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La vida a través de la negación de la realidad en EE.UU.

Fuentes: Tom Dispatch

Traducido del inglés para Rebelión por Germán Leyens

Mándame una postal, envía unas líneaa
con tu punto de vista.
Sé preciso en lo que quieres decir,
tuyo sinceramente, me consumo.
— los Beatles, «Cuando cumpla 64»

Puse pié a tierra en este planeta, por así decirlo, el 20 de julio de 1944, posiblemente no el mejor día del siglo. Fue, en realidad, el día del fracasado complot de oficiales alemanes para asesinar a Adolf Hitler.

Mi madre era caricaturista. Era conocida en esos años como «la muchacha caricaturista de Nueva York» o por lo menos la llamaban así en un periódico que todavía poseo, parte de una campaña de venta de bonos de guerra en el que la considerable compra de bonos consistía en comprar un dibujo de tu persona. En una ocasión en los meses antes de mi nacimiento, había viajado en tren, sola, por todo lo ancho de un continente estadounidense movilizado, pero todavía en paz, para visitar Hollywood con el encargo de alguna revista de retratar a las estrellas. Todavía tengo, sobre mi pared, una foto suya en ese año sobre la «cubierta» de un «barco pirata» en un terreno de Hollywood mientras dibuja a uno de esos gloriosos y apuestos ídolos de matinée. Como yo estaba dentro de ella, no forma exactamente parte de mi banco de memoria. Pero esa foto me dice que ella, como él, valía un bosquejo.

Ciertamente, era apropiado que ella dibujara la tarjeta anunciando mi nacimiento. Ahí estoy en ese anuncio, apenas nacido y ya caricaturizado, un bebé con nada puesto excepto sus pañales – excepto que, sobre mi cabeza, llevo el gorro militar de gala de mi padre, que todavía guardo dentro de mi closet y, por supuesto, saludo. «¡Hola! – de Thomas Moore Engelhardt,» dice la tarjeta. Y así fui registrado oficialmente, entrando a un mundo en guerra.

Para entonces, mi padre, mayor en el Cuerpo Aéreo del Ejército de EE.UU. y oficial de operaciones del Primer Grupo de Comando Aéreo en Birmania, había, creo, sido reasignado al Pentágono. Siendo normalmente un hombre voluble, se mantuvo notablemente silencioso por el resto de su vida sobre sus experiencias en la guerra.

Fui, en otras palabras, un hijo tardío de un matrimonio tardío. Mi padre, quien, justo después de Pearl Harbor, a los 35 años, se presentó como voluntario al ejército, era la especie de personalidad a la que – en general- los soldados estadounidenses de 26 años de la Segunda Guerra Mundial se habrían referido como «papi,»

Él, como mi madre, abandonaron este planeta hace décadas, y yo sigo aquí. Así que pensad en esto como… ¿qué? Ya no se trata, obviamente de un ¡hola! de Thomas Moore Engelhardt, ni tampoco – por lo menos todavía – de un modesto adiós, sino tal vez de un informe moderadamente tardío de una comisión de un solo hombre sobre el mundo de paz y guerra por el que he pasado desde ese primer saludo.

Si me imaginara como tostada quemada

¿Qué quiero expresar justo ahora con sólo dos semanas de mi año 65 en este planeta?

Quisiera comenzar como sigue: Si, en la tarde del 22 de octubre de 1972, me hubieras dicho que, en 2008, el enemigo más formidable de EE.UU. sería Irán, habría bailado una giga. Bueno, tal vez no una giga, pero te digo que me habría quedado atónito.

Esa tarde de octubre, el presidente John F. Kennedy se presentó ante la nación – lo escuché por la radio – para decirnos a todos que en la isla de Cuba estaban preparando emplazamientos de misiles soviéticos con «una capacidad de ataque nuclear contra el Hemisferio Occidental.» Se trataba, dijo, de «una concentración secreta, rápida y extraordinaria de misiles comunistas – en un área de la que bien se sabe que tiene una relación especial e histórica con EE.UU. y las naciones del Hemisferio Occidental.» Cuando llegaran a ser totalmente operativas, esas armas con ojivas nucleares llegarían «tan lejos hacia el norte como Hudson Bay, Canadá, y tan lejos al sur como Lima, Perú.» Por cierto, yo sabía lo que Hudson Bay, lejos en el norte, significaba para mi persona.

«Será política de esta nación,» agregó Kennedy en tono alarmante, «considerar todo misil lanzado desde Cuba contra cualquier nación en el Hemisferio Occidental como un ataque contra EE.UU., que requiere una plena reacción de represalia contra la Unión Soviética.» Y terminó, en parte, como sigue: «Conciudadanos: que nadie dude de que

éste sea un esfuerzo difícil y peligroso en el que nos hemos involucrado. Nadie puede prever precisamente qué dirección tomará o qué costes o víctimas se incurrirán…»

Nadie podía tener dudas sobre la inminente amenaza: guerra nuclear global. Pocos oyentes habíamos visto el SIOP (Plan Operativo Único Integrado) altamente confidencial) de 1960, en el que los militares de EE.UU. habían hecho sus preparativos para un masivo primer ataque con 3.200 armas nucleares contra el mundo comunista. Se suponía que eliminaría por lo menos 130 ciudades, y se calculaba que las víctimas se aproximarían a 300 millones, pero, incluso sin acceso a ese SIOP, nosotros – yo – sabíamos bastante lo que podría sobrevenir. Después de todo, había visto versiones, perfectamente desclasificadas, en los cines, incluso si el poder de destruir a escala planetaria estaba transpuesta a mundos extraterrestres, como en ese éxito de público de ciencia ficción de 1955 «Regreso a la Tierra,» o imputado a extraños rayos extraterrestres, o a violentos monstruos radioactivos.

