Como ya resulta previsible, la cumbre del G-20 en Hamburgo -desarrollada en julio de 2017- fue significada por los discursos mediáticos dominantes como un triunfo de Europa con respecto al aislacionismo de Trump. Contra el «credo proteccionista trumpiano» y el «negacionismo climático», la Unión Europea habría logrado consensuar la ratificación del pacto de París en […]
Como ya resulta previsible, la cumbre del G-20 en Hamburgo -desarrollada en julio de 2017- fue significada por los discursos mediáticos dominantes como un triunfo de Europa con respecto al aislacionismo de Trump. Contra el «credo proteccionista trumpiano» y el «negacionismo climático», la Unión Europea habría logrado consensuar la ratificación del pacto de París en materia de cambio climático y la reafirmación del «comercio libre» como bases irrenunciables de su desarrollo. La conclusión esgrimida, en resumen, es que la Cumbre ha resultado exitosa por arribar a unos acuerdos mayoritarios, a pesar del disenso de EEUU en estas materias.
Una interpretación oficial semejante, sin embargo, apenas da cuenta del sentido de esos presuntos «logros». Considerando que la Cumbre de París acerca del cambio climático consiguió un acuerdo in extremis que no tiene carácter vinculante, su ratificación también carece de fuerza de ley. En cuanto al consenso en torno al «libre comercio» no parece constituir más que una renovación del consenso neoliberal que ya prevalece en los gobiernos europeos. Hay razones, por tanto, para sospechar sobre el valor de los acuerdos conseguidos. Estrictamente, el G-20 ha operado como un ritual de alineamiento o, si se quiere, una declaración de intenciones del bloque europeo, del que se descuelga parcialmente el gobierno estadounidense.
Dicha interpretación también elude toda referencia a las graves omisiones del G-20, comenzando por la falta de debate en torno a las crecientes brechas entre ricos y pobres, las injusticias globales que contribuye a producir y sus intervenciones neocoloniales en las guerras que asolan Medio Oriente y parte de África. Tampoco contempla poner a debate el «credo librecambista» que, a efectos reales, no supone otra cosa que la consolidación de la desigualdad internacional de los términos del intercambio, el deterioro del tejido económico local y la primacía de las corporaciones trasnacionales y la gran banca a escala global. Cualquier objeción al dogma del «libre mercado» se convierte, según estos analistas, en una apología del «credo proteccionista», como si los problemas endémicos del paro, el empleo precario, la pobreza y la exclusión social, la desigualdad socioeconómica, la desindustrialización, la protección y preservación del medioambiente, la concentración de riqueza o la regresividad tributaria se resolvieran mágicamente a partir de la autorregulación del mercado.
En la retórica neoliberal de los analistas, la Unión Europea representaría el siglo XXI, en contraposición al nacionalismo caduco de Trump. En efecto, en el análisis dicotómico que plantean, el nacionalismo derechista de Trump resulta indefendible. Lo que, en cambio, ni siquiera se plantea es la posibilidad de cuestionar un credo neoliberal que está arrasando lo que otrora conocimos como economía del bienestar, incluso si ese bienestar tuviera como contracara perversa el malestar de las periferias.
El presunto «éxito» de la Cumbre, por tanto, no significa nada distinto que la escenificación política de la hegemonía del neoliberalismo, del que EEUU dejaría de ser, al menos momentáneamente, su adalid. Desde otra perspectiva, sin embargo, interpretar esa escenificación como un «éxito» es insostenible. No sólo no se han abordado los problemas socioeconómicos y geoestratégicos fundamentales -constatando el autismo político de los gobiernos-, sino que no hay ningún signo de un cambio relevante de rumbo político. La respuesta del G-20 no es otra que seguir caminando hacia el abismo de la Europa del capital, fracturada en materia de derechos, militarizada en sus fronteras y lanzada a una nueva cruzada colonial.
Hay al menos otros cuatro elementos para juzgar la Cumbre como un fracaso rotundo. En primer lugar, las reuniones paralelas a tres bandas entre EEUU, Rusia y China, en las que se abordaron a puertas cerradas no sólo cuestiones militares o nuevas alianzas diplomáticas sino también un reparto geoestratégico que rivaliza con el protagonismo asumido por la Unión Europea, compensando el aislamiento político de EEUU. En segundo lugar, es dudoso que la ratificación de acuerdos comerciales y medioambientales preexistentes fortalezca a Merkel como mentora de la Cumbre, especialmente porque el desarrollo de una alianza tripartita paralela (el G3) podría reconfigurar la hegemonía mundial y debilitar seriamente la posición económica no sólo de Alemania sino de toda Europa, perdiendo probablemente a su mayor aliado militar o, cuando menos, reduciendo de forma significativa la colaboración mutua. En tercer término, el propio credo neoliberal se revela inconsistente, al admitir «el papel de los instrumentos legítimos de defensa en el ámbito comercial» (sic) o la necesidad de un «comercio justo» (sic), lo que no puede significar nada distinto a la legitimación de cierto intervencionismo estatal que pretendía excluir (como ya venía haciendo, a pesar de sus declaraciones en sentido contrario, con el salvataje billonario a la banca privada).
