Apenas un día después de que una delegación estadounidense conformada por el Secretario de Estado, Mike Pompeo; la Secretaria de Seguridad Interior, Kirstjen Nielsen; el Secretario del Tesoro, Steven Mnuchin; y el asesor senior del presidente Donald J. Trump, Jared Kushner; visitara México -con motivo de la transición presidencial de diciembre próximo-, el actual gobierno […]
Apenas un día después de que una delegación estadounidense conformada por el Secretario de Estado, Mike Pompeo; la Secretaria de Seguridad Interior, Kirstjen Nielsen; el Secretario del Tesoro, Steven Mnuchin; y el asesor senior del presidente Donald J. Trump, Jared Kushner; visitara México -con motivo de la transición presidencial de diciembre próximo-, el actual gobierno en funciones lanzó un comunicado en el que afirma que el Estado mexicano condena el uso de la violencia y la represión en contra de estudiantes y civiles en las instalaciones de la Universidad Nacional Autónoma de Nicaragua.
El evento, por sí mismo, en apariencia no representa mayor trascendencia si se toma en cuenta que dicho comunicado es apenas uno de cuatro que la administración federal saliente emite, en torno de la profusión de violencia en Nicaragua, desde abril pasado. La cuestión de fondo es, no obstante lo anterior, que aunque el tono del comunicado mexicano se mantiene en la tónica discursiva adoptada desde el 22 de abril, marca cierta pauta de lo que ya se avizora será el curso que tomará la política exterior de los aliados estadounidenses en la región sobre la sociedad centroamericana.
Para poner en contexto la evolución de la narrativa regional sobre Nicaragua, el primero de los comunicados formulados por la Cancillería mexicana, dado a conocer cuatro días después de que las manifestaciones sociales sacudieran a ese país por vez primera en el año, se limitó a expresar que el gobierno de Enrique Peña Nieto se restringía a dar seguimiento al curso de los acontecimientos, solicitando el cese de los actos de violencia por la vía del diálogo entre las partes involucradas. Un segundo comunicado se dio a conocer un mes después, a finales de mayo, reiterando la necesidad de que los antagónicos resolvieran sus diferencias recurriendo a mecanismos de concertación, además de apoyar las recomendaciones formuladas por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) al respecto.
El tercero se emitió a mediados de junio, introduciendo el apoyo del gobierno mexicano al establecimiento de un Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes (GIEI) para investigar las violaciones a los derechos humanos de los nicaragüenses durante los dos meses de protestas, así como reiterando la necesidad de buscar una salida al conflicto por el diálogo -aunque ya siendo explícito el apoyo al rol de la Conferencia Episcopal de Nicaragua como el mediador. El cuarto, finalmente, condena los actos de violencia cometidos en contra de la Universidad Nacional Autónoma de Nicaragua y de las instalaciones religiosas que la población ha utilizado para construir sus propios bastiones de resistencia frente a la represión policial.
En conjunto, los cuatro documentos -para los estándares de la política exterior mexicana en el actual sexenio-, pretenden mantener un cierto grado de neutralidad y autonomía, así como un supuesto respeto al principio constitucional de no intervención en los asuntos de otros Estados; con lo cual se buscó no dar un posicionamiento que llevara a tomar partido entre sociedad o gobierno. Sin embargo, por supuesto que apoyos tan explícitos como los referentes a las recomendaciones de la CIDH, de la constitución de un GIEI y de la mediación necesaria de la Conferencia Episcopal son un posicionamiento explícito en favor de la sociedad (y en detrimento del gobierno nicaragüense), pese a que por la pretendida neutralidad de los tres actores involucrados en cuestión se presupone que en realidad México no tomó partido por ninguno de los bandos enfrentados.
La posición de la administración de Daniel Ortega, después de todo, se mantiene en la anquilosada negativa a cualquier práctica de escrutinio internacional que involucre, por un lado, a instancias históricamente empleadas por Estados Unidos para intervenir en otros Estados con fines humanitarios o en defensa de la libertad, la igualdad, la estabilidad, la paz, la seguridad y la democracia -cada término entendido a la manera estadounidense, claro está-; y por el otro, que siquiera le brinde una posibilidad a los aparatos de inteligencia de Estados Unidos para incidir sobre las decisiones de la sociedad en rebeldía, por muy independientes, civiles y no gubernamentales que éstas se afirmen.
Por oposición, las masas manifestándose exigen que sean mecanismos ajenos a Nicaragua los que realicen el juicio histórico sobre la respuesta gubernamental ante sus demandas, dando por sentado que ello facilita y garantiza su independencia, objetividad, justeza y autonomía frente las redes de poder y los intereses vinculados a la administración nacional vigente.