Ahora, pasaba en la vida real, mi vida, sin un director evidente, y los efectos especiales probablemente los haría yo, muerto.

Fue el momento singular en mi vida – que dice tanto sobre la vida de un estadounidense que no fue a la guerra en algún país distante – cuando imaginé verdaderamente que yo era una tostada quemada en perspectiva. Realmente creí que podría no sobrevivir la semana, y hay que recordar que entonces yo era estudiante de primer año en la universidad, con sólo 18 años, y que todavía me preguntaba cuándo iría a comenzar la vida. Entre 1939 y 2008, en gran parte del mundo, poca gente podía haber imaginado que se escaparía de modo tan fácil, no en esos tres cuartos de siglo en los que fueron arrasadas porciones tan importantes del mundo.

Si tú., vaticinador en esa noche aterradora, hubieras murmurado en mi oído noticias sobre nuestros enemigos aún a décadas de distancia, los iraníes, los… ¿estás bromeando?… Iraquíes, o un puñado de fanáticos en el interior de Afganistán y un área fronteriza de Pakistán… bueno, es una frase que, en esos días, me habría costado terminar. ¿Muerte proveniente de Waziristán? No lo creo.

En verdad, esa noche, yo había estado convencido de que ese era «mi» futuro – que, en los hechos, yo tendría un futuro – podría haber caído de rodillas frente a esa radio de la que emergía la peculiar voz de Kennedy y agradecer a mi buena estrella; o tal vez – y probablemente correspondería mejor a la posición de un torpe y tímido muchacho de 18 años – habría reído estruendosamente ante la obvia absurdidad de todo. («Lo absurdo» era entonces una categoría importante en mi vida. ¿Fanáticos de Afganistán? Perdóneme…

Ahí estamos ahora, y el mundo no se convirtió en un chicharrón en la larga confrontación de las superpotencias de la Guerra Fría. Bueno, todavía me parece como algo parecido a un milagro, una sorpresa de la historia que da esperanza… de cierto modo. La pregunta, por cierto, es: «¿Por qué, ante todo esto, no me siento mejor, más esperanzado, ahora?

Después de todo, fue un argumento para directores de películas de ciencia ficción de esa era desaparecida hace tiempo – perfectamente dispuestos a poblar Los Angeles de gigantescas hormigas mutadas, chirriantes («¡Ellos!» [La humanidad en peligro]), el Ártico con «The Thing From Another World» [El enigma de otro mundo] y Washington D.C. con un extraterrestre con su poderoso robot, capaz de fundir tanques o destruir el planeta («Klaatu barada nikto!») – nuestro presente seguramente hubiera sido considerado demasiado improbable para la pantalla. No lo habrían tocado ni con una vara de 3 metros, y sin embargo es lo que ocurrió realmente – y el planeta, ceniza eventual (junto con nosotros como cenicillas eventuales) todavía existe, notablemente.

O, para decirlo de un modo más limitado, más sombrío, consideremos la suerte de la base militar estadounidense en Guantánamo – un símbolo extra-especial de esa «relación especial e histórica» mencionada por Kennedy entre la pequeña isla de Cuba y el gigante «vecino» en el noroeste. En ese discurso a la nación en 1962, el presidente anunció que iba a reforzar la base, incluso mientras evacuaba a familiares. Y sin embargo, como yo en mi año 65, también sobrevivió indemne a la Crisis de los Misiles cubanos. Unas cuatro décadas después, en los hechos, sigue teniendo una tal relación especial e histórica con Cuba que el gobierno de Bush pudo utilizarla para establecer públicamente todas sus nuevas categorías de injusticia en el exterior – su mini-gulag global de prisiones secretas, sus políticas públicas de tortura, detención sin acusación, desapariciones, cualquier otra cosa. Nada de lo cual, a propósito, hubiera sido tocado por esos directores con la misma vara. En los años cincuenta, sólo nazis, miembros del ejército imperial japonés, y agentes del KGB podrían haber saboreado públicamente la tortura en la pantalla. El show «24» de FOX TV es claramente un artefacto de nuestros días.

Un paroxismo de destrucción de sólo unos pocos kilómetros de ancho

Claro está que, en 1962, incluso antes de que hablara Kennedy, tampoco podría haberme imaginado a mí mismo con 64 años, igual como no me hubiese imaginado vivir la «Cuarta Guerra Mundial» – como una serie de neoconservadores gustaban de llamar la Guerra Global contra el Terror del presidente – una «guerra» librada sobre todo contra miles de fanáticos islamistas dispersos por el planeta y un «eje del mal» formado por tres poderes regionales relativamente débiles. Ciertamente esperaba cosas de mayor dimensión, mucho peores. Y no es sorprendente: Cuando tenía que ver con guerras, todo el peso de la historia de la mayor parte del siglo pasado apuntaba exponencialmente hacia un cataclismo con pocos o ningunos sobrevivientes.