Finalmente, los numerosos disturbios producto del choque frontal entre policía y manifestantes arroja una imagen muy distinta a la que pretendía dar la anfitriona: no la vigencia del estado de derecho sino la evidencia de un estado policial que reprime con virulencia a quienes se enfrentan al actual orden mundial. La pretendida imagen de moderación policial frente a las protestas ha cedido a la imagen de una ciudad desierta y arrasada por las batallas campales que acompañaron toda la cumbre, con un saldo de cientos de heridos y detenidos. Con ello, la lección que Merkel pretendía dar al presidente turco Erdogán por su giro autoritario se ha visto frustrada de forma clamorosa.
-II-
Simultáneamente al desarrollo de la cumbre del G-20, otra Hamburgo irrumpía en la calle. Además de desarrollarse pocos días antes una cumbre social alternativa, poniendo en la mesa de debate aquellas problemáticas de primer orden que la cumbre oficial eludió, decenas de miles de activistas participaron en sucesivas protestas públicas, algunas encabezadas con el lema «bienvenidos al infierno».
Es en este contexto donde Hamburgo constituye una metonimia política del presente: desplaza al antagonismo radical entre elites globales y movimientos sociales altermundistas. En efecto, Hamburgo se transformó en una ciudad tomada, lejana al adagio de las democracias parlamentarias y, en particular, al supuesto respeto a libertades fundamentales como el derecho de reunión y manifestación, así como a un principio de proporcionalidad en las actuaciones policiales.
Los discursos periodísticos dominantes se han limitado a repetir la versión oficial de los acontecimientos. Presentados los manifestantes como «violentos antisistema», cualquier atisbo de crítica a la actuación policial se convierte ella misma en anti-sistémica. Si por su parte el presidente alemán Frank-Walter Steinmeier ha condenado enérgicamente los disturbios «contra la cumbre del G20», calificando a los que participaron en los mismos como «brutales delincuentes violentos» (sic), los medios se limitaron a señalar mayoritariamente en la misma dirección, como si los grupos disidentes estuvieran, ipso facto, excluidos de la ciudadanía y de toda representación política.
Lo que es peor: de las marchas pacíficas que se sucedieron en Hamburgo no se retuvo más que la dimensión espectacular de los enfrentamientos, pese al despliegue de un dispositivo policial extraordinario en el que participaron más de 20.000 agentes ante la concurrencia de unos 100.000 activistas. Las numerosas detenciones y las reiteradas cargas policiales, completamente desmesuradas, ya de por sí son indicativas de este blindaje en el que la protesta pública no tenía cabida en tanto demanda política. La reducción de esta demanda a un enfrentamiento entre «fuerzas del orden» y activistas reducidos a «delincuentes violentos» (mayoritariamente «extranjeros» según el portavoz del Gobierno alemán, Steffen Seibert) muestra a las claras el empeño gubernamental en desacreditar cualquier reivindicación colectiva como presunta desestabilización del orden público.
«Marcha radical», «extremistas» que buscan crear el «caos», «vandalismo antisistema» y «oleada de violencia» son las etiquetas preferidas de la prensa oficial, comenzando por «El País» y «El mundo» que, una vez más, no han dudado en tomar partido abiertamente por el G-20, sin el menor atisbo crítico. El mensaje repetido de fondo es claro: no hay lugar para la protesta pública que cuestione la globalización capitalista y exija transformaciones sociales profundas. Lo que no encaja con el consenso neoliberal no tiene cabida en la escena de esta extraña forma de «democracia sin democracia».
No procede decepcionarse ante estos discursos del establishment, ante todo, porque nunca suscitaron ilusión más que para unas elites globales que constatan lo sabido: sus prioridades políticas son completamente contrarias a las nuestras. Sus movimientos son cada vez más previsibles y, sin embargo, la virulencia represiva con la que actúan es signo de lo que pretenden evitar: la movilización colectiva de una ciudadanía disidente. Aunque insistan en que tomar la calle es inútil, el megadispositivo policial y el empeño con que han arremetido contra los grupos manifestantes en Hamburgo muestra que la protesta pública sigue siendo un medio central, aunque no exclusivo, para perturbar esta suerte de paz sepulcral en la que malvivimos.
La otra Hamburgo simboliza así la promesa de otro mundo posible y la reconstrucción de una resistencia global ante la globalización capitalista. Constituye una renovación del impulso rebelde que no acepta que la actual gobernanza sea la última palabra. La contracumbre de Hamburgo evoca una exigencia sistemáticamente desoída por el bloque europeo dominante: la necesidad de parar las guerras imperialistas, de abrir fronteras, defender la justicia ambiental, abogar por otra forma de distribución de la riqueza y, en suma, reclamar derechos sociales globales, como el derecho a la salud, al trabajo digno y a la educación escolar. Es tarea de esa resistencia global torcer el pulso de unos mandatarios que, haciéndose portavoces de los poderes económico-financieros globales, ratifican su decisión de dar las espaldas a un proyecto de sociedad donde los mercados no sean la instancia decisoria en la que se juega nuestro porvenir compartido.
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