Recomiendo:
0

La instalación del nuevo parlamento

La política de los símbolos

Fuentes: Brecha

El martes 15 la historia uruguaya vivió un capítulo que ni García Márquez hubiera imaginado, como dijo el senador José Mujica, protagonista de la jornada, junto a la diputada Nora Castro, electa presidenta de la Cámara de Representantes casi por unanimidad (sólo ella no se votó). La jornada fue pletórica en símbolos, que delataron el […]

El martes 15 la historia uruguaya vivió un capítulo que ni García Márquez hubiera imaginado, como dijo el senador José Mujica, protagonista de la jornada, junto a la diputada Nora Castro, electa presidenta de la Cámara de Representantes casi por unanimidad (sólo ella no se votó). La jornada fue pletórica en símbolos, que delataron el cambio de época y evocaron las paradojas de la historia.

El miércoles 16 amaneció con otra luminosidad: los uruguayos habían asistido la tarde anterior a unas ceremonias que concentraron adhesión, curiosidad, sorpresa, satisfacción y sobre todo tranquilidad. Una atmósfera novedosa, como preñada de promesas y primicias, había derrotado al bajón nacional; un aire exultante, como de enamorados, se esparcía por la ciudad creando un estado de predisposición y benevolencia; un sol apropiado caldeaba los comentarios y los juicios, que desmenuzaban, como si hubiera habido un clásico, todos los detalles: desde el color de la campera del Pepe, pasando por la delgadez del Cejas, hasta el significado del índice agitado de Nora. Era un aire de propiedad compartida, de cosa colectiva, de asunto familiar. Era un ánimo generalizado de sonrisa universal.

¿Cuánto de todo esto era síntesis de esperanza real y cuánto deseo profundo? La instalación de un nuevo Parlamento, de un nuevo gobierno de nuevas mayorías nacionales, operó como detonador de un nuevo estado de ánimo, diferente al de la alegría del triunfo, algo inédito: los orientales celebraban la consagración de un gobierno distinto, pero a la vez compartían la sensación de lo conocido. Las ceremonias del miércoles eran más que una rotación de partidos en el gobierno; habrá que ir para atrás en la historia buscando raíces germinales para expectativas de cambios tan profundos, más allá de 1959, con la instalación del primer gobierno blanco del siglo XX que desarticuló el monopolio colorado; más allá del segundo gobierno de José Batlle, en 1911, consagrando la solidez del Estado; más allá del gobierno de Juan Francisco Giró, en 1852, puntillazo final de la Guerra Grande. Habrá que remontar la historia más allá de Oribe y de Rivera, de Pueyrredón y Canning, y habrá que mirar hacia la Banda desde el recodo del Uruguay, cuando todavía no era país, sólo río, en cuya ribera se instaló el gobierno de Purificación, un gobierno de los vecinos, pero también un gobierno para los que no habían sido ciudadanos porque no eran propietarios, un gobierno para los negros, los zambos, los indios, las viudas con hijos, los peones, los infelices.

Ésa es la carga subjetiva del estado de ánimo instalado el martes 15, menuda carga sobre un elenco de gobernantes y administradores que vienen reiterando las advertencias sobre las limitaciones de lo posible. Nadie le reclama al nuevo gobierno una conducta artiguista &endash;esa conducta tan «voluntarista» que lo despegó de su tiempo y lo adelantó 50 años porque bien podría haber sido un protagonista de la comuna de París, un colega de Proudhon y de Blanqui, un corresponsal de Marx&endash;, pero nadie podrá condenar al vecindario porque en su alegría exprese anhelos apenas presentidos, casi atávicos, postergados desde siempre.

¿Qué hacía el Ñato Fernández Huidobro, a las 10 de la noche del martes 15, en el boliche del Carlitos, arrinconado en una mesa, compartiendo cocacolas con su compañera, su hija Manuela y el petizo Caballero? Estaba completando una jornada cargada de simbolismos. ¿O no es un símbolo que ese antiguo guerrillero, rehén de la dictadura, enemigo número uno de los militares, devenido senador y dirigente de la coalición de izquierda, dejara fluir tranquilamente, anónimamente, humildemente, en la intimidad, los últimos minutos de una jornada intensa, histórica, la jornada en que, además, los tupamaros tomaron el Palacio Legislativo, sin tiros y bajo aplausos?

LAS VUELTAS DE LA VIDA. En la explanada del Palacio resonaban todavía los coros de las murgas y los reflectores alargaban las sombras de saltimbanquis en zancos. Resonaban, también, los aplausos y los gritos de la multitud, acallados casi por los redobles y las clarinadas de la banda que al caer la tarde marcaban el paso de los efectivos del Batallón Florida, con los bonetes y las casacas blanquiverdes que un general de amplias avenidas y tenebrosas leyendas, ese general Flores, había ideado para los cruzados de la Triple Alianza que morirían en los esteros paraguayos después de reducir a polvo la aldea sanducera.

Ahí estaban los depositarios del dudoso honor acuñado por el general León de Palleja, firmes ante el presidente de la Asamblea General y la presidenta de la Cámara de Representantes, prestos para rendir honores al Parlamento Nacional. Simbolismos superpuestos: el desfile del Florida se había repetido cuatro veces desde la reconquista democrática, pero en este quinto verano de transición, en que se ventila la debilidad de una jueza para procesar a Juan María Bordaberry por haber firmado el decreto que «legalizaba» el golpe de Estado, es imposible olvidar que ese Batallón Florida, cuya misión consiste en custodiar al Parlamento, fue el que abrió las puertas a los vándalos que lo clausuraron aquel invierno de 1973.

