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Una conversación con Mabel Thwaites Rey, politóloga e investigadora

Las vicisitudes del Estado latinoamericano

Fuentes: Rebelión

Webber: Bueno, estamos acá en la oficina de Mabel Thwaites Rey, 2 de mayo en Buenos Aires. Para empezar ¿puedes describir tu formación política e intelectual, para los lectores que no la conocen? Thwaites Rey: Egresé de la Facultad de Derecho y tengo el título de abogada, pero rápidamente empecé a hacer posgrados y formarme […]

Webber: Bueno, estamos acá en la oficina de Mabel Thwaites Rey, 2 de mayo en Buenos Aires. Para empezar ¿puedes describir tu formación política e intelectual, para los lectores que no la conocen?

Thwaites Rey: Egresé de la Facultad de Derecho y tengo el título de abogada, pero rápidamente empecé a hacer posgrados y formarme en Ciencias Sociales y a dar clases en la Universidad de Buenos Aires y me fui desarrollando en el campo de la Ciencia Política. Cursé una Maestría en Ciencias Sociales de FLACSO (Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales), luego completé una Maestría en Administracion Pública y el doctorado en el área de Derecho Político-Teoría del Estado, ambos en la Universidad de Buenos Aires. Mi formación más fuerte ha sido en el campo de las teorías del Estado y también en el análisis de políticas públicas, ajuste estructural y economía política, en un sentido muy laxo. Vengo de una formación marxista y en los años 70 y 80 milité en formaciones partidarias. Después no, pero seguí siempre vinculada a movimientos políticos y sociales de izquierda, en el ámbito universitario y fuera de él. Me defino ubicada en el espacio de la izquierda popular, próxima a la tradición autonomista en su vertiente de crítica al modelo partidario más rígido que sostienen, por ejemplo, las variantes de la tradición trotskista, muy arraigadas en la Argentina. Si bien tengo muchas afinidades y afecto por compañeros que adscriben a ella, no pertenezco a la tradición trotskista. Creo, sin embargo, que debemos intentar síntesis entre las distintas vertientes de la izquierda, una tarea pendiente y ardua, que me convoca. Soy una estudiosa de la problemática estatal, pero no «estatista». Entiendo que la dimensión estatal ha sido muy subestimada o poco comprendida y por eso insisto en qué hay que considerarla y estudiarla en profundidad, tanto en términos teóricos como, sobre todo, por su importancia en la definición de estrategias políticas.

Webber: Bueno, es un buen lugar empezar con el Estado. Teóricamente ¿cuál es tu posición, teóricamente en general, sobre el estado capitalista y en particular sobre las particularidades del Estado de América Latina?

Thwaites Rey: Bueno, lecturas… he seguido las lecturas marxistas clásicas sobre el Estado; trabajé mucho sobre la perspectiva teórica de Antonio Gramsci, la idea del Estado ampliado, del Estado como articulador de relaciones sociales, y la deriva p oulantziana es la que más me interesa. El aporte de Poulantzas a la comprensión de la dinámica y la problemática estatal ha sido fundamental en mi formación. Los aportes de Gramsci y Poulantzas son los que me parecen más fructíferos para analizar el Estado. Y también los debates en torno a la Derivación hicieron un aporte muy valioso, aunque me sigue resultando compleja en esa tradición la búsqueda de categorías intermedias, más específicas, que sean útiles para comprender procesos concretos. Lo que une a muchas de estas corrientes es la mirada del Estado como relación social, a la que suscribo y a la que le sumo la dimensión insuperablemente contradictoria del formato estatal. Hacer énfasis en lo contradictorio apunta a resaltar que cuando las luchas populares logran plasmarse en aparatos estatales como conquistas, esos mismos aparatos pueden servir, a la vez, para apaciguar las luchas, encauzarlas y así solidificar el capitalismo. Entonces, siempre se está en esa tensión de que toda conquista puede volverse una forma de subordinación, pero no por eso se renuncia a luchar por obtener triunfos que se plasmen en el aparato estatal en el formato de leyes, recursos, oficinas. Porque la derrota produce frustración y eso no mejora las chances de superar el capitalismo. En ese sentido, coincido con algunos de los planteos que hace Álvaro García Linera al respecto, y con la idea de «nudo de sutura» que planteaba Guillermo O´Donnell a fines de los 70.

