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Uruguay: La izquierda frente al espejo de su propio programa

La grieta en el hormigón del privilegio

Fuentes: Rebelión

Entre camionetas blindadas y pancitas vacías

Aún resuena, como eco subterráneo entre rascacielos y plazas insurgentes, la consigna que dividió al mundo en dos cifras rotundas: el 99% contra el 1%. Fue el grito sin dueño de Occupy Wall Street, una irrupción coral que, en aquel otoño neoyorquino de 2011, plantó gazebos y voluntades en el centro mismo del capital global. Desde el mármol helado de las bolsas hasta las aceras gastadas por pies que no heredan nada, la denuncia fue clara: la codicia del uno por ciento -ese puñado de acaparadores blindados por privilegios fiscales, evasiones legales y complicidades políticas- venía horadando los cimientos republicanos como un lento y corrosivo ácido invisible. Sin jerarquías ni dogmas, el movimiento señaló el rostro impune de la acumulación obscena y tejió una cartografía de la desigualdad que aún hoy late. Esa resonancia, lejana pero intacta, parece hoy reencarnarse bajo una forma más modesta, aunque no menos significativa en este confín austral. Uruguay balbucea una iniciativa concreta, sin tiendas ni pancartas, que apunta al mismo corazón del privilegio: gravar al uno por ciento más acaudalado, a quienes duermen sobre fortunas de más de un millón de dólares mientras la intemperie crece. No se trata de un ajuste de cuentas ni de una revancha ideológica, sino de un gesto sobrio de justicia, casi una ocupación fiscal de los fortines del privilegio. Un acto civilizatorio que no busca incendiar los palacios, sino abrir una ventana por donde entre el aire de lo común. Porque el muro de la desigualdad también puede comenzar a agrietarse, incluso desde la tinta del boletín oficial.

En un país donde uno de cada tres niños arrastra su niñez hecha harapos entre el hambre y la intemperie, la propuesta de gravar con un uno por ciento a ese otro uno por ciento que nada entre lingotes, campos y cuentas offshore no es una provocación: es una súplica desesperada de la razón, una exigencia ética, una reparación largamente postergada. En esta tierra donde la riqueza se concentra obedeciendo a un conjuro colonial jamás roto, el PIT-CNT ha encendido una chispa que bien podría alumbrar el inicio de un nuevo pacto redistributivo. Que tiemble la costumbre, si en su silencio se siguen pudriendo las cunas. ¿Era acaso la organización de los trabajadores quien debía asumir la iniciativa como propia, o se trata de un gesto de rescate ante la desmemoria selectiva de representantes del poder legislativo y ejecutivo, frente al rumbo programático comprometido? El documento “Bases programáticas 2025–2030” del Frente Amplio (FA) no admite titubeos. Su punto 5 prioriza “desarrollar políticas activas de combate a la pobreza, combinando el corto y el largo plazo, que posibiliten superar desigualdades estructurales (fragmentación socio-territorial, niñez en situación de pobreza, de género, entre otras)”, y su inciso 3 exige “avanzar en la transformación del sistema tributario reduciendo impuestos al consumo y fortaleciendo la imposición a la renta, el gran capital y el patrimonio con el criterio de progresividad […] que paguen más los que tienen más riqueza y más ingresos, aliviando la carga tributaria sobre los que menos tienen”. Una fórmula como mínimo sensata.

El impuesto que comienza a ser reclamado es una herejía fiscal solo para adoradores del altar del privilegio. Una forma modesta -apenas un gesto proporcional- de justicia estructural. Se trata de aplicar un gravamen del uno por ciento sobre el patrimonio del uno por ciento más rico de la población: hasta que se precise con nitidez la demografía de la obscenidad, hablamos de unas 25.000 personas que, juntas, concentran entre un tercio y casi la mitad de la riqueza nacional. Bastaría esa cifra para recaudar cerca de un modesto porcentual del PIB y destinarlo a erradicar la pobreza infantil, no como limosna simbólica, sino como transformación material, estructural y profunda. No hay alquimia revolucionaria en esta propuesta, sino vergüenza movilizada con brújula solidaria y horizonte de infancia. Y, sin embargo, allí donde debería florecer el consenso más básico -alimentar a los niños- se agita el miedo. Algunos lo llaman “fuga de capitales”; otros, con léxico más tecnocrático, lo enmascaran como “incertidumbre inversora”. La reacción del gobierno del Presidente Yamandú Orsi ha sido, hasta ahora, una negación serena: no se crearán nuevos impuestos. Como un tabú litúrgico, en el que tocar a los ricos fuese un sacrilegio en tiempos de mercado. El ministro de Economía, Gabriel Oddone, se atrinchera en el mantra de la “eficiencia del gasto”, sin advertir que hay realidades que no esperan eficiencia alguna: esperan pan, vacunas, abrigo y ternura.