Desde mi adolescencia, estuve, se podría decir, en la escuela de la vida de Tom Lehrer (como en el texto de su canción de 1959: «We Will All Go Together When We Go» [Nos iremos todos juntos cuando nos vayamos) – y no estaba tan solo:

Freiremos juntos cuando friamos.

Seremos patatas fritas

No habrá más miseria

Cuando el mundo sea nuestro asador.

Sí, freiremos juntos cuando friamos…

Y hornearemos juntos cuando horneemos,

Y no habrá nadie presente en el velorio.

Con participación total

En esa grandiosa incineración,

Casi tres mil millones de bifes bien hechos.

Nací, después de todo, sólo un año y unas pocas semanas antes de que EE.UU. incinerara atómicamente Hiroshima y luego continuó, incinerando atómicamente la ciudad de Nagasaki, y terminó la Segunda Guerra Mundial. Llegó la victoria, pero entre escenas de carnicería planetaria, genocidio y devastación, en una escala y sobre una superficie previamente inimaginable.

En estos últimos años, el gobierno de Bush ha invocado regularmente las glorias del papel estadounidense en la Segunda Guerra Mundial y en las ocupaciones de Alemania y de Japón que la siguieron. Incluso antes de eso, los estadounidenses habían estado viviendo algo como una fiesta de la «generación más grandiosa» (completa con bestseller, éxitos de público en los cines. y dos miniseries en la televisión). Desde el punto de vista de EE.UU., sin embargo, la Segunda Guerra Mundial fue sobre todo una guerra «mundial» en el mundo que movilizó, no en la franja del planeta que había convertido en una morgue de destrucción. Después de todo, EE.UU., (junto con el resto del «Nuevo Mundo») quedó esencialmente sin ser tocado por ambas guerras «mundiales». El Norte de África, Oriente Próximo y Nueva Guinea sufrieron incomparablemente más daño. Fuera de un solo ataque contra la flota estadounidense en Hawai, a miles de kilómetros del continente americano, el 7 de diciembre de 1941, la breve ocupación japonesa de un par de pequeñísimas islas Aleutianas frente a Alaska, una guerra de submarinos frente a sus costas, y pequeñas cantidades de bombas incendiarias en globos a la deriva desde Japón al Oeste estadounidense, este continente permaneció en paz y bastante atravesable por una caricaturista de 35 años en tiempos de guerra.

Dudo que los estadounidenses hayan llegado a comprender la verdadera significación de esa frase: Guerra Mundial – como la maquinaria industrial de devastación total envolvió gran parte del planeta durante el último siglo. Hubo en el pasado, claro está, guerras mundiales, o casi-mundiales, «conocidas como mundiales,» incluso si no eran consideradas como tales. Los mongoles, después de todo, habían abandonado las estepas del noreste asiático y conquistado China, sólo para ser rechazados de Japón por los primeros ataques kamikaze («viento divino») de la historia, tifones que repelieron la flota mongola en 1274 y de nuevo en 1281. Jinetes mongoles, sin embargo, se abrieron paso hacia oeste a través del continente eurasiático, conquistando tierras y causando estragos, llegando al borde mismo de Europa mientras, en 1258, saqueaban y quemaban Bagdad. (No volvió a ocurrir hasta 2003.) En los Siglos XVIII y comienzos del XIX, los británicos y franceses libraron algo más parecido a una «guerra mundial,» en realidad guerras seriales en y alrededor de Europa, en el Norte de África, en sus colonias del Nuevo Mundo e incluso hasta en India, así como en el mar, dondequiera sus barcos llegaban a encontrarse.

A pesar de ello, aunque la guerra podría haberse estado globalizando, siguió siendo, esencialmente, un asunto local o regionalmente concentrado. Y, por cierto, en las décadas antes de la Primera Guerra Mundial, fue librada en general en las periferias globales por potencias europeas que probaban, poco a poco, la rudimentaria tecnología industrial de matanza masiva – la ametralladora, el avión, el gas tóxico, el campo de concentración – contra nadie de más importancia que ignorantes «nativos» como en Iraq, Sudán, o África del sudoeste alemana. Esa gente del lugar – y los medios que la mataban – apenas fueron dignos de atención hasta que, en 1914, los europeos, repentina e increíblemente, comenzaron a matar a otros europeos utilizando medios semejantes y en cantidades impresionantes, mientras llevaban la guerra hacia una nueva era de destrucción. Fue, por cierto, una coyuntura global.

Aunque la Guerra Civil de EE.UU. había sido una vista previa de guerra, estilo industrial, incluyendo la guerra de trincheras y el uso de poder de fuego masivo, la Primera Guerra Mundial ofreció la primera demostración a escala natural de lo que significaba la guerra industrial en el corazón de la civilización avanzada. La ametralladora, el avión, y el gas tóxico llegaron de sus campos de ensayo en las colonias para diezmar a una generación de juventud europea, mientras el tanque, que entró en acción en 1916, anunció la llegada de un nuevo mundo de rápidos adelantos en armamentos. A pesar de ello, esa guerra – incluso cuando llegó a Oriente Próximo, África y Asia – no fue imaginada como una «guerra mundial» mientras tenía lugar. En esos días, era conocida como la Gran Guerra.

