uno de los proveedores fundamentales de crudo y gas, como es Rusia. La expansión hacia el Este y al Mediterráneo ha continuado con los diversos acuerdos realizados con Croacia, Macedonia, y Turquía.

8.- CRISIS EN LA CUARTA REAORDENACION

Sin embargo no todo marchaba según las apariencias y versiones propagandísticas dadas por la prensa. Los problemas de fondo eran considerables y no sólo por las dificultades internas, por los rechazos de amplias masas europeas a la UE, como se demostró en los fracasos de los referéndum en el Estado francés y en Holanda en 2005, que adelantaban el No irlandés de junio de 2008, tampoco por las resistencias sordas y latentes de las clases trabajadoras, etc., sino a la vez por los cambios mundiales, por la irrupción de China Popular, la India, Brasil, y otras llamadas «potencias emergentes» que, junto a una explotación salvaje dentro de ellas y en otros países, lo que abarataba la producción con un impacto demoledor en las economías «desarrolladas», también empezaron a aunar sus políticas internacionales hasta llegar al fracaso reciente de la cumbre de Doha, que es un varapalo al imperialismo.

Además de estos cambios, Rusia no se había hundido del todo sino que empezaba a recuperarse y, sobre todo y lo que realmente es decisivo, en el mundo empobrecido, en la inmensa mayoría de la humanidad trabajadora, se estaba desplomando rápidamente aquella mezcla de miedo y admiración a Occidente, siendo sustituida cada vez más por un rechazo activo que en muchos sitios se transformó en odio y por una conciencia y decisión crecientes de que los pueblos empobrecidos debían detener el expolio masivo de sus recursos, de su trabajo y de su cultura por el imperialismo. El ataque a las Torres Gemelas del 11 de septiembre de 2001 fue sólo un eslabón más de esta dinámica en ascenso.

Semejante confluencia de problemas llevaron a los poderes dominantes de la UE a imponer soluciones drásticas en diciembre de 2007, en el Tratado de Lisboa, mediante claudicaciones ante los EEUU, etc., repitiendo el sistema aplicado desde el inicio, es decir, de espaldas a los pueblos, sin avisarles ni consultarles e intentando luego legitimarlas con la manipulación mediática. Se puede decir que el Tratado de Lisboa, que tiene que entrar en vigor en 2009, es una especie de corrección del rumbo optimista marcado en Maastricht pero parcialmente endurecido en Ámsterdam y en Niza. En Lisboa se impone un crudo realismo burgués, dispuesto a todo con tal de garantizar su tasa de beneficios.

Y lo primero que se piensa es en cómo sortear la opinión popular, cómo endurecer la UE sin que los pueblos se enteren, de entrada, lo que se están imponiendo. En este camino de sustitucionismo silencioso de una democracia que nunca funcionó por un dirigismo autoritario, se decide sacrificar el proyecto de Constitución Europea y buscar un camino más corto y efectivo, más directo. Y el nuevo fracaso obtenido en Irlanda, como hemos visto, está siendo utilizado por los sectores más reaccionarios de la UE para endurecer todavía más su funcionamiento interno, con propuestas de aparcar por mucho tiempo todo debate sobre la Constitución incluso aunque esté amputada.

Además de estas medidas esencialmente antidemocráticas impuestas a la fuerza en diciembre de 2007, el Tratado de Lisboa se caracteriza también por su política de espera pasiva ante la verdadera situación del capitalismo mundial y europeo. Antes de verano de 2007, el capital financiero dominaba abrumadoramente con sus inversiones especulativas y de alto riesgo, con su ingeniería bursátil, sus múltiples, oscuras e intrincadas redes de mover ingentes capitales ficticios, dinero electrónico sin base económica, a la velocidad de la luz entre las grandes bolsas del mundo. En agosto de 2007 las bolsas norteamericanas sufrieron el primer golpe serio de una serie de crisis financieras que ya venían lastrando las economías de otros países.

Pero el bajón de las bolsas yanquis anunciaba la extrema gravedad del nuevo panorama. Sin embargo, aunque los críticos del capitalismo, sobre todo los marxistas, ya advertían con antelación de la mentira de que «el dinero crea dinero», de que la expansión económica mundial se sustentaba sobre un océano de deudas desconocidas incluso para los bancos centrales, aunque estas y otras críticas se multiplicaban siendo confirmadas por el estallido de la crisis en agosto de 2007, la burguesía europea, como la yanqui y otras más, sólo prestaban atención a sus beneficios inmediatos, sin mirar al mañana y menos aún al abismo financiero que se abría a sus pies, como se ve ahora.