Observar la política exterior de los aliados caribeños y centroamericanos de Estados Unidos, en general; y de México, en particular; sobre el curso de los acontecimientos en Nicaragua, en este sentido, resulta fundamental para comprender la correlación de intereses en disputa en el momento presente, y en particular en lo que respecta a la discusión sobre si se trata de un golpe de Estado suave o expresiones de inconformidad legítimas ante un gobierno cada vez más acrítico y dictatorial; pero también, y sobre todo, para visibilizar las formas, los contenidos y la intensidad con la que intereses geopolíticos externos al país -estadounidenses, de manera fundamental- se están configurando y avanzando en su reposicionamiento para reconfigurar las relaciones de poder dominantes al interior del país.
Respecto del primer punto, es claro que la discusión pública sobre la violencia en Nicaragua ha tendido a decantarse cada vez más y con mayor profundidad y discordia, entre, por un lado, los argumentos que defienden la idea de que las protestas sociales de los últimos tres meses responden a demandas legítimas de una población hastiada por una política que discursivamente se presenta como de izquierda, pero que en la práctica, en sus tres últimos quinquenios, rectifica su naturaleza neoliberal; y por el otro, los que reiteran que el carácter del conflicto en cuestión se encuentra comandado por intereses estadounidenses operados por organizaciones nicaragüenses afines y por ellos financiadas.
La realidad, por supuesto, es mucho más compleja que esa autocomplaciente polarización explicativa. Y, de hecho, si algo han ido confirmando los eventos que se han sucedido desde abril es que hay una concatenación, una suerte de convergencia fáctica, entre ambas lógicas, con la primera operando de manera explícita, pero inconsciente, por la segunda. Las amasas alimentando la intervención extranjera.
Y es que, en efecto, no cabe duda que la masa de la población saliendo a las calles desde abril se debe a sus manifestaciones como respuesta a intereses legítimos que la administración nacional de Daniel Ortega han ido minando con el tiempo, por medio de una mayor profundización de la agenda neoliberal en el país, en donde las propuestas en torno de la seguridad social de los trabajadores sólo constituyó la gota que derramó el vaso en una larga lista de políticas pauperizantes, entre las cuales se incluyen concesiones millonarias por medio siglo a empresas chinas, proyectos de infraestructura privatizadores, actividades extractivas, despojos de tierras, aniquilación de reservas naturales, desarrollos portuarios, aeroportuarios y carreteros con costosos elevados al erario y sus contribuyentes… Todo sumado a una profusión de violencia armada a causa de la expansión de la guerra continental contra el narcotráfico, en los últimos años.
Ante esas protestas, el gobierno nicaragüense actuó mediante el recurso a una represión que lo único que causó fue atizar más el descontento de los diversos sectores que ya se encontraban involucrados en las calles o que aún requerían de un pretexto para hacerlo. Por eso, los pasos que Daniel Ortega dio para retractarse de las principales decisiones que habían detonado las marchas de abril no fueron medidas suficientes paradesescalar las demandas populares. De hecho, en la medida en que la represión gubernamental se hizo más sistemática -debido a la magnitud de las protestas- cada nueva manifestación se hizo más grande, más exigente y más profunda. Y viceversa, la represión creció de manera proporcional al crecimiento natural del descontento.
Esta parte de la historia tiene poco que ver con cualquier intento extranjero de intervención y responde más al hecho de que, en sus tres administraciones al hilo, los intereses a los que representa Daniel Ortega abrieron frentes locales a los que ni ellos mismos supieron responder ni atajar: al sandinismo de la vieja guardia se le dio la espalda en el plano agrícola, mientras que a sus nuevas guardias -los nietos de los sandinistas de la década de los ochenta-, apenas se les ofreció una expectativa de vida con satisfacciones mínimas, sujetas a un futuro asalariado con una escasa perspectiva de movilidad y a una nula representación política más allá de los márgenes de la formalidad partidista histórica; la reconciliación con la poderosa iglesia católica entró en una nueva fase de sano distanciamiento, pese a las concesiones que se le hicieron desde 2006, como en temas de maternidad; y al empresariado local, por su parte, se le fue relegando por el extranjero, en la medida en que la lealtad política de aquel se hacía cada vez más endeble.
Es por esto que los intereses en conflicto al interior de las protestas sociales de los últimos meses son tan diversos e incluso tan divergentes, con pocos puntos de convergencia más allá del reclamo sobre un cambio de régimen, en cuyo escenario la disputa se encuentra en la posibilidad de cada grupo de instituir una nueva correlación de poder que beneficie más a unos o a otros.