Webber: ¿Y las especificidades de América Latina?

Thwaites Rey: sobre las especificidades de América Latina trabajamos en el libro «El Estado en América Latina: continuidades y rupturas», que publicamos en 2012 como producto colectivo del Grupo de Trabajo de CLACSO que lleva el mismo nombre. Con Hernán Ouviña planteamos que la especificidad de América Latina tiene que ver con su constitución históricamente dependiente de la relación del capital a escala global. Entonces, lo que hay de específico es que las formaciones estatales latinoamericanas no pueden ser pensadas sin tener en cuenta su constitución como parte del proceso de expansión del capitalismo a escala global, desde la conquista en adelante. Podemos referirnos a todos los debates de los años 60 y 70 sobre en qué momento América Latina puede decirse que adquirió carácter capitalista, si tuvo o no una etapa feudal, dónde arraiga su dependencia estructural, pero lo que no puede negarse es que los Estados periféricos se caracterizan porque no tienen, desde sus orígenes, gobernanza plena de sus espacios territoriales de reproducción social, en la medida en que están atravesados por las lógicas de acumulación global, a las que se subordinan. Y eso tiene un peso específico muy particular.

Nosotros discutimos mucho en los 90 con John Holloway, que es un amigo al que quiero mucho, sobre la idea de la circulación global del capital y la puja de los Estados nacionales por capturar porciones del capital y hacerlos productivos en los espacios territoriales nacionales. Nosotros enfatizábamos que no había equivalencia entre todos los estados nacionales, ya que esa competencia entre Estados por capturar capital estaba determinada por las historias de cada uno de ellos, sus estructuras, sus modos de acumulación.

Entonces ahí aparece la dimensión específica para analizar el anclaje nacional, que tiene una particularidad muy distintiva en América Latina. Es decir, plantear los nacionalismos en América Latina no es plantear «los nacionalismos» en general y, menos aún, los nacionalismos europeos. No se puede hacer una traslación directa, es decir, «todo nacionalismo es malo». Las luchas anticoloniales, las luchas de liberación, las luchas antiimperialistas tienen una especificidad y connotan a los Estados nacionales periféricos de una manera distinta. Yo creo que una de las especificidades de los Estados nacionales de la región está allí.

Webber: Y para contextualizar históricamente esta ola del progresismo y después su declive, podemos empezar con la coyuntura del fin de los años 90 y comienzos de los años 2000, ¿qué explica esta emergencia de muchos diferentes tipos de izquierda y movimientos sociales y, después, gobiernos progresistas?

Thwaites Rey: Con Hernán Ouviña coordinamos el libro «Estados en disputa», donde planteamos, en el capítulo introductorio, una serie de características de lo que llamamos Ciclo de Impugnación al Neoliberalismo en América Latina (CINAL). Tenemos una perspectiva, en este sentido, que parte de analizar el surgimiento de los movimientos de contestación, protesta, demandas populares, que se van acumulando a lo largo de la década de ajuste estructural en los 90. Los ajustes neoliberales tuvieron particularidades en cada uno de los países de la región y varió la profundidad con que se implementaron políticas de venta de empresas públicas, apertura económica, flexibilización laboral. Pero todos fueron afectados por la oleada ajustadora que, conforme las pautas del consenso de Washington, arrasó con nuestras economías y con la calidad de vida de nuestros pueblos. En la Argentina fue muy drástico el proceso de privatizaciones y desregulación, con un endeudamiento externo enorme.

El descontento social en la región fue generando distintas expresiones, con mayor o menor radicalidad. En la mayoría de nuestros países se dio la irrupción de luchas, movimientos y malestares que fueron derivando, hacia el fin del siglo, en la emergencia de gobiernos que se hacían eco de estas demandas y, en mayor o menor medida, se oponían a las políticas neoliberales que los precedieron. Se discutió mucho qué eran estos gobiernos: posneoliberales, de izquierda, progresistas y también sobre cómo clasificar esta «ola rosa», con países más rojos, más rosados. Lo que los unifica, creo, es que todos, mal o bien, impugnaron, cuestionaron, interpelaron -en término más retóricos o más en concreto- al neoliberalismo. Fueron gobiernos que se plantaron para decir «no queremos ser neoliberales», estamos en contra de las políticas de ajuste neoliberal.