De agosto a diciembre de 2007, la burguesía no hizo nada para detener la aceleración de la crisis, y ahora, un año después, debe gastar increíbles sumas de dinero público en intentar salvar la catástrofe. Si el No de Irlanda ha sido una advertencia muy seria, la agudización de la crisis llevará al bloque dominante de la burguesía europea ha saltar todavía más por encima de la democracia, por encima de los Tratados de Niza, Ámsterdam y Maastricht, para controlar más férreamente la rapidez de la concentración y centralización de capitales. Lo peor de la obsesión burguesa y especialmente de su fracción financiera por las ganancias inmediatas sin preocuparse por el futuro, es que, volviendo ahora a la UE, los efectos devastadores de la crisis van a ser descargados sobre las clases trabajadoras, sobre los pueblos y sobre las franjas sociales más débiles e indefensas, como las mujeres y emigrantes, la ancianidad y la juventud precarizada, pero sobre todo contra estos colectivos que pertenezcan a pueblos oprimidos nacionalmente, sin representatividad propia alguna en la UE con la que puedan defender sus intereses.

Semejante aceleración dictatorial es completamente lógica ya que de hecho en Lisboa se impuso una política de privatización masiva de lo que queda de gasto social y público, de propiedades estatales, de todo aquello que pueda ser explotado por la codicia privada burguesa, desde la sanidad hasta la educación, pasando por los transportes y hasta la misma represión, las cárceles y la proliferación de los servicios de vigilancia privada. Además, se lanza la vía militarista y de aumento del complejo industrial-militar europeo, pero con una característica en la historia europea: que se admite la supremacía militar yanqui en todos los aspectos decisivos, sobre todo en la disciplinarización de los pueblos rebeldes, los que teniendo recursos energéticos y biodiversidad «necesarios» para el imperialismo se niegan a cederlos.

La lógica del «eje del mal» lanzada en 2001 por la Administración Bush es ahora aceptada y apoyada en silencio pero efectivamente por la UE. Un ejemplo de ello lo tenemos en las sucesivas aceptaciones de las exigencias yanquis de abrirles los archivos y ficheros europeos para controlar mejor a los viajeros, empresas y entidades de cualquier tipo que pudieran llegar a ser definidas por los yanquis como «enemigos potenciales» de los EEUU, «futuros terroristas» que hay que descubrir, identificar y vigilar para destruirlos en el momento oportuno.

Han proliferado las críticas a este colaboracionismo incondicional de la UE con los EEUU, pero muchas de ellas según la tesis de que la UE es «impotente» ante los yanquis, como si en realidad la UE «quiere pero no puede» por ahora parar los pues al imperialismo yanqui, y que está esperando a ser «más fuerte y democrática» para hacerlo. Sostener esto es ceguera reformista. El verdadero problema no es este, o sea, que la UE no pueda por ahora distanciarse de los EEUU en estos y otros ataques a los derechos democráticos y humanos en general, pese a desear hacerlo. El problema irresoluble es que la UE está esencialmente de acuerdo con los EEUU por su naturaleza capitalista. El problema es que la UE acepta complacida y egoístamente la supremacía militar y represiva norteamericana porque está de acuerdo, porque le conviene y porque ahorra mucho dinero.

También le interesa aceptar buena parte de la hegemonía política norteamericana, la directamente relacionada con las necesidades estructurales del capitalismo occidental, aunque tenga discrepancias secundarias en cuestiones de reparto de influencia política. Por último, acepta en menor medida otras decisiones económicas yanquis, también las fundamentales para garantizar los negocios, pero va buscando huecos en la creciente debilidad económica de los EEUU para colarse por ellos, abriendo brechas para las transnacionales europeas. Basta ver la unidad esencial entre ambos imperialismos en la pasada Cumbre de Doha, por poner un solo ejemplo, para confirmar todo lo anterior. Para compensar esta identidad imperialista, la UE multiplica su propaganda manipuladora sobre la democracia, los derechos humanos, etc., con el apoyo del reformismo internacional.