Aunque partes de Rusia zarista fueron devastadas, el estilo de firma más esencial de destrucción fue cualquier cosa excepto mundial. Se concentró – como una lupa para concentrar los rayos solares – en una franja de tierra que iba de la frontera suiza al Océano Atlántico, que pasaba en su mayor parte por Francia, y que casi nunca excedía unos pocos kilómetros de ancho. Allí, en el «Frente Occidental,» combatieron ejércitos enemigos durante cuatro años increíbles, – para utilizar un término estadounidense de la Guerra de Vietnam – un «molinillo de carne» de una guerra de un tipo nunca antes visto. «Los combates,» sin embargo, apenas describían el evento. Fue un paroxismo de muerte y destrucción.

Ese reducido espacio fue bombardeado por muchos millones de obuses, desgarrado y devastado a fondo. Fue arrasado todo lo construido, o que crecía sobre él y, al hacerlo, fueron despiadadamente masacrados muchos miles en algunos de los días de «guerra de trincheras». Después de esos cuatro insoportables años, la Gran Guerra terminó en 1918 con un quejido y en una amarga paz en el Oeste, mientras, en el Este, en una guerra civil, los bolcheviques llegaban al poder. La semi-paz que siguió resultó ser poco más que un armisticio de dos años entre derramamientos de sangre.

Estamos hablando, por supuesto, de la «guerra para terminar todas las guerras.» Ojalá hubiese sido así.

La Segunda Guerra Mundial (o la sospecha cada vez más fuerte de que ocurriría) puso retrospectivamente ‘Primera’ en la Gran Guerra y la convirtió en la Primera Guerra Mundial. Veinte años después, cuando llego la «Segunda», el mundo estaba industrial y científicamente preparado para nuevos niveles de destrucción. La guerra podía, en cierto sentido, ser imaginada como el paroxismo ampliado, científicamente intensificado, de la violencia en el frente occidental – después de todo, el poder aéreo ya había, para entonces, comenzado a mostrar su utilidad – de modo que la especie de destrucción de tierras arrasadas en esa franja de tierra de trincheras en el Frente Occidental podía ser impuesta ahora a países enteros (Japón), continentes enteros (Europa), espacios casi inconcebibles (toda Rusia desde Moscú a la frontera polaca donde, al llegar 1945, no quedó casi nada en pie). Donde había habido «civilización,» poco quedó después del segundo espasmo global de violencia permanente fuera de cadáveres, escombros, y espantapájaros humanos que se esforzaban por sobrevivir en las ruinas. Con la organización del Holocausto por los nazis, incluso el genocidio llegó a ser industrializado y el gas tóxico de la Guerra Mundial anterior fue utilizado de un modo mucho más eficiente.

Fue, desde luego, una forma de «globalización,» aunque muy pocas veces se considera su verdadera naturaleza cuando los estadounidenses destacan las experiencias de esa, su más grandiosa generación. Y no puede sorprender. Excepto en el caso de esos soldados que combatieron y murieron en el extranjero, simplemente no fue vivida por los estadounidenses. Es difícil creer ahora que, en 1945, la civilización europea, que había vivido una orgullosa paz de 1871 a 1914 mientras dominaba dos tercios del planeta, haya estado en ruinas absolutas; que se haya convertido en un sitio de genocidio, que sus ciudades hayan sido reducidas a escombros, sus campos devastados, sus tierras repletas de civiles muertos, sus calles inundadas de refugiados; una descripción que en tiempos recientes sería reconocible sólo en un sitio como Chechenia, o tal vez Sierra Leone.

Naturalmente, no fue la Primera o la Segunda, sino la Tercera «Guerra Mundial» la que cubrió casi la primera mitad de siglo de mi propia vida, y eso, temprano, pareció llegar a su culminación en la Crisis de Misiles de Cuba. Si se hubiera seguido la lógica de las guerras anteriores, sólo dos décadas después de la devastación «global,» pero todavía algo limitada, de la Segunda Guerra Mundial, la destrucción de la guerra habría sido aumentada exponencialmente una vez más. En ese breve período, la tecnología – en la forma de las bombas A y H, y las flotas aéreas que van con ellas, y de misiles balísticos intercontinentales con ojivas nucleares – ya existía como para transformar a todo el planeta en una versión de esos pocos kilómetros del frente occidental, entre 1914 y 1918. Después de un intercambio nuclear entre las superpotencias, gran parte del mundo habría sido quemado totalmente, muchos cientos de millones o incluso miles de millones de personas destruidas, y – ahora lo sabemos – un invierno global inducido que podría concebiblemente habernos enviado en la dirección de los dinosaurios.