Eso tiñe a la mayoría de los procesos políticos de la región al comenzar el nuevo siglo, y algunos de ellos plasman en gobiernos y otros no. Si uno analiza el proceso en su conjunto como un ciclo, en este ciclo se puede incluir a México, donde en el 2006 pierde las elecciones por fraude Andrés Manuel López Obrador, con un discurso nacionalista progresista.

Un elemento significativo es la llegada de Hugo Chávez al poder, que gana las elecciones en el 98, asume en el 99 y que se radicaliza en el 2002, tras el golpe fallido. El plantea una mirada del socialismo del siglo 21 y renueva y refuerza, tanto a favor como en contra, los demás procesos políticos de la región. El líder bolivariano es un parteaguas regional.

El segundo elemento a tener en cuenta es que este ciclo se despliega en un contexto internacional de aumento del precio de los commodities, de una bonanza para los países exportadores que englobó a la mayoría de los países de la región. Es decir, los países se vieron beneficiados, más allá de los gobiernos que tuvieron y las formas de utilización de los recursos que hicieron, por ingresos extraordinarios provenientes de sus exportaciones, fueran granos, energía o minerales.

Eso no quiere decir que hayan sido lo mismo los casos de Perú, Chile o Colombia, que los de Brasil, Argentina, Uruguay, Ecuador, Bolivia y Venezuela. Incluso dentro de estos países, las formas de hacerse de esa renta diferencial fueron distintas, porque también esto tiene que ver con qué tipo de producción es la que se exporta. No es lo mismo apropiar renta del cobre o del gas y nacionalizar esas industrias extractivas, que -como en el caso argentino- hacerse de una parte de la renta que proviene de la tierra, un recurso que está en manos privadas. En este caso, la discusión pasó por cómo capturar esa renta diferencial, lo que trajo enormes conflictos y tensiones, que son los que ha enfrentado históricamente la Argentina. Es constante la tensión sobre cómo capturar la renta diferencial que viene el campo a causa del clima y del lugar geográfico donde están ubicadas esas tierras, tan favorables para la producción agropecuaria por gracia de la naturaleza.

Y el tercer componente, que tiene como rasgo común la mayoría de estos procesos, es el papel del Estado. No porque el Estado no hubiera tenido un papel muy fuerte y central en la etapa neoliberal, que lo tuvo para favorecer la captura del excedente a favor del capital y disciplinar a los trabajadores y trabajadoras. En esta nueva etapa, lo que empiezan a recuperar los Estados nacionales es capacidad de arbitraje entre las fracciones burguesas y capacidad de redistribución y de mediación entre clases dominantes y clases populares, o entre capital/trabajo. Siguiendo a René Zavaleta -y un poco la recuperación que de él hace Luis Tapia-, que plantea el momento estructural y el momento instrumental del Estado, podemos decir que en el CINAL se configuró un momento más estructural, dado por la posibilidad del que el Estado operara de un modo más «bonapartista» para mediar en las relaciones capitalistas.

Estos son tres de los rasgos que nosotros destacamos como distintivos del ciclo de impugnación al neoliberalismo, con los problemas que cada uno de ellos tuvo. En términos de luchas, planteamos que al momento de alza y auge de luchas le fue seguido por una etapa de mayor declive de activación popular. Hay muchas discusiones sobre el porqué del apaciguamiento de la movilización al interior de los procesos populares, o si solo hubo movilizaciones desde arriba o planteadas desde los propios Estados.