Una de las razones básicas del apoyo europeo a los EEUU es la identidad capitalista que les une en todo. No hay que olvidarla nunca. Otra razón básica es la del agravamiento de la crisis de recursos mundiales, recursos de todo tipo, desde alimenticios hasta energéticos pasando por el control de la biodiversidad y del control de los genes por la biotecnología capitalista, en una dinámica de agotamiento definitivo de reservas energéticas y de encarecimiento extremo de las restantes. Semejante futuro avalado por todas las investigaciones científico-críticas, enfrenta ya y enfrentará cada vez más al imperialismo occidental y eurocéntrico con otros imperialismos y con alianzas de eso que llaman «potencias emergentes» –China, India, Brasil, México, etc.,– pero que todavía tienen muy serias debilidades internas que no podemos detallar ahora.

La militarización capitalista se está multiplicando en respuesta a esta dinámica –y en respuesta al aumento previsible de las resistencias sociales internas– de modo que la UE sabe muy bien que depende doblemente de los ejércitos norteamericanos: una, porque son superiores y otra, y muy importante, porque los costos corren en buena medida a cargo de la clase explotada norteamericana pero también del resto de la humanidad trabajadora por la todavía supremacías yanqui en sistema monetario, financiero y energético mundial. Ambas razones van a mantenerse durante mucho tiempo porque la UE no quiere invertir los miles de millones de euros necesarios para igualar o superar la capacidad militar norteamericana.

Sin querer en modo alguno entrar en elucubraciones sobre historia ficción, sin embargo hay que sospechar que de seguir acumulándose las contradicciones mundiales y de no resolverse los crecientes problemas energéticos, llegará el momento en el que la UE decida un rearme generalizado e intensivo, muy superior al actual, pero lo hará sólo en dos situaciones desesperadas: una, que la carencia de recursos vitales le obligue a una alianza con unos EEUU débiles para enfrentarse al resto del mundo, o dos, que esa misma carencia le obligue a una alianza con la Rusia capitalista para lo mismo, con, sin o contra los EEUU. Hay que tener en cuenta que el imperialismo yanqui no se detiene ante nada, que no respeta ni a sus antiguos aliados y que, además, encubre sus ferocidad material con su fundamentalismo cristiano.

Pero además de estas razones de supervivencia militar estricta en un mundo cada vez más tenso y enervado, hay otro nivel más estructural de razones que explican la dependencia europea hacia los EEUU, nivel que nos remite al peso de sus conexiones socioeconómicas internas definitivamente enraizado desde el Plan Marshall, pero también antes, y que han ido ampliándose con los años. Cuando decimos que esas conexiones eran anteriores al Plan Marshall, bástenos recordar los lazos entre monopolios norteamericano y alemanes nunca rotos pese a la entrada de los EEUU en la guerra contra el nazismo, lazos que el propio Hitler respetó porque se lo había ordenado la patronal alemana. Las interacciones entre capital yanqui y capital europeo son muy fuertes, y en beneficio del primero por ahora y durante mucho tiempo aún, al menos mientras no pasen los años tras la extinción del dominio de los petrodólares, del control de las finanzas mundiales ejercido por los EEUU y Gran Bretaña, de su supremacía tecnocientífica y de la dependencia energética europea. Mientras tanto, la atadura europea seguirá siendo estructural, inserta en la propia dinámica de realización del beneficio en Europa.

Queda un tercer nivel de razones que podemos definir como «menores», del momento, tácticas o como queramos llamarlas, que impulsan a poderosos sectores burgueses a mantener su dependencia hacia los EEUU: hablamos de la política norteamericana de sembrar discordias y tensiones entre las fracciones burguesas para controlar mejor el proceso europeo. Obviamente, este nivel está conectado con los dos anteriores pero se expresa más políticamente en la superficie de los problemas. Un primer «agente yanqui» en Europa fue Gran Bretaña, que seguirá siéndolo por su dependencia absoluta en lo material y referencial hacia su «hijo», el imperialismo norteamericano. Con la desaparición de la URSS, otros Estados han ampliado la nómina de «agentes», como se ha comprobado con Georgia no hace mucho, y sucede descaradamente con el actual gobierno polaco. Otros agentes son las fracciones «viejas» y especialmente reaccionarias de la burguesía europea, como la española representaba políticamente por el PP, o la italiana representada por Berlusconi, etc. Este mismo problema se planteará si entra Turquía en la UE, o dependiendo de las formas en cómo entre, debido al hilo umbilical que le ata al imperialismo yanqui.

