¿Es una casa o un hogar? ¿Un templo para la nueva India, o un almacén para sus fantasmas? Desde que Antilla