Massimo Modonesi, un querido amigo, hace un análisis basado en el concepto gramsciano de «revolución pasiva» y habla de «pasivización». Sostiene que lo que producen los gobiernos es una captura, una subsunción de la energía de la iniciativa popular insumisa, para reconducirla en la recomposición burguesa. Entonces, se trata de revoluciones pasivas, en sentido progresivo porque hacen concesiones, pero mantienen la estructura intacta del capital. Coincido en que los procesos pueden ser analizados así, siempre y cuando no se tenga una mirada, casi diría romántica, de un movimiento popular siempre en expansión y aplastado mientras pugnaba por avanzar… cuando la realidad muestra varias cosas diferentes. En primer lugar, muestra que si bien nosotros decimos que en la base del ciclo de impugnación al neoliberalismo, como conjunto, están las protestas, las demandas, las luchas populares iniciadas en los años 90, los gobiernos no llegaron aupados y en andas de las luchas populares.

Salvo en Bolivia, que es el caso más claro de una consistente movilización popular que desemboca en el gobierno de Evo Morales, en la mayoría de los casos hubo mediaciones. En la Argentina, la crisis fue en el 2001/2002 y en el 2003 el proceso se encauza políticamente con una fracción del peronismo, es decir, dentro del sistema de partidos. En Ecuador protagoniza la Revolución Ciudadana, un movimiento de clases medias urbanas y no el movimiento indígena Pachacutil, que años atrás había liderado las luchas. En la propia Venezuela no es que hubiera un proceso de gran activación popular. Al contrario, es desde la conducción del Estado que Chavez empieza a promover la participación popular. Por eso hablar de «pasivización» en el caso de venezolano es bastante más complejo, ya que más que «pasivizar», y sobre todo en la primera etapa, hubo un intento de activación. En los casos de Brasil y Uruguay, llegan al gobierno dos coaliciones de centroizquierda que habían sido combativas, pero que en algún momento -en el caso del PT es muy claro-, hacen alianzas políticas y morigeran su discurso público como para poder ganar las elecciones. Entonces, no vienen en andas de una gran ola participativa que uno pueda decir que fue «pasivizada» ex profeso desde la conducción estatal. En todo caso, puede reprocharse que poco se hizo para activar desde el Estado la presencia popular para profundizar los cambios.

Otro aspecto para pensar esto es que no hay posibilidad de gobierno y de conducción política estable si no se tratan de articular y calmar ciertas exacerbaciones de demandas y luchas internas. Y, además, no es lo mismo intentar articular desde el gobierno un montón de demandas diversas, que ser parte de un movimiento que tiene las propias, parciales y acotadas, que se disputan con otras.

Volvamos al segundo elemento del ciclo, que es la expansión económica facilitada por un proceso de aumento de los ingresos de los países por el boom de los commodities. Esto empieza a tener límites y, además, lo que produce es la paradoja de que profundiza los esquemas productivos anteriores. El extractivismo, la monoproducción y la desindustrialización se van acrecentando por efecto del auge externo.

En Brasil es muy fuerte, es decir, en estos años va descendiendo la proporción de la participación industrial y va aumentando la de la producción agrícola. La tendencia a la «sojización» -la expansión de la tierra cultivada con la soja-, con todos los conflictos que eso trae, más la restricción para fomentar otras formas de producción más integradas y que tuvieran en cuenta criterios medioambientales.

Lo que nos provoca, también aquí, una pregunta compleja, porque una cosa es la descripción crítica de lo que sucedió y otra es entender si podría haber sido tan fácilmente de otra manera. Porque ¿qué relación de fuerzas tenés que asegurar para desposeer materialmente a los sectores que son dueños de los medios y factores de producción principales y alterar las bases productivas, en un contexto internacional que demanda y paga bien los productos que exportas? Hay varias discusiones, en ese sentido, que todavía no terminan de saldarse y que creo que, de la manera en que sean saldadas, impactará también en como nos paremos frente a otros ciclos por venir que se planteen expandir los intereses populares. Eso es un tema central.