La lógica de la maquina de desarrollo de la guerra parecía conducir de modo inexorable, precisamente en esa dirección. De otro modo, cómo se podría explicar que EE.UU. y la Unión Soviética, mucho después de que ambas superpotencias tuvieron la capacidad de destruir toda vida humana en el Planeta Tierra, simplemente no hayan podido dejar de actualizar y aumentar a sus arsenales nucleares, hasta que EE.UU. tuvo unas 30.000 armas nucleares cerca de mediados de los años sesenta, y los soviéticos unas 40.000 en los años ochenta. Fue como si las dos potencias se prepararan para destruir numerosos planetas. Una guerra semejante hubiera producido el significado total de «mundial» y ningún océano, ninguna línea de defensa, habría dejado a salvo a algún continente, algún sitio. Es lo que la Tercera Guerra Mundial, que habrían tenido que bautizar retrospectivamente, hubiera significado (y, claro está, todavía podría significar).

O pensemos de otra manera en el desarrollo de la «guerra mundial» durante el Siglo XX. Pasó solo una generación, no más, entre el primer vuelo de los hermanos Wright en Kitty Hawk y el primer ataque con 1.000 bombarderos. En 1903, un frágil avión vuela 37 metros. En 1911, un teniente italiano en un avión sólo ligeramente menos frágil, que todavía parecía desafiar alguna ley esencial, lanza una bomba sobre un oasis en el Norte de África. En 1944 y 1945, armadas aéreas de 1.000 aviones parten y devastan ciudades alemanas y japonesas.

El 6 de agosto de 1945, todo el poder de esas armadas fue compactado en el vientre de un solo B-29, el Enola Gay, que lanzó su única bomba sobre Hiroshima, destruyendo la ciudad y a muchos de sus habitantes. Todo esto, de nuevo, tuvo lugar en poco más que una sola generación. De hecho, Paul Tibbets, quien piloteó el Enola Gay, nació sólo 12 años después de que despegara el primer avión rudimentario. Y sólo siete años después de la rendición de Japón, se probó la primera bomba H, un arma cuyo brutal poder destructivo hizo que la bomba que destruyó Hiroshima pareciera una simple bagatela.

Hay que reconocer que por doquier siguieron existiendo trazas de humanidad en medio de la carnicería. Después de todo, el avión que cargó esa primera bomba llevó el nombre de la madre de Tibbets y la bomba misma fue bautizada «Little Boy» [Niñito], como si se tratara de una experiencia natalicia. El nombre del segundo avión, «Bockscar,» no fue más que un chiste basado en la similitud del nombre de su piloto, Frederick Bock, quien ni siquiera lo piloteó ese día, y un «»boxcar» [furgón de mercaderías] de ferrocarril. Pero los eventos parecían impulsar a la humanidad hacia lo inhumano, hacia la transformación del planeta en un vasto Campo de la Muerte, hacia acontecimientos que ninguna palabra, ni siquiera «guerra mundial,» parecía captar.

Llegada a la Era de la Negación de la realidad

Fue, ciertamente, de este mundo del que EE.UU. emergió triunfante en 1945. La Gran Depresión de los años treinta no reapareció, a pesar de temores durante la guerra en sentido contrario. En un planeta en el que muchas de sus grandes ciudades se habían convertido en gran parte en escombros, un mundo de campos de refugiados y de privación, un mundo destruido (para apropiarme del título de un libro sobre el lanzamiento de la bomba atómica,) EE.UU. no había sido tocado.

La guerra mundial había, en efecto, demolido a todos sus rivales y convertido a EE.UU. en una fuerza motriz de la expansión económica. Esa guerra y la bomba atómica habían de alguna manera marcado el comienzo de una era dorada de abundancia y consumismo. Todos los sueños y deseos postergados del EE.UU. de la depresión y de tiempos de guerra – la lavadora, el televisor, el tostador, el automóvil, la casa suburbana, lo que quieras – repentinamente estaban a la disposición de considerables cantidades de estadounidenses. Los militares de EE.UU. comenzaron a desmovilizar y los antiguos soldados volvieron no a escombros, sino a nuevas casas en serie y educación por la Ley del Soldado.

El gusto de cenizas podrá haberse sentido en las bocas globales, pero el gusto del néctar (o por lo menos de Coca Cola) estaba en las estadounidenses. Y a pesar de ello todo esto quedó ensombrecido por nuestra propia «arma de la victoria,» por la oscura línea de pensamiento que condujo rápidamente a escenarios de nuestra propia destrucción en periódicos y revistas, en la radio, en películas, y en la televisión (pensad en «The Twilight Zone»[Dimensión desconocida / En los limites de la realidad]), así como en una avalancha de novelas que llevaron a los lectores más allá del fin del mundo y hacia paisajes que contenían futuros irradiados, hiroshimatizados repletos de «mutantes» y de campeones de la supervivencia. Los jóvenes, con su propio dinero de bolsillo para gastar a su gusto por primera vez en la historia – adolescentes a punto de convertirse en líderes de las tendencias de la moda – se vieron arrojados a un mundo mordaz, pero extrañamente emocionante, como he escrito en otro sitio, de «desesperación triunfalista.»

