El poder, su justificación y ejercicio constituyen un tema clásico y fundamental de quienes han abordado el análisis de la actividad política. Es lógico, pues la actividad política está siempre proyectada hacia el poder, bien como desarrollo o creación del mismo o como oposición o límite de su ejercicio. El marco preelectoral uruguayo se ha […]
El poder, su justificación y ejercicio constituyen un tema clásico y fundamental de quienes han abordado el análisis de la actividad política. Es lógico, pues la actividad política está siempre proyectada hacia el poder, bien como desarrollo o creación del mismo o como oposición o límite de su ejercicio.
El marco preelectoral uruguayo se ha ido caracterizando en torno a la democracia pluralista de tres gobiernos progresistas, en tanto forma específica del orden político. Sin duda que esta situación ha marcado profundamente la forma de «hacer» política: poco a poco vemos como los debates o acusaciones resaltan la instauración de una distinción entre las categorías de «enemigo» y de «adversario».
Esto significa que, en el interior del «nosotros» ciudadanos que constituimos la comunidad política, no se verá en el oponente un enemigo a abatir, sino un adversario de legítima existencia y al que se debe tolerar. Eso si se combatirán con» vigor sus ideas» pero jamás se cuestionará su derecho a defenderlas.
Fina retórica de la hipocresía, que nos caracteriza, ya que la categoría de «enemigo» no desaparece del todo, pues sigue pertinente en relación con quienes, al cuestionar las bases mismas del orden democrático burgués, no pueden entrar en el círculo de los iguales.
Una vez que hemos distinguido de esta manera la relación entre antagonismo (relación con el enemigo) y agonismo (relación con el adversario), podemos comprender por qué el enfrentamiento agonal, lejos de representar un peligro para la democracia, es en realidad su condición misma de existencia.
Por cierto, reconocemos que la democracia no puede sobrevivir sin ciertas formas de consenso -que han de apoyarse en la adhesión a los valores éticos-políticos que constituyen sus principios de legitimidad y en las instituciones en que se inscriben- pero también entendemos que ésta debe permitir que el conflicto se exprese, y eso requiere la constitución de identidades colectivas en torno a posiciones bien diferenciadas.
Por lo tanto, es menester que los ciudadanos tengan verdaderamente la posibilidad de escoger entre alternativas reales. La progresiva difuminación de las diferencias entre las nociones de derecha y de izquierda que se comprueba desde hace ya bastantes años se opone precisamente a esta exigencia. Desafortunadamente, el abandono de la visión de la lucha política en términos de posiciones antagónicas entre la derecha y la izquierda se ha visto acompañado de la desaparición de toda referencia a apuestas diferenciadas.
Así las cosas, ha habido un desplazamiento hacia una «república del centro» que no permite emerger la figura – necesaria, por lo demás- del adversario; el antagonista de otrora se ha convertido en un competidor cuyo lugar se trata simplemente de ocupar, sin un verdadero enfrentamiento de proyectos.
Esta situación es peligrosa para la democracia, pues crea un terreno favorable para los movimientos políticos de extrema derecha o los que apuntan a la articulación de fuerzas políticas en torno a identidades nacionales, religiosas, etc. Por eso no nos debe sorprender, el resultado de una reciente encuesta donde se destacaba un pronunciado giro a la derecha de los uruguayos.
Cuando no hay apuestas democráticas en torno a los cuales puedan cristalizarle las identificaciones colectivas, su lugar es ocupado por otras formas de identificación de índole étnica, nacionalista o religiosa. Se debe estar muy atento a esta realidad porque forma parte de la prevaricación de los estados pretendidos modernos, el no reconocer la dimensión que concierne el debate político, en lugar de negar su existencia.
Por eso, en este marco de «república del centro» las transformaciones sociales, económicas o políticas, navegan siempre en las agitadas aguas de la tradición y el futuro. Y es entre la tradición y el futuro que se establece el punto de la exactitud y el realismo, en cuyo equilibrio cuenta la ideología y la sociedad.
Desde dicho punto el pasado nos ofrece una incuestionable vigencia, un peso que unas veces gravita a favor y otras en contra de determinadas manifestaciones políticas, porque, obviamente, la tradición no es solo un conjunto de aportaciones históricas positivas, sino también de experiencias negativas, de evidencias de fracaso y deficiencias en el empeño de conseguir una convivencia social justa y armoniosa.
No obstante, el nuevo orden mundial de la globalización arrasa con toda noción que recurra a la identidad y a la tradición de una nación, ya que aparentemente oponerse a la globalización es oponerse al progreso, haciendo pasar aquellos partidos, organizaciones o intelectuales que reivindican la lucha anticapitalista y de explotación del colonialismo global como elementos radicales o marginales que sufren una crisis de identidad.
La idea de aldea global ha subyugado a muchos intelectuales de la «izquierda caviar» la izquierda acomodada, huérfanos de ideas y carente de propuestas, sin un proyecto propio de cambio social. Pacto social y consenso político, transformado en el comodín de la gobernabilidad, de reformas políticas y transición pactada, es desde donde se continuarán articulando las políticas de ajuste económico, de flexibilidad laboral, de privatización y desnacionalización de la economía.
Los pactos sociales desde el ejercicio del poder y las fuerzas de oposición se transforman rápidamente en las excusas que esconden las reformas en los procesos de desincorporación y desregulación de la actividad pública-estatal, promoviendo los cambios precisos que tratan de legitimar el conjunto de transformaciones en la relación público-privado nacidas de la aplicación del Estado de un gobierno de corte neoliberal.
Pero el poder ya no esté en el guardián rutinario de las instituciones políticas, sino que han sido desplazados por los sustitutos de la mundialización: el Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial o la Organización Mundial del Comercio, pese a quien le pese y digan lo que digan los dirigentes políticos.
Ante esta necesidad insatisfecha la sola respuesta se encubre detrás de una fría lógica de fórmulas abstractas y generales a la que luego se presta valor de ley, desvirtuando el debate de fondo.
Algunos ejemplos pueden facilitarnos la compresión de este fenómeno de reformas que abarca la privatización o asociaciones de empresas públicas consideradas estratégicas como las telecomunicaciones, transporte, hidrocarburos y electricidad. Bajo estos postulados, la acción de las fuerzas progresistas comprometidas con estos proyectos muta hacia una acción técnica, identificada con la buena gestión y administración de lo público-estatal.
En estas circunstancias es lógico que aquellos críticos de la globalización se transformen en un estorbo para todos aquellos intelectuales sociales reconvertidos en pensadores que juegan sobre los límites del conformismo, la complacencia, y la cobardía intelectual.
Frente al alejamiento de la realidad hay un vicio que acecha a toda configuración de la eficacia en el terreno político. Dicho alejamiento perjudica la posibilidad de la acción positiva y origina una contracarga de negatividad -amargura, desilusión, escepticismo- como inevitables caminos de vuelta tras los fracasos promovidos por la inadecuación de la realidad política y social.
La conciencia colectiva tiene sus exigencias, que acaso a la luz del interés particular no se comprendan, pero sólo a través del calor social de la entraña misma de los pueblos podremos tener la dimensión de la posibilidad auténtica de toda empresa común. Hay modas en política como las hay en otras actividades. Por el hecho de serlo, no son malas; pero también por el hecho de serlo, tampoco son buenas.
Eduardo Camín. Analista uruguayo asociado al Centro Latinoamericano de Análisis Estratégico (CLAE, www.estrategia.la)
http://estrategia.la/2019/06/
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