Está claro que este ciclo permitió capturas de ese excedente y la redistribución a partir de él. Fue importante la profundización de las políticas sociales y, en casos como en la Argentina -aunque no solo allí-, se puso el eje en el consumo y el empleo. Es decir, después de décadas de aumento del desempleo, la desocupación, la pauperización, garantizar el acceso a niveles de consumo y empleo para los sectores populares fueron centrales para ganar hegemonía y en eso se basó la apuesta política del kirchnerismo. Algunos analistas sostienen que hubo en estos años un «consenso de los commodities «, es decir, que el pacto prevaleciente fue mantener el extractivismo minero o agropecuario, sin distinción de los proyectos políticos nacionales. Nosotros consideramos que, en cambio, lo que primó fue un pacto de sostenimiento del consumo y el empleo, a como diera lugar, como forma de legitimación. Esto es relevante para diferenciar la índole de cada uno de los procesos políticos de la región y no sobreestimar una única dimensión, de fuerte contenido medioambiental, como criterio explicativo excluyente.

Otro aspecto a tener en cuenta es el institucional. Salvo los procesos que, por el grado de descomposición política preexistente, requirieron o habilitaron reformas constitucionales, como en Bolivia, Ecuador y Venezuela, en el resto no de dio un cambio en las bases de organización política. Y aún en esos tres casos que tuvieron reformas constitucionales, los formatos de representación política quedaron más o menos sin alterar.

Se mantuvo el esquema de democracia representativa clásico de elecciones periódicas, pero sin modificaciones ni ampliaciones en la participación. Esto tiene de bueno la consulta popular pautada, pero lo malo de clausurar otras instancias que pudieran haber dado una estabilidad mayor a procesos de transformación más profundos. Porque los modelos de elecciones liberal-democráticas más clásicos son portadores de la urgencia de demostrar resultados muy inmediatos para poder ganar elecciones, lo que conspira contra las necesidades de transformaciones más profundas. Y esto también vale para las aspiraciones de cambios radicales regresivos. La derecha también, vaya paradoja, pide tiempo para introducir sus cambios. Y sí, la cuestión es que hay que ir a elecciones y tratar de ganarlas en función de las promesas hechas y de lo que efectivamente entregue el gobierno.

Entonces, también es cierto que cuando se critica la falta de transformaciones estructurales o que se haya usado la renta de los recursos del ciclo de bonanza sin alterar el esquema productivo, hay que tener en cuenta que, si no se distribuye esa renta se pierde apoyo político, y si esto pasa, puede ganar el oponente que lo promete, aunque mienta. Por eso creemos que un tema central es cómo hacer para producir procesos de transformación, que requieren una sustracción mayor de ese excedente para destinarlo a otras políticas de largo plazo, cuando hay demandas muy inmediatas, muy acuciantes y exigentes para satisfacer.

El proceso de transformación genera una tensión constante, donde en cada país son distintos los cuellos de botella que se generan en la estructura productiva, que puede hacerse más agudo en la medida en que no se toquen las bases materiales de sustentación. ¿Y cómo se construyen esas bases materiales? Una pregunta que podría hacerse es por qué no se pudieron construir bases de apoyo popular más fuertes como para avanzar en los cambios estructurales. Uno de los ejes que nosotros explicamos en el libro y que seguimos trabajando es la dimensión de consumo, que es estructurante a escala global. Es decir, las formas y artefactos de consumo definidos a escala global son un factor de solidez material del sistema capitalista, mucho más fuerte del que a veces nosotros tenemos ganas de aceptar. Es decir, están allí y son artefactos muy poderosos en términos de construcción cultural, de cemento ideológico.

Webber: Bueno, hemos discutido las construcciones de la ola del progresismo ahora, ¿cuándo y por qué empieza el llamado fin de ciclo de esta ola?

Thwaites Rey: hay elementos económicos generales que están en la base del fin del ciclo. La crisis del capitalismo global de 2008 América Latina la pudo ir contrarrestando, pero a partir de 2011 empieza a acentuarse más y en 2013 aparecen problemas serios en casi todos los países de la región. Bolivia es el que mejor sortea la crisis, por un manejo bastante ortodoxo de su presupuesto, a diferencia de Ecuador y Venezuela, que no pueden evitar el cimbronazo. También en Brasil y Argentina la crisis empieza a pegar fuerte, con la baja de los precios de los granos. Aparecen síntomas de mucha debilidad, que agudizan los problemas estructurales de cada país, que tiene su propia trama de inserción en el mercado mundial, sus propias lógicas de articulación económica, social y política en función también de esa trama.

