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La memorable victoria del sastrecillo valiente

Fuentes: Rebelión

No me atrevería a llamarlo Sastrecillo si no fuera porque él mismo, en uno de sus famosos «diálogos con su sombra», se autodenomina así. Para calificarlo de valiente, sin embargo, no necesito su permiso (no me lo daría, teniendo en cuenta su modestia radical): durante medio siglo ha demostrado el más alto grado de valor […]

No me atrevería a llamarlo Sastrecillo si no fuera porque él mismo, en uno de sus famosos «diálogos con su sombra», se autodenomina así. Para calificarlo de valiente, sin embargo, no necesito su permiso (no me lo daría, teniendo en cuenta su modestia radical): durante medio siglo ha demostrado el más alto grado de valor en todas las acepciones del término y en las circunstancias más adversas, y no hay nadie que pueda negarle ni disputarle un adjetivo que, en su caso, ha adquirido consustancialidad de epíteto, de apellido moral.

Podría decir esto con cualquier pretexto, pues no hace falta ninguno; pero en esta ocasión lo hago tras leer, casi de un tirón, la recopilación de su poesía completa (Obra lírica y doméstica, Hiru, 2004), nuevo y antiguo -es decir, histórico- testimonio de la valentía literaria y política del autor.

Como todos los libros importantes, aquellos en los que una imperiosa necesidad expresiva moviliza una creatividad de primer orden al servicio de un proyecto transformador, esta antología lleva implícita una reflexión sobre su propia materia. ¿Qué es, hoy, la poesía? ¿Cómo incide en las sensibilidades y en las conciencias actuales? ¿Cuál es, en estos momentos, la relación entre poesía y realidad? La de Alfonso Sastre es, huelga señalarlo, una poesía militante; pero, además, lo es de una manera que nos hace preguntarnos, como se lo preguntaba Brecht en circunstancias parecidas a las nuestras, si cabe otra poesía que no sea la militante. Sastre no maldice explícitamente la poesía concebida como un lujo cultural; no necesita hacerlo: su obra vigorosa y veritativa aniquila la poesía «neutral», blandamente esteticista, con su mera presencia, con su existencia más fuerte, como el ángel de Rilke.

No puede sorprendernos, a la luz de las consideraciones anteriores, que no todos los poemas de Sastre sean «poéticamente correctos». El autor de Tarde en la taberna y Balada de Carabanchel no les tiene miedo ni al ripio ni al pastiche, ni al tópico ni al exabrupto, puesto que en el arte -y solo en el arte- el fin justifica los medios. Pero incluso sus poemas más anecdóticos tienen el inconfundible aroma de lo verdadero. Sus sencillos pareados son, como el nunchaku de los campesinos japoneses (dos palos iguales unidos por un breve trozo de cuerda), un primoroso instrumento artesanal capaz de convertirse en arma contra el opresor…

Hay muy pocos poetas verdaderos, e incluso ellos lo son muy pocas veces, como decía Jorge Guillén. A pesar de su aparente desenfado, Alfonso Sastre es mucho más poeta y lo es muchas más veces que la mayoría de los vates laureados, y la publicación de su poesía completa constituye un auténtico hito literario. Un hito del que, por supuesto, nuestra envilecida cultura oficial no ha querido darse por enterada. No conocen el suelo las rodillas del Sastrecillo Valiente, y eso en un país de lacayos no se perdona.

Hasta aquí el artículo (resumido) que escribí a raíz de la publicación, en 2004, de la poesía completa de Alfonso Sastre. Un par de años después, y con ocasión de su octogésimo aniversario, el poder debió de considerar que Sastre ya no era políticamente peligroso y que convenía empezar a otorgarle algún reconocimiento oficial; no por justicia, sino para intentar atenuar el bochorno que para las instituciones culturales de la «España democrática» (las comillas indican el uso irónico de ambos términos) suponía ningunear al más importante dramaturgo de la lengua castellana. Entrevistas, reediciones, presentaciones, estrenos… En cierta ocasión le dije bromeando: «Como no han conseguido matarte a disgustos, ahora intentan matarte a gustos». Y creo que no iba desencaminado, pues, además de lavarse la cara, el poder intentaba rematar al adversario supuestamente agonizante con unos cuantos halagos institucionales. «Si después de tantos años de ayuno le damos a probar las miles del éxito, ya no volverá a alzar su cascada voz», debieron de pensar algunos.

Pero la voz del Sastrecillo Valiente seguía siendo un trueno, una tormenta, y seguía sin tener precio. Y cuando se merecía más que nadie disfrutar de un poco de sosiego, no ha dudado en capitanear una vez más, a sus ochenta y tres años y en precarias condiciones de salud, una batalla desigual y de la que sabía que no iba a salir indemne. Y una vez más ha aguantado sin vacilar las viles agresiones de unos y otros, el fuego cruzado de esas dos Españas que en el fondo son la misma. La misma y ninguna. Ninguna, pequeña y cautiva.

No sé si II-SP obtendrá algún escaño. Pero haber luchado junto a excelentes camaradas sin más armas que las palabras y sin más mando que la autoridad moral de Alfonso Sastre y Eva Forest, es ya una victoria memorable que nada ni nadie podrá arrebatarnos.

Oh, capitán, mi capitán, nuestro azaroso viaje ha terminado; la nave ha superado todos los escollos y hemos logrado el premio que anhelábamos…