La utopía parece que ayer en Honduras encontró su lugar. Antes nos habíamos persuadido que entre más caminábamos en pos de ella, con más prisa huía, y era como un duende saltarín que se movía en el espesor de nuestros ojos pero no podíamos asirla, definirla y atraparla. Ayer esta categoría dialéctica de la historia […]
La utopía parece que ayer en Honduras encontró su lugar. Antes nos habíamos persuadido que entre más caminábamos en pos de ella, con más prisa huía, y era como un duende saltarín que se movía en el espesor de nuestros ojos pero no podíamos asirla, definirla y atraparla. Ayer esta categoría dialéctica de la historia de los imaginarios sociales tocó la gloria de un pueblo hondureño sabio, que ha tenido la suficiente madurez para soslayar la sarta de mentiras oficiales que se han tejido en los medios corporativos nacionales, que en este momento actual desorientados de perder sus canonjías económicas, le dan respiración boca a boca a un candidato oficial que en realidad padece de un muerte tormentosa, difícil de asimilar cuando se ha concentrado tanto poder, y de la noche a la mañana se cae postrado y vulnerable frente a una victoria popular, impensable dentro de los parámetros de manipulación de dígitos y porcentajes, que en la elemental operación de sumas y multiplicaciones le ha otorgado la confianza democrática a la Alianza Contra la Dictadura liderada por el estratega y ex presidente de Honduras Manuel Zelaya Rosales con Libre un partido de izquierda, y conformada también por el Pinu, un partido social demócrata, y un abanderado de la lucha contra la corrupción que se ha convertido por veredicto popular en el virtual presidente de Honduras, el Presidente Salvador Nasralla.
El pueblo estaba escéptico con la elección, pues la Alianza contra la Dictadura pese a tener entre sus filas al Partido Libre, que resultó ser la segunda fuerza política en las elecciones pasadas no cuenta con un representante en el Tribunal Supremo Electoral, pero paradójicamente dos partidos pigmeos que ni siquiera obtienen en cada elección más de 3 mil votos, si cuentan con sus representantes, y siempre han resultado ser comparsas de quienes tienen la deferencia y la generosidad de otorgarles la representatividad sin más méritos que el servilismo. Además, la maquinaria económica y logística con que se enfrentaba, era una lucha desigual de pulgarcito contra un cíclope, para no mencionar las hazañas de los David talmúdicos. Fue preciso armar comandos antifraudes, colocar en el epicentro de la opinión pública el tema de fraude para arrinconar las artimañas y dilucidar sus artilugios, y sobre todo que el pueblo saliera de sus anonimatos familiares, de sus guetos a que los ha abismado la miseria, y hablara con voz potente en las urnas que según resultados del Tribunal Supremo Electoral le da una ventaja de más de 4 puntos a Salvador Nasralla, porcentaje irreversible a menos que las caudalosas lágrimas de los derrotados sumen a los votos restantes, y el pueblo ha castigado una administración prepotente e impopular para dejar constancia que en donde manda capitán, no maúllan los grumetes.
La reelección del actual presidente Juan Orlando Hernández, no sólo era inconstitucional porque es absurdo declarar anticonstitucional un artículo de la Constitución Política, sin embargo, en ello no estribaba la esencia del reproche popular, sino sobre todo que su senda de orientación política buscaba reelegir el despojo de nuestra soberanía territorial, la privatización de las empresas nacionales, la lógica del extractivismo en territorios indígenas, la profundización del neoliberalismo a través del endeudamiento acelerado de nuestra economía, la atomización del territorio a través de ciudades modelos, la renuncia al control de los recursos estratégicos, la cesión de nuestra soberanía jurisdiccional en materia penal, la criminalización de las conquistas sociales, la estigmatización de la reivindicación de la tierra y la satanización de los elementales derechos nacidos de la ilustración. En fin, la reelección llevaba en sus pies de barros la marcha acelerada de una administración reducida al más mínimo protagonismo, creadora de una geografía hipotecada a la especulación mercantil, en que desparecen los valores antropológicos del ser humano, su axiología y sobre todo sus derechos, y se instaura una democracia como procedimiento desprovista de significado.
Ayer en Honduras ganó la esperanza. Ayer en Honduras los mártires del golpe de Estado reivindicaron sus nombres, y nos dieron una gran lección en torno a que la sangre sembrada en las luchas por la patria tarde o temprano florece en el terreno fértil de los sueños, y al fin después del espacio aparente de la intrascendencia da sus frutos milagrosos e imperecederos. Ayer esa bellísima canción del grupo sudamericano Quilapayún con el coro de que «el Pueblo Unido Jamás será Vencido», que nos había llenado de agnosticismo porque aun unido el pueblo en las luchas pasadas, siempre teníamos la percepción de sufrir derrota tras derrota frente al sempiterno rival, nos sugiere que el pueblo cuando tiene la voluntad de unirse en esos momentos dialécticos que la historia acumula de saberes, de lecciones, de retornos, de fracasos, de angustias y de leves esperanzas, es cuando los cambios cualitativos tienen lugar, y ayer, el pueblo se cargó con toda la conciencia de amor por su país, de darse un espacio para la esperanza y su liberación, de creer en un proyecto histórico construido fuera de la lógica en que nos han tenido relegados los aparatos ideológicos, y todas esas instituciones de la superestructura que tienen la costumbre de esbozar refinados y persuasivos discursos para engañarnos en torno a la mecánica de la producción, y de la reproducción de las relaciones económicas.
Ayer Honduras dijo basta, y el régimen conservador tendrá que acatar la sentencia de un pueblo que merece el más gentil de los respetos. Ha prorrogado el plazo de la aceptación de la derrota en busca de garantías y negociaciones que blinden a algunos de sus personajes, pero más temprano que tarde tendrá que soportar el trago amargo de lo evidente, ante la opinión internacional que no en vano nos atribuyen conductas de repúblicas bananeras, y comportamientos de trogloditas, y el peso de un pueblo que se ha unido y que no parece tolerar la defraudación de su voluntad.
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