A nivel económico y gubernamental, el mundo de asoleado consumismo – abierto las 24 horas, 7 días a la semana -se refundió crecientemente con el mundo infatigable de las oscuras alertas atómicas, de armadas de aviones con armas nucleares en eterna vigilancia listas para despegar al instante para eliminar a los soviéticos. Después de todo, los pacíficos gigantes de la producción del consumo ahora tenían la doble función de gigantes de la producción de armas. Un keynesianismo militar impulsaba la economía de EE.UU. hacia una forma de consumismo en la que el deseo de un coche y de un misil cada vez más grande, de fogones eléctricos y tanques, de consolas de televisión y submarinos atómicos, estaba casado en las mismas entidades corporativas. Las compañías – General Electric, General Motors y Westinghouse, entre otras, que producían los íconos del hogar estadounidense, eran también importantes contratistas en el desarrollo de sistemas de armas que eran el preludio del Pentágono en su propia era de abundancia.

En los años cincuenta, entonces, pareció perfectamente natural que Charles Wilson, presidente de General Motors, llegara a ser secretario de defensa en el gobierno de Eisenhower, tal como generales y almirantes en retiro consideraran natural que pasaran a ser empleados de corporaciones que habían contratado sólo poco antes por cuenta del gobierno. Washington, dirección general de la abundancia global, también fue transformado en la dirección general de las fuerzas armadas planetarias. En 1957, 200 generales y almirantes, así como 1.300 coroneles u oficiales navales de rango similar, en retiro o con licencia, trabajaron para agencias civiles, y el financiamiento militar pasó a un Congreso que lo redirigió a distritos en todo el país. Hay que pensar en todo esto como el comienzo, no tanto del (medio) Siglo Estadounidense, sino de una Edad Estadounidense de la Negación de la realidad que duró hasta… bueno, pienso que en realidad puedo fijarle una fecha… hasta el 11 de septiembre de 2001, el día que «lo cambió todo.» Bueno, tal vez no «todo» pero, ahora, es mucho más claro precisamente qué cambiaron los ataques de ese día, el colapso de esas torres, el asesinato de miles – y precisamente cuán terrible, cuán cobarde pero, considerando nuestra historia previa, lo poco sorprendente que fue en realidad nuestra reacción a esos hechos.

Esas fechas – 1945 hasta 2001 – 56 años en los que la vida fue organizada, en un grado significativo, para salvaguardar a los estadounidenses contra un «Pearl Harbor atómico,» contra el pensamiento de que dos grandes océanos ya no eran protección suficiente para este continente, que EE.UU. era ahora parte de un mundo capaz de ser postrado. En esos años, el sol de la suerte brilló permanentemente sobre EE.UU., incluso mientras los periódicos estadounidenses, sólo semanas después de Hiroshima, comenzaron a dibujar círculos concéntricos de destrucción alrededor de ciudades estadounidenses y a imaginar su futuro en ruinas. Hay que pensar en esto como la historia sombría de esa era, la abrumadora ansiedad al borde de la abundancia, como esas calaveras, recuerdos de muerte, cuidadosamente colocadas entre cornucopias en pinturas holandesas de naturalezas muertas del Siglo XVII.

En esas décadas, la «carrera armamentista» nunca declinó, ni siquiera mucho después de que ambas superpotencias tuvieron una capacidad superabundante para destruirse mutuamente. Los armamentos para terminar con el mundo eran «perfeccionados» constantemente – MIRVed, sobre rieles, divididos en «tríadas» terrestres, marítimas, aéreas y, por cierto, cada vez más poderosos y exactos. Sin embargo, los estadounidenses, para utilizar la famosa frase de Herman Kahn, prefirieron casi siempre no pensar demasiado en lo «impensable» – y lo que significaba para ellos.

Cuando comenzaron los años ochenta, sin embargo, en una marea de asco ante décadas de negación de la realidad, se alzó brevemente un vasto movimiento antinuclear – en 1972 tres cuartos de un millón de personas marcharon contra esas armas en la ciudad de Nueva York – y el presidente Ronald Reagan reaccionó con su lucrativo (para la industria de armamentos) proyecto de fantasía de lanzar por lo alto al espacio un «escudo impermeable» contra armas nucleares, su programa de «Guerras Estelares». Y entonces, en un casi-momento tan sorprendente como inesperado, en 1986, en Reykjavik, Islandia, Reagan y el dirigente soviético Mikhail Gorbachev casi hicieron que una fantasía semejante se realizara, no en el espacio, sino aquí mismo en el planeta Tierra. Llegaron al «borde» mismo – para utilizar un término de crisis nuclear de esos días – de un programa genuino para seguir decididamente el camino hacia la abolición de armas semejantes. Fue, de alguna manera, el casi-momento de más esperanzas de un siglo terrible y, ciertamente, fracasó.

Gracias en gran parte, sin embargo, a un hombre, Gorbachev, quien eligió conscientemente un camino de no-violencia, después de cuatro décadas de enfrentamiento nuclear en un mundo totalmente militarizado de MAD (destrucción mutuamente asegurada) – y para la sorpresa, incluso incredulidad, del Washington oficial – la URSS simplemente desapareció, y eso casi de un modo totalmente pacífico.

Se podría medir la era de la negación de la realidad hasta ese momento tanto por el nivel de resistencia oficial a reconocer ese hecho obvio y por el audible suspiro de alivio en EE.UU. Por fin había pasado todo. Fue, por supuesto, llamado una «victoria,» aunque resultó ser todo lo contrario.