Aquí es donde entra el factor extranjero de la ecuación. Y es que si bien es cierto que toda esta dinámica presenta sus propios rasgos de espontaneidad y legitimidad popular, también lo es que existe un núcleo duro, interno a las movilizaciones, que pugna por ser el conjunto de intereses que domine la acción social en las calles y la agenda política a impulsar para la obtención de una transición. Ese núcleo, en términos generales, se compone por un compacto espectro juvenil conglomerado en torno de su actividad estudiantil y su participación en organizaciones no gubernamentales.
Parte importante de la actividad de esas universidades -la gran mayoría de ellas privadas o con participación estatal minoritaria- y de esas organizaciones no gubernamentales, hoy, se encuentran bajo la acogida de la agenda política y el financiamiento impulsado por tres instituciones estadounidenses históricamente ligadas con la desestabilización de sociedades por la vía de la promoción de la democracia, el libre mercado y los derechos humanos; a saber, la United States Agency for International Development (USAID), la National Endowment for Democracy (NED) y el National Democratic Institute (NDI), este último -presidido por la exsecretaria de estado de Bill Clinton, Madeleine Albright- con presencia en países tan herméticos a los aparatos de inteligencia estadounidenses como Cuba, Corea del Norte e Irán.
De ahí que lo que comenzó siendo un movimiento popular, de masas, paulatinamente esté siendo capturado por la agenda particular de estos grupos, sin más, ejecutores de la agenda de intereses geopolíticos estadounidenses en la región (y en un país que, además, cuenta con una presencia china importante y desafiante al establishmentmilitar de Estados Unidos).
La receta por supuesto no es nueva. En los años recientes, es el vivo reflejo de los eventos que llevaron a consumar un golpe de Estado en Brasil, contra Dilma Rousseff, y a cerrar el cerco alrededor de Venezuela en lo que va de mandato de Nicolás maduro. Por eso el seguimiento al debate público regional y a los posicionamientos de política exterior de los actores locales resulta fundamental para conocer las vías y los contenidos por los cuales van avanzando los intereses geopolíticos exteriores a Nicaragua, porque son, en varios sentidos, los calibradores que indican las formas, las intensidades y la extensión de las narrativas que se van construyendo para dotar de legitimidad al cambio de régimen y a la intervención internacional en el país.
Es cierto que el sandinismo de la vieja guardia, dominante en la administración del aparato gubernamental nicaragüense, hoy, en realidad, ya no representa el peligro que en los años ochenta del siglo veinte le suponía a Estados Unidos. Y también lo es que el origen de la protesta social actual no encuentra sus raíces en alguna articulación con los aparatos de inteligencia estadounidenses. Sin embargo, ello no significa que el gobierno de Donald J. Trump no esté aprovechando el momento, la coyuntura, para montarse sobre las exigencias de las masas para colocar su agenda y hacer valer ese cambio de régimen por el que tanto ha presionado desde abril pasado.
Y aquí la cuestión es que el gobierno de Ortega ha resistido esa presión extranjera, pero lo ha hecho al precio de escalar la violencia en el país o, por lo menos, sin saber cómo actuar de manera tal que no se dé pauta alguna a actos cada vez más combativos por parte de la población. Y el riesgo de seguir con ese rumbo de acción es que se potencia el margen para calcar el modelo de intervención en Venezuela: en donde, de abril a la fecha, una resolución de la Cumbre de las Américas, tres posicionamientos del Grupo de Lima (que aglutina a trece Estados de la región) y una resolución más de la Organización de Estados Americanos han ido ejerciendo mayor presión sobre la presidencia de Maduro, en aspectos tan claves como el financiamiento a instancias multilaterales para intervenir en el país, el cerco a los fondos y recursos financieros a los que es posible acceder, el bloqueo comercial, el fortalecimiento político de la oposición de extrema derecha en la Asamblea Nacional, el desconocimiento del orden constitucional del Estado y el rechazo de los procesos electorales celebrados y por celebrar.
Por eso los posicionamientos de México en torno de la situación nicaragüense son reveladores: porque si bien la política exterior del presente sexenio ha tendido a un mayor alineamiento con la estadounidense para no tener que ceder en algunas de las demandas que le formula la administración Trump, gran parte de Centroamérica es una zona estratégica para los intereses de seguridad mexicanos, y un endurecimiento, abrupto o paulatino, de su narrativa condenatoria de los actos del Estado nicaragüense apunta no sólo a un repliegue mexicano respecto de esos intereses, sino que, además, es indicativo de un escenario en el que un actor antaño aliado en la pacificación de las guerrillas en la región estaría liderando el cierre del cerco, ocultándolo detrás del velo de legitimidad democrática y liber
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