9.- RESUMEN:

La propuesta oficial de la semana de 65 horas laborales, la puesta en práctica del Plan Bolkenstein pese al rechazo social masivo, el Plan Bolia para privatizar e industrializar la educación pública, la propuesta de controlar Internet más estrechamente, la propuesta francesa de crear archivos de personas de hasta 13 susceptibles de llegar a ser «peligrosas», las leyes contra la emigración, gitanos, rumanos y otras minorías, la multiplicación de los controles y vigilancia en la UE siguiendo el ejemplo británico y alemán más reciente, los nuevos proyecto de privatizaciones y reducciones del gasto público, el aumento en el gasto militar y en la tecnología represiva, el apoyo permanente e incondicional a los crímenes israelitas y a los regímenes corruptos y criminales como el colombiano y otros más en todo el mundo, la unidad con los EEUU en Doha y en el resto de cuestiones vitales, el silencio cómplice para con la práctica de las torturas dentro de la UE y especialmente en el Estado español, la indiferencia hacia el aumento del neofascismo y del fascismo, del racismo y anti islamismo, estas y otras muchas decisiones impuestas al margen de la voluntad popular son una parte de la larga historia de la cuarta reordenación europea.

Responden, por un lado, a la necesidad de burguesía en su conjunto de endurecer la explotación social interna para aumentar su tasa de ganancia, y por otro lado, de aumentar su euroimperialismo con los mismos finas, más el de garantizar los cada vez más escasos recursos energéticos. Las tensiones internas entre fracciones burguesas, por ejemplo, la pugna entre la francesa y la alemana por asentase en África, son inevitables por la propia acción de la ley del máximo beneficio, de la competencia interburguesa y del canibalismo capitalista. Roces, fricciones y hasta choques más fuertes como el vivido no hace mucho en lo relacionado con el Airbus gigante, por poner un ejemplo, también responden a la dinámica interna capitalista. Si hubiera habido una guerra interimperialista como en las tres anteriores reordenaciones, con una bando vencedor y otro perdedor, estas contradicciones hubieran tardado más tiempo en emerger a la superficie aunque hubiesen empezado a latir en el subsuelo capitalista de forma inevitable nada más que la fracción burguesa derrota se hubiera repuesto lo suficiente para reiniciar su propia expansión, sorteando, burlando o forzando los marcos legales, monetarios, comerciales, etc., impuestos por el bloque burgués vencedor.

Sin una potencia decididamente hegemónica dentro de Europa, dominando en todos los aspectos centrales para la acumulación capitalista, sin esta disciplina interna basada en la superioridad económica, política, militar y cultural, las burguesías europeas, además de obedecer en lo básico a los EEUU, tienen que recurrir a negociaciones permanentes, retrocesos, estancamientos y reinicios del proceso por vías nuevas, pero dentro de un retroceso general de las libertades y de los derechos de la Europa Trabajadora. Los propagandistas asalariados de la industria político-mediática hacen esfuerzos desesperados por intentar presentar esta evolución y su crisis actual como algo descontextualizado de la historia capitalista y de sus contradicciones. Hablan del euro escepticismo sin reconocer que refleja unas preocupaciones sociales objetivas causadas por la pervivencia de la memoria histórica de las clases, sexos y pueblos que siempre han cargado sobre sus espaldas los beneficios o costos de sus respectivas burguesías en las pasadas reordenaciones.

La marea arrasadora que está barriendo los derechos y las libertades, que está dando vía libre a la codicia burguesa, responde, en lo decisivo, al hecho histórico de que las masas trabajadoras europeas no fueron destrozadas, agotadas, divididas y paralizadas por el miedo con atroces guerras de reordenación europea como en el pasado. Ahora no existe esa guerra que aplaste la conciencia y borre la memoria obrera y popular, que imponga brutal y rápidamente, sin posibilidad de rechazo, durísimas disciplinas laborales, horarios agotadores, peores condiciones de vida, merma drástica de derechos conseguidos anteriormente, etc. Al no existir en la práctica en terrorismo burgués en su forma directa y extrema como es la guerra interimperialista, la burguesía tiene que recurrir a formas de miedo, coerción, amenaza, chantaje e intimidación menos ostentosas que el terrorismo bélico, no tan rápidas en su efectividad inmediata pero sí efectivas a medio plazo. Y algo es algo para unas burguesías que tan sólo hace medio siglo estuvieron al borde de perderlo todo o casi todo.