Tampoco es posible olvidar que el Batallón Florida tuvo un protagonismo decisivo y muy particular en la guerra sucia contra los tupamaros, en 1972. Fue uno de los centros más activos de tortura, fue la unidad que capturó a Héctor Amodio Pérez, obteniendo una clara ventaja sobre otras unidades en aquella competencia interna de las Fuerzas Armadas por derrotar a la guerrilla. Ráfagas de esa historia pasaron por la mente de José Mujica, hecho prisionero por el Florida, cuando bajaba las escalinatas del Palacio, tomado de la mano de Nora Castro, envuelto en un enjambre de fotógrafos, casi abrumado por las vueltas de la vida que lo colocaban treinta años después en la posición de ser homenajeado por la unidad que lo había torturado.

Pero otras ráfagas de esa misma historia deben haber sacudido la memoria de Fernández Huidobro, un poco más atrás, espectador del momento, entre las columnas de la puerta principal, que en junio de 1972 había sido conducido al Florida para participar en una negociación entre guerrilleros y militares a efectos de anudar una tregua estable, suspender los enfrentamientos, terminar la guerra y, de repente, impulsar conjuntamente las medidas de gobierno que había llevado a unos a tomar las armas y a otros a reprimir y torturar. Imposible para el Ñato no recordar que los mismos que lo torturaban empeñaron la palabra, y la cumplieron, cuando salieron del cuartel, prisionero y carcelero, a buscar a Raúl Sendic por las calles de la clandestinidad agonizante, para concretar aquella negociación. Zancadillas de la historia: aquel oficial que cumplió su palabra, y que protegió al Ñato &endash;y también a Sendic en las tensas horas en que el tupamaro más buscado entraba en el cuartel del Florida, y también al Pepe, que velaba la angustia de la espera en los montes de Camino Tomkinson&endash;, el hoy coronel retirado Carlos Calcagno, acaba de ser denunciado ante la justicia paraguaya por su protagonismo en el Plan Cóndor.

El comandante del Batallón Florida, relevo de aquellos protagonistas, también habrá sentido el peso de esas historias &endash;complicadas, entreveradas, confusas, disparatadas, todo menos lineales o esquemáticas, de blancos y negros o de buenos y malos&endash; cuando le pidió a Mujica y a Nora Castro el permiso para rendirles honores. Y habrá estado como sedimento en la actitud de los tres comandantes de las Fuerzas Armadas, que bajaron unos peldaños para saludar al Pepe, mientras el jefe de la casa militar hilvanaba, en la espera, una conversación que soslayaría esos recuerdos profundos, que se reduciría a las buenas maneras, hablando del estado de salud, de la enfermedad, de la internación y que lo sorprendería: «Estoy viviendo los descuentos», le informaría el Pepe, como al pasar.

SÍMBOLOS DE LA NUEVA ÉPOCA. Para cuando los redobles de la banda comenzaron a marcar el ritmo del desfile militar, el Pepe ya había acumulado otras emociones y sembrado otros simbolismos. La toma de juramentos a los senadores de la nueva legislatura estuvo punteada por los comentarios y los adjetivos que el senador sin corbata obsequió a cada uno de sus colegas, y hasta algún críptico chiste de entre casa. El toque informal adherido a la fórmula tediosa aumentó la expectativa que la prensa había generado para el momento en que Mujica le pidiera el juramento a Julio María Sanguinetti. Fue el único caso en que el tupamaro se adscribió estrictamente a la fórmula, sin agregar comentario alguno, pero en cambio subrayó la actitud política explícita que desplegó durante toda la jornada con un gesto elocuente de aplaudir con vehemencia a quien, con propiedad, puede describirse como su más encarnizado detractor.

Si Mujica había apelado a su conocido estilo, muchas veces elíptico y alegórico, para señalar una postura política, Nora Castro, en cambio, asumió, en su discurso con el que agradeció los votos que la consagraron como presidenta de la Cámara de Representantes, el sendero de las afirmaciones sin ambigüedades, para señalar el carácter democrático de la gestión que comienza, el signo popular inspirado en el pensamiento artiguista, y la reafirmación de una amplitud que no disminuirá con el carácter absoluto de la mayoría parlamentaria. Buena parte de su discurso estuvo signado por la intención de reiterar que es posible un trabajo común sin renunciar a la pluralidad, sin hipotecar las diferencias.

Ésa fue la orientación de la conducta de los dos principales protagonistas de la jornada, una jornada en la que el resto de los senadores y diputados del EP-FA asumieron un segundo plano y acompañaron con generosidad y humor el hecho indiscutible del día: todo el espectro de la civilidad política y la verticalidad militar se inclinaba ante dos tupamaros, algo que el propio Mujica calificó como «novelesco» e «impensable». Era el signo del momento, que representaba, quizás, el punto final de una transición estirada durante 20 años.

Mujica se encargó de subrayarlo y, por las dudas, lo reiteró en diversas oportunidades. «El talonario de cuentas lo perdí hace mucho tiempo», declaró, y nadie dudó sobre el valor de esa afirmación, en boca del principal dirigente del grupo político mayoritario de la coalición de izquierda. Qué significa exactamente eso lo dirá el futuro. Ciertamente, esa declaración contribuye a consolidar la confianza del presente, que para la mayoría de la gente se traduce en esperanza y regocijo, dos productos escasos en el mercado del quehacer nacional.