Y sólo entonces comenzó la verdadera locura. Aunque hubo, en EE.UU., modestos barboteos sobre un «dividendo de paz,» la idea de «paz» en realidad nunca se impuso. Los miles de armas en el arsenal nuclear de EE.UU., que al parecer habían perdido su sentido y cuya existencia debería haber sido un recuerdo embarazoso de la Era de la Negación de la realidad, fueron simplemente empujadas más hacia la sombra y generalmente ignoradas u olvidadas. Asignadas inicialmente a ninguna otra tarea, y sin el menor hipo de protesta en su contra, fueron colocadas en una especie de limbo estratégico y, como la loca en el ático, no fueron mencionadas durante años.

Mientras tanto, quedó claro a fines del siglo que el «dividendo de paz» iría en su mayor parte al Pentágono. En el momento mismo cuando, sin la Unión Soviética, EE.UU. podría haber aceptado su propia vulnerabilidad a largo plazo y comenzado a trabajar hacia un mundo en el que la destrucción era una parte menos obvia del orden del día, el gobierno de EE.UU., en lugar de hacerlo, se lanzó, como la Mayor de las Grandes Potencias (la «nueva Roma,» la «nueva Gran Bretaña»), a una serie de guerras neocoloniales en las periferias. Comenzó a desarrollar una constelación de nuevas bases militares dentro y alrededor de los centros petrolíferos del planeta, mientras reforzaba un poderío militar y tecnológico con la intención de no tolerar futuros oponentes. La famosa frase de Orwell de su novela 1984: «guerra es paz,» ya estaba en vigor antes de que asumiera el segundo gobierno de Bush.

Llámeselo un momento a la Mr. Spock, en el que sólo se quisiera decir «ilógico.» Al quedar solo una superpotencia, la Edad Estadounidense de la Negación de la realidad no se disipó. Sólo se profundizó y cualquier evaluación seria del verdadero planeta en el que todos vivimos fue cuidadosamente evitada.

En esos años, se determinó esencialmente que el mundo era «plano» y, en ese «campo de juego raso,» se globalizaba gloriosamente, nos dijeron. Se proclamó que esa Era de Globalización oficial – parecía que no se podía mirar a ninguna parte sin ver esa palabra – era otra era fabulosamente asoleada de maravilla y abundancia. Todos en el planeta se pondrían ahora zapatillas Air Jordan y camisetas Mickey Mouse, comerían bajo los Arcos Dorados, y serían bombardeados con «información»… ¡Hurra!

Las noticias circulaban por el planeta casi instantáneamente en esa autoproclamada nueva Era de la Información. (¡Oh!, sí, hubo muchas nuevas y gloriosas «eras» en ese breve lapso histórico de auto-celebración.) Pero, con la Unión Soviética en el cubo de basura de la historia – olvidad que Rusia, a punto de convertirse en una importante potencia energética, todavía mantenía sus fuerzas nucleares – y con el planeta, incluyendo los antiguos territorios soviéticos en Europa Oriental y Asia Central abierto a la penetración «globalizadora,» pocos se preocuparon de mencionar ese otro nexo de fuerzas que se habían globalizado en el siglo anterior: las fuerzas de destrucción planetaria.

¿Y los estadounidenses? No hay que creer que George W. Bush fue el primero en instarnos a «sacrificarnos» gastando nuestro dinero y visitando Disney World. Esa fue la historia de los años noventa y representó la más profunda de todas las denegaciones, un cerrar de los ojos total ante cualquier futuro razonablemente posible. Si el mundo era plano, ¿por qué no íbamos a conducir felices directamente más allá de su borde? El vehículo todo terreno, la hipoteca de alto riesgo, la McMansión en el suburbio distante, el viaje de 160 kilómetros al trabajo… lo que sea, lo hicimos. Pagamos el precio, por así decir.

Y mientras quemábamos petróleo y gastábamos el dinero que a menudo no poseíamos, y en cantidades prodigiosas, la «globalización» iba avanzando lentamente hacia los campos empobrecidos de Afganistán.

Una acción feroz por la negación de la realidad en la retaguardia

Esto, claro está, casi nos lleva a nuestro propio momento. A los neoconservadores, que se colocan sus salacotes y planean su Proyecto para un Nuevo Siglo Estadounidense (que se quería como el antiguo Siglo XIX, sólo más grande, mejor, y totalmente estadounidense), la única fuerza que realmente importaba en el mundo eran los militares estadounidenses, que dominarían, y el gobierno de Bush, compuesto inicialmente de tantos de ellos, estuvo de acuerdo, lo que no es sorprendente. Resultó ser uno de los grandes errores de interpretación de la naturaleza del poder en nuestro mundo.

Ya que lo que sucedió antes en este informe ha sido largo, quisiera que esto – nuestro propio momento opacado y deprimente – fuera relativamente corto y bueno. El 11 de septiembre de 2001, terminó la Era de la Negación de la realidad en el «hongo nuclear» del World Trade Center. No fue por error que, dentro de 24 horas, el sitio donde habían caído las torres fue declarado «Zona Cero», un término previamente reservado para una explosión atómica. Desde luego, no había ocurrido realmente una explosión semejante, ni un Apocalipsis de destrucción. Ninguna ciudad, continente, o planeta habían sido vaporizados, pero para los estadounidenses, esperando secretamente todas esas décadas que su «arma de la victoria» volviera a casa, pareció brevemente como si lo fuera.