Desde la vereda alfombrada del privilegio, la reacción no se hizo esperar. La Cámara de Comercio y su presidente, Julio Lestido, denunciaron que este impuesto “castiga el éxito” y “desincentiva la inversión”. Acumular riqueza sin devolver a la sociedad una cuota de lo apropiado se le impone como el único modelo posible de éxito: compartir sería una afrenta. Tal vez crean que la preocupación por la infancia es un lujo ideológico para tiempos de bonanza, no de gobiernos en la urgencia. Qué fragilidad ruidosa la del poder, que tiembla como un coloso de papel ante el mínimo soplo de equidad. A contracorriente de esa lógica, el PIT-CNT no propuso una cruzada, sino una invitación. Sin blandir una amenaza como bandera, tendió una mesa donde puso no solo una cifra o una tasa, sino una pregunta fundacional: ¿puede un país decirse progresista cuando sus niños y niñas siguen teniendo hambre? Lo hizo con documentos técnicos, respaldado por economistas como Zucman y Piketty, y con la memoria viva de las luchas populares. Lo hace ahora con una contundencia que contrasta con el cálculo electoral de quienes temen mojarse los pies en plena tormenta distributiva. No es la primera vez que el PIT-CNT se adelanta a iniciativas más propias de la política, mientras el Frente Amplio se despereza lentamente entre dudas y cálculos. Por caso, también fue quien comenzó a movilizar por el referéndum contra la Ley de Urgente Consideración (LUC) de la coalición ultraderechista liderada por Lacalle Pou en el período precedente. Hay que decirlo con todas las letras: la central sindical ha asumido un rol que desborda la representación laboral, su cauce natural. Ha retomado, en medio de un clima de dispersión política, la osadía de señalar un norte en medio del extravío. No invoca solo carencias: señala vías. La propuesta del impuesto al uno por ciento de uruguayos nace de la experiencia popular acumulada, de la observación lúcida de un Estado que, aun en tiempos de crecimiento económico, ha sido incapaz de corregir la exclusión estructural, dejando intacto el abismo. Que la central obrera se haya convertido en brújula no es una intromisión: es la señal de que aún late, desde abajo, la posibilidad de futuro.

Y allí está el FA, nuevamente en el vórtice de la tormenta que él mismo prometió disipar, sometido al remolino de contradicciones fundantes. Forjado en las luchas contra el privilegio, fundado como herramienta de transformación antimperialista, antioligárquica y, más recientemente, antipatriarcal, hoy, sin embargo, ha vuelto al gobierno con una promesa temeraria de su candidato presidencial en campaña: “no aumentar impuestos”. Un gesto de irresponsabilidad discursiva que contradice el propio programa, como ya demostramos líneas arriba. Una claudicación retórica que choca de frente con su propio mandato. El FA es, todavía, una de las pocas organizaciones del progresismo mundial que elabora detallados programas quinquenales con vocación de futuro y memoria de base. No los escribe un líder iluminado, sino centenares de militantes: expertos en cada área junto a vecinos que conocen el pulso de los barrios, para luego definirse en un congreso donde más de mil delegados debaten oración por oración, palabra por palabra, transmitido públicamente desde un estadio repleto. El votante frenteamplista -a diferencia de los que votan por las ofertas personalistas de los partidos tradicionales- no entrega un cheque en blanco: emite un mandato. No vota solo por un rostro, sino por un horizonte colectivo, no por sonrisas de campaña y el fulgor de los focos. No delega, compromete. Firma un compromiso, no un acto de fe. Quien representa al FA no lo hace por inspiración divina ni carisma televisivo, sino por estar investido de instrucciones, compromisos y responsabilidad ante el programa aprobado. Es una rareza virtuosa dentro de una democracia representativa que suele reducir la participación al conteo quinquenal de papeletas. Mientras el modelo institucional consagra el mandato no imperativo, el FA habilita formas de participación popular que horadan parcialmente ese muro: la vigilancia activa, la intervención crítica, la apelación al mandato como forma activa de ejercicio ciudadano. Por eso, la promesa electoral de “no aumentar impuestos”, más que un desliz, corre el riesgo de devenir en doctrina de la resignación, además de negación de la tradición política frentista. Como además recordó su presidente, Fernando Pereira, el FA no se agota en un período de gobierno. La redistribución de la riqueza no es una tentación radical: es el corazón mismo de su existencia ¿Cómo puede entonces la izquierda volverse espectadora de un sistema fiscal que recauda más de los pobres que de los poderosos?