Es verdad que no ha habido una guerra «clásica» aunque sí han estallados guerras internas como las breves que acompañaron al hundimiento de la URSS y de su bloque, especialmente las de la ex Yugoslavia, que confirmaron el poder de los EEUU y su control de la OTAN. Del mismo modo, la rápida invasión rusa de Georgia este verano y el pasivo oportunismo de la UE, también refleja la novedad de esta cuarta reordenación, a saber, que no existe un ejército europeo vencedor y dominante capaz de poner orden en una situación de crisis fuerte, sino que la UE depende conscientemente del permiso de potencias exteriores y de una diplomacia cauta y sabedora de su atadura hacia los recursos energéticos de Rusia.

Por esto mismo, la postura de la UE ante la invasión de Irak y la previsible invasión de Irán por los EEUU, siempre con la vista puesta en el crudo de petróleo y en la creación de una barrera militar que cerque a Rusia, India y China, y a las reservas acuíferas, madereras y de biodiversidad del Indukush, Himalaya y Extremo Oriente, estos objetivos vitales para el imperialismo yanqui –al menos mientras no logre dominar férreamente la Gran Amazonía, la Pampa, los Andes y el petróleo y gas venezolano y mexicano y tenga que retroceder por su debilidad estratégica frente a esas potencias–, ha sido y será de colaboración con los EEUU en lo decisivo con algunas pequeñas discrepancias para que los monopolios europeos se lleven algo del botín, y con algunos gestos y voces tenues para que la prensa los magnifique manipulando el mito de la «democracia europea» frente al torpe egoísmo yanqui.

Frente a esta situación europea y mundial, las fuerzas revolucionarias debemos tener presente que no nos enfrentamos sólo a un poder socioeconómico y político apreciable, sino también y en los aspectos cruciales sobre todo, a un poder militar y represor que nunca ha dudado en recurrir a cuantas modalidades de guerra y de terrorismo necesite para mantenerse. La historia de la «civilización occidental» y de la «democracia europea» muestra cómo la violencia atacante e injusta, opresiva y fundante, estructura mitos ideológicos tan necesarios para la dominación burguesa como los de «ciudadanía», «derechos», «igualdad», «libertad», «ley», «justicia», etc. Mitos que son realidades benefactoras para la clase propietaria de las fuerzas productivas y trampas mortales para las clases explotadas y carentes de todo recurso que no sea su fuerza de trabajo. Mitos especialmente dañinos para las naciones oprimidas, los pueblos europeos a los que le es negado el derecho a la autodeterminación y a disponer de un Estado propio que asegura su supervivencia en el capitalismo europeo y mundial actual.

Las fuerzas revolucionarias deben saber que ahora mismo la burguesía europea no puede, por las razones vistas, desencadenar una «guerra social» devastadora y fulminante contra la Europa Trabajadora, y que mientras tanto, recurre sin rubor alguno a otros múltiples ataques parciales contra otros tantos objetivos, ataques que no por su especialización sectorial son menos duros y violentos. Al contrario, su poder destructor pasa desapercibido por lo específico de su objetivo con leyes restrictivas particulares contra franjas precisas de trabajadoras y trabajadores, de barriadas populares, de sectores de la educación y de la sanidad, de áreas del gasto público, etc., de modo que, en apariencia, la realidad permanece estática, sin cambios en los «derechos» pero por el contrario sufre un vaciamiento interno, un minado de sus bases concretas sin que la «gran masa» alienada por el sistema, idiotizada por su prensa manipuladora y paralizada por el reformismo, sea plenamente consciente de la gravedad de la situación.

Cualquier reflexión teórica y política, y cualquier propuesta que se quiera presentarse de cara a las próximas elecciones europeas, que no tenga en cuenta esta realidad histórica, está condenada a degenerar en el reformismo y al fracaso.