El choque de descubrir, por primera vez y de un modo intuitivo, que EE.UU. continental, también, podría estar en algún epicentro planetario de destrucción fue indudablemente inmenso. En los medios, momentos apocalípticos – ántrax, plagas, bombas sucias – sólo se multiplicaron y la mayoría de los estadounidenses, todavía seguros en sus hogares, se acuclillaron aterrorizados para esperar varios guiones fatídicos que nunca tuvieron lugar. Mientras tanto, otras realidades globalizadoras insidiosas pero desagradables, que iban de la «adicción al petróleo» de EE.UU. al cambio climático, siguieron siendo asiduamente ignoradas. En EE.UU., fue, se podría decir, la «verdad inconveniente» de esos años.

La reacción ante el 11-S fue, para decir lo menos, sorprendente – y extremadamente cobarde. Aunque la Guerra Global contra el Terror del gobierno de Bush (es decir la Cuarta Guerra Mundial) ha sido representada de muchas maneras, nunca, sospecho, ha sido vista como lo que puede haber sido con la mayor probabilidad: una acción desesperada y feroz de retaguardia para extender la Edad Estadounidense de Negación de la realidad. Mostraríamos, como urgió el presidente directamente después del 11-S. nuestra confianza en el sistema estadounidense actuando como si nada hubiera pasado y, desde luego, haciendo esa visita a Disney World. Mientras tanto, como «comandante en jefe» nos emparedaría y libraría una «guerra global» para apartar a las fuerzas que nos amenazaban. Mejor todavía, esa guerra tendría de nuevo lugar sobre su suelo, no el nuestro, por siempre jamás, amén.

El lema del gobierno de Bush podría haber sido: Paga cualquier precio. O sea: otros pagarían cualquier precio – desaparición, tortura, falso encarcelamiento, muerte desde el aire y por tierra – para que nosotros nos mantengamos en negación de la realidad. Una pugnaz y desastrosa «guerra» contra el terrorismo, junto con sub-guerras, apodadas «frentes» (centrales u otros), serían realizadas para imponer por la fuerza nuestra continua Edad de Negación de la realidad al resto del planeta (y suavizar los costes de nuestra adicción al petróleo). Sería la nueva Pax Estadounidense, una «cruzada» de sorpresa y conmoción (para utilizar una palabra que se escapó de la boca del presidente poco después del 11-S) lanzada en nombre de la «seguridad» y de la «seguridad nacional» estadounidenses.» Casi ocho años después, como en la actual campaña presidencial de 2008, siguen siendo ídolos a los cuales los políticos estadounidenses, los medios dominantes, e hipotéticamente numerosos ciudadanos siguen mostrando una obediencia atemorizada.

El mensaje del 11-S fue, en realidad, bastante claro – lejos del tema de quién lo transmitía y con qué intención. Fue: Este es el futuro de EE.UU.; tratadlo como sea, os guste o no, vais a ser parte de la dolorosa historia moderna de este planeta.

Y la ironía que lo acompañó fue la siguiente: Mientras más feroz la reacción, mientras más tratamos de imponer a otros el coste de la negación de esta realidad central, más rápido parecía que se aproximara la historia – esa sombría historia fantasma de la era de la Guerra Fría.

Tarjeta postal desde el borde

Lo que he escrito hasta ahora no ha sido exactamente una tarjeta postal. Pero si tuviera que reducir todo esto al tamaño de una tarjeta, podría escribir:

Nuestra esperanza es: La historia nos sorprendió y conseguimos superarla. De alguna manera. En ese peor de todos los siglos, el último, no pasó lo peor, de ninguna manera.

Y nuestro problema es: Todavía podría suceder – y, 64 años después, de más maneras que las que nadie hubiera podido imaginar.

Y una conclusión provisoria: Y sucederá, de una u otra manera, a menos que la historia vuelva a sorprendernos, a menos que, de una u otra manera, nos sorprendamos nosotros mismos y EE.UU. termine su era de negación de la realidad.

Y una pequeña posdata: No es demasiado tarde. Nosotros – nosotros, estadounidenses, – todavía podemos hacer algo que importe respecto al destino de la Tierra.

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Tom Engelhardt dirige Tomdispatch.com del Nation Institute, es cofundador del American Empire Project (http://www.americanempireproject.com/ ). Ha actualizado su libro: «The End of Victory Culture» (University of Massachussetts Press) en una nueva edición. Editó, y su trabajo aparece en, el primer libro de lo mejor de Tomdispatch: «The World According to Tomdispatch: America in the New Age of Empire» (Verso), que acaba de ser publicado. Concentrado en lo que no ha sido publicado por los medios dominantes, es una historia alternativa de los demenciales años de Bush.

Mis especiales agradecimientos a Christopher Holmes por su ayuda más allá del deber.

Copyright 2008 Tom Engelhardt

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