El año 2013 es clave: Dilma es reelecta en Brasil e inmediatamente aplica un plan de ajuste contrario a lo que ella había anunciado en campaña, con lo que desata una cadena de rechazos y de protestas que después capitaliza la derecha. Y a eso se le suma la muerte de Chávez. Yo creo que así como uno puede darle fecha de inicio al ciclo con la llegada al gobierno de Hugo Chávez, su muerte en 2013 es un momento de inflexión política muy fuerte para la región. Me parece que la imposibilidad de traspasar a Maduro ese liderazgo carismático, la dificultad para contener las presiones políticas y económicas que se vienen encima en esta etapa, es definitoria. Es decir, todos los límites que tenía el proceso bolivariano se agudizan tras la muerte del líder.

Podríamos decir que este ciclo dura una década larga, que no llega a la década y media. En 2013 aparecen las protestas en Brasil por el sistema de transporte y las capitalizan las derechas; le siguen las protestas indígenas en Ecuador, las protestas en Argentina encabezadas por segmentos de los trabajadores sindicalizados que reclaman rebajas en el impuesto a las ganancias que alcanzan a sus salarios, y los sectores medio-altos y altos que expanden su rechazo anti-populista. Estas capas acomodadas comienzan a tomar las calles y a ganar protagonismo, muy especialmente en Venezuela, Brasil y Argentina, con las banderas de la seguridad y contra la corrupción. Justamente la cuestión de la corrupción es lo que empieza a articular el antagonismo político y social. Se pone de manifiesto una alianza de los grandes medios de comunicación con segmentos importantes del poder judicial y los servicios de inteligencia, articulados con Estados Unidos para levantar a la corrupción como arma de enfrentamiento letal a los gobiernos. Ya en un contexto económico adverso, empezaron a aparecer escándalos de corrupción -algunos reales y otros no comprobados- como instrumento de lucha política e intervención judicial. La corrupción gubernamental es siempre algo verosímil y por eso las denuncias prenden mediáticamente y son empujadas por una justicia alineada con los intereses dominantes. Pero también es evidente la subestimación de los gobiernos del ciclo de la importancia de la corrupción en la opinión pública. No es admisible que haya personajes que estén en los entornos gubernamentales o en altos cargos de poder, que exhiban un ostensible enriquecimiento, y que esto sea subestimado.

En casi todos los procesos aparecen los medios de comunicación como los líderes organizadores de las oposiciones de derecha. Siempre estuvieron y es sabido que los medios son empresas que juegan su juego económico, pero esta vez se hizo muy ostensible su papel como organizadores principales de las derechas sociales y políticas para combatir a los gobiernos del ciclo. Contra la ilusión de que las redes sociales contrarrestarían ese poder y garantizarían una circulación democrática de la información y la opinión, la concentración mediática en su formato digital resultó muy poderosa. Hoy hay una mayor concentración de la capacidad de creación y difusión de mensajes y las derechas no se quedaron quietas y batallaron para organizar en ese territorio digital a ese porcentaje -entre un 25 y un 50% de la población, según cada país- que nunca se sumó a las propuestas de los gobiernos del ciclo y se sostuvo opositora. Esa gente siempre estuvo ahí, con capacidad de irradiar, de articular sus intereses, con recursos de poder y económicos muy grandes.

En ese contexto de disputa social y política se desencadena la crisis económica, se hacen más vulnerables los gobiernos y empieza un proceso de degradación política muy fuerte en la región. El primer hito es el triunfo electoral de Mauricio Macri en Argentina, en octubre de 2015, cuando hasta poco antes parecía una opción impensable. Pero logra ganar el ballotage con muy poco y comienza a implementar cambios sustantivos de corte neoliberal, hasta llegar al actual presente de crisis económica y social. Aplica, en simultáneo, un plan monetarista para contener la inflación y una estrategia de endeudamiento masivo, con el propósito declarado de generar las condiciones para atraer inversiones externas. Ambas estrategias conducen al desastre de una inflación imparable, con tasas de interés exhorbitantes, el dólar por las nubes, recesión, desempleo y una deuda imparable que empuja a pedir asistencia al FMI.