El debate comienza a mover las aguas de una calma impostada. Legisladores como Óscar Andrade, Gustavo González, Constanza Moreira y Felipe Carballo han alzado la voz con claridad, como faros en medio de la niebla fiscal. No invocan dogmas ni agitan consignas: no recitan slogans ni se escudan en doctrinas, construyen desde la razón y el deber. Saben, como lo sabe cualquier conciencia mínimamente despierta, que no hay república y hasta democracia cuando un niño mastica aire y otro desayuna intereses heredados de fortunas blindadas. Saben que la concentración de riqueza no es libertad, sino privilegio desregulado que se sueña a perpetuidad. En sus intervenciones resuena la advertencia de Thomas Piketty: sin impuestos progresivos al patrimonio, la democracia degenera en oligarquía patrimonial. Y la historia fiscal uruguaya desmiente con datos lo que algunos disfrazan de novedad imprudente. Durante décadas, el país contó con un impuesto al patrimonio que llegó a representar más del 1 % del PIB. A partir de 2007, bajo gobiernos del propio FA, ese tributo fue desmantelado hasta quedar reducido a una sombra casi ceremonial del deber fiscal: el 0,1 %. El país que supo gravar la riqueza, la acaricia como si temiera espantarla. Esta propuesta entonces no es una novedad riesgosa, sino una recuperación de memoria. Una reactivación de herramientas conocidas sumada a la determinación de que la riqueza no siga siendo su propio secreto.

También desde la academia, a contracorriente del silencio técnico, se abren caminos. Gustavo Viñales advierte que la carga tributaria uruguaya está por debajo del promedio de la OCDE. Mauricio de Rosa aporta fundamentos técnicos que muestran con claridad que no se trata de un castigo, sino de una reconfiguración del pacto fiscal. No hay improvisación: hay referencias internacionales, hay antecedentes nacionales, hay voluntad de construir justicia desde el diseño tributario. No hay arrebato ideológico: hay memoria, evidencia y voluntad. En todo el mundo, incluso algunos sectores de la élite han reconocido que sin tributación progresiva no habrá pacto que aguante. Lo confesó sin pudor uno de los tótems del capital financiero. El propio Warren Buffett dijo: “pago menos impuestos que mi secretaria”. Mientras tanto, Uruguay arrastra una paradoja cruel: la economía crece, pero la infancia se hunde. ¿Qué progreso es ese que deja fuera al futuro? ¿Qué clase de nación permite que su prosperidad se construya sobre la miseria de sus hijos? Las cifras no admiten eufemismos: una de cada tres niñeces vive sitiada por la miseria. Y, sin embargo, las exoneraciones fiscales a los grandes capitales se multiplican como si fueran el motor del bien común, donde la evasión planificada fuese una estrategia de desarrollo. El impuesto patrimonial vigente es hoy apenas una sombra de lo que fue: un tributo decorativo frente a fortunas que no caben en un balance. Una genuflexión sin gloria en el altar dorado del mercado.

Cuando las cifras ya no conmueven, alcanza con abrir los ojos. Mientras en las márgenes del país muchos niños revuelven bolsas negras buscando futuro entre residuos o almuerzan en merenderos desbordados, en el coqueto barrio de Carrasco los SUV se blindan, las cuentas crecen en silencio y los barrios privados levantan muros más gruesos que la conciencia y más altos que la vergüenza. La distancia entre el hambre y la abundancia no se mide en kilómetros ni en pesos: se mide en cobardías acumuladas. Pero, dicen, no es el momento: ¿el hambre podrá esperar agenda? Lo dice incluso Charles Carrera, exsenador dirigente del MPP, el sector mayoritario del FA, esperando que la pobreza infantil aguante hasta que los precios de los commodities despierten, como si las tripas pudieran negociar con el mercado de futuros. La posposición supone que los derechos pueden esperar hasta que las cifras decidan sonreír. En nombre de la prudencia se ha legitimado la desigualdad más cruel. Porque detrás de la moderación fiscal, lo que se agazapa es una moral de la resignación.

Hay momentos en que la historia toca la puerta sin estridencias, susurra en vez de gritar, pero exige igual. No con grandes cataclismos, sino con preguntas urgentes que reclaman respuestas concretas. Este es uno de esos instantes que separan el gesto de la historia. Gravar con un uno por ciento a quienes concentran fortunas exorbitantes desde la asunción del histórico progresismo antioligárquico uruguayo no es una confiscación, es decencia fiscal. Una fisura luminosa -aunque tardía- en el hormigón del privilegio. Una señal de que el FA aún guarda, en alguna fibra, el pulso de sus orígenes. Basta con un acto de valentía, de esos que fundan rumbos. Porque si el FA no es capaz de encarnar hoy -con coraje y sin eufemismos- la exigencia de justicia que brota desde abajo, ¿quién lo hará? ¿La coalición multicolorida? ¿Alguna secta ultraizquierdista?

Que este puñadito de privilegiados contribuya con un insignificante fragmento de su patrimonio para sacar a la infancia del pozo no es un castigo sino un cimiento republicano. Es comenzar a sembrar algo de justicia en el terreno baldío del presente. Es empezar a saldar, al fin, la deuda más infame: la que se les cobra a niñas y niños de pancitas vacías, a tasas que les devoran hasta el bocado que nunca les llegó.

Emilio Cafassi (Profesor Titular e Investigador de la Universidad de Buenos Aires).

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.