Webber: Bueno, fuera de Macri, cómo caracterizas esta nueva ola de la derecha. Porque tenemos Macri, hasta Bolsonaro, hasta Piñera, hay inflexiones diferentes en diferentes países pero ¿cuáles son las características comunes y las particularidades, algunas particularidades?

Thwaites Rey: Lo que uno parece notar es el grado de intolerabilidad que tienen ciertos sectores sociales medios y altos a los mínimos procesos de reformas. Es un temor que parece exagerado frente a medidas que, para nosotros, no implicaron ninguna transformación profunda. Sin embargo, provocan una irritación y rechazo mucho mayor a lo que efectivamente produjeron estos procesos.

En algunos casos, tiene que ver con la inflamación de la retórica de los líderes, que generaron un antagonismo fuerte. Es preocupante la reacción de las derechas latinoamericanas, que se muestran muy belicosas con todo lo que le parezca popular o de izquierda. En Europa las izquierdas son rechazadas porque defienden a los inimigrantes, aquí lo que se rechaza es la pretensión de igualitarismo. Y usan el argumento de la corrupción -indudablemente existente- como excusa para atacar lo popular en todas sus manifestaciones. Es una excusa porque, de lo contrario, no podrían aceptar a personajes como Macri, que proviene de una familia que se ha enriquecido con contratos dudosos con el Estado, que él mismo ha tenido causas por contrabando, que tiene empresas off shore y aparece en los Panamá papers, que hasta reconoció que su padre -a 15 días de su muerte- había pagados coimas.

Una cuestión que aglutina a las derechas es la de la seguridad y la represión. En Argentina, por ejemplo, se manifestaron siempre muy en contra del llamado «garantismo», es decir, el sistema legal que garantiza los derechos humanos e impide la represión brutal. Esto siempre fue interpretado por las derechas como una defensa de los criminales y por contraposición levantan la «mano dura». Esto también se ve en Brasil, donde está más acentuado por el componente explícito de racismo. Y en la Argentina tiene ese componente de orden, de meritocracia, al que se le suma el anti peronismo. Es la mirada del peronismo como un «plebeyismo» igualador, que vulnera la meritocracia de quienes se sienten, sobre todo de capas medias, herederos de una tradición de ascenso social laborioso de sus abuelos inmigrantes.

En chiste decimos que acá hay una «meritocracia hereditaria», porque el abuelito hizo méritos para toda su descendencia, que solo tiene que invocarla. Entonces, hay este componente que tiene muy arraigada la idea del peronismo como eso que vino a poner en un plano de igualdad lo que no tiene que ser igual. Y no es necesariamente antidemocrático, por eso es paradojal, porque supone que una democracia tiene que permitir que cada uno suba todos los escaloncitos sociales que pueda por sus propios méritos individuales… y pareciera que el peronismo lo que hace es intentar saltarlos con atajos que ayudan a quienes no lo merecen.

Pero, a su vez, no es solo el peronismo clásico el objeto de rechazo, porque ya en esta vuelta de tuerca se ve al kirchnerismo como un peronismo que levanta objetivos «de izquierda», derechos humanos. Entonces se da una rehabilitación de ideas reaccionarias que siempre estuvieron ahí. No es que la derecha apareció de golpe, siempre estuvo ahí. Lo qué pasa es que en determinados procesos se ven obligadas a retroceder un poco, porque no tienen la posibilidad de articular sus propias demandas, porque la escena pública está hegemonizada por otros discursos y otras políticas y entonces no pueden expresar las propias. Hay un determinado momento en que eso refluye y ahí salen con todos sus fueros y con todas sus posibilidades de expresarse, mientras los medios de comunicación dominantes le dan forma, construyen y amplifican su discurso. Porque también es otra falacia creer que los medios de comunicación inventan todo, manipulan y llevan a la gente de las narices. Lo que hacen es darle sustancia y difusión a aquello que ya está presente.

Además, creo que no hace falta tener ninguna mirada conspirativa para saber que el Departamento de Estado norteamericano, a través de las embajadas, de agregados militares, de servicios de inteligencia, operó y sigue operando en contra de cualquier opción que roce mínimamente sus intereses. Y bueno, la llegada de Trump aceleró este proceso, aunque con resultados contradictorios y complejos, porque es tan brutal su accionar que hasta espanta a los propios. Pero que están, están.

Webber: La última pregunta es, con todos estos nuevos gobiernos de la derecha, ellos tampoco tienen su propia salida a estas crisis, porque en el mercado mundial no hay una respuesta al 2008 todavía, entonces la popularidad de Bolsonaro es casi un 30% ahora, hay una crisis de Macri por las próximas elecciones, entonces ¿cuál es la probabilidad de una duración más larga de esta nueva derecha?

Thwaites Rey: Yo creo que hay una diferencia muy importante entre la ola neoliberal de los 90 y ésta. En los 90 había una densidad económica, política e intelectual muy grande. Había una promesa de que aplicando determinadas medidas del consenso de Washington – privatización, desregulación, apertura, disciplinamiento fiscal – iban a producirse mejoras notables. Y, sobre todo, estaba la globalización como el estandarte prometedor de un mundo integrado y feliz. Decían que la globalización nos iba va a permitir acceder a distintos mercados y que iba a primar la soberanía del consumidor. Era una promesa muy potente de bienestar, que aseguraba que la prosperidad iba a llegar si se salía de los límites de los modelos «benefactoristas» y se liquidaban los gastos improductivos del Estado. Y, en América Latina, el proyecto venía «llave en mano», con recetas para aplicar las políticas necesarias. El consenso de Washington hacía que las burguesías internas, encargadas de aplicar estos proyectos, no tuvieran que hacer ningún esfuerzo intelectual para plantearlo. Llegaban los préstamos del Banco Mundial, el BID, el PNUD con un manual de procedimientos incluido para conducir el Estado.

Hoy parece que las derechas no tienen un rumbo claro. No hay ninguna cosa que puedan exhibir como un rumbo enamorador, que entusiasme, que pueda generar alguna ilusión a futuro. No lo hay, no lo tienen porque las consecuencias de la crisis son muy terribles y el ajuste permanente no parece ser una meta muy encantadora que digamos. Todo lo contrario. Lo preocupante, sin embargo, es que esto exacerba otro tipo de derechas más brutales, más xenófobas, más antipopulares y más dispuestas a usar la fuerza y la violencia, que es lo que empieza a verse con gran inquietud.

Una pregunta lascerante es ¿qué viene después de los fracasos de estos gobiernos u opciones políticas en pugna, que se plantean como adalides anti-corrupción del populismo y los devaneos redistributivos de la izquierda irresponsable y autoritaria? Por eso es tan inquietante la forma de resolución que tenga la actual crisis venezolana. Que Trump, por razones electorales internas, juegue a desestabilizar a Venezuela de la peor manera es un tema crucial para la región. El cachivache del intento de golpe, con Guaidó apoyado por los gobiernos de derecha de la región, no pudo prosperar, pero la situación sigue siendo muy grave y peligrosa. Por eso la importancia de los equilibrios políticos que puedan lograrse para evitar una radicalización belicosa del conflicto. El papel de México y Uruguay es muy importante en el actual contexto. Está claro que la llegada de Macri, la caída de Dilma y el encarcelamiento de Lula, más el desplazamiento de Correa por un Lenin Moreno derechizado habilitaron la ofensiva derechista sobre Venezuela. Queda claro aquí como el ciclo de impugnación al neoliberalismo tenía un componente regional que, aunque incipiente e insuficiente, intentaba contrarrestar la influencia estadounidense. Y hoy ya no está.

*Jeffery R. Webber es profesor de economía política en Goldsmiths, Universidad de Londres y coautor de Los gobiernos progresistas latinoamericanos del siglo XXI. Ensayos de interpretación histórica, con Franck Gaudichaud y Massimo Modonesi (UNAM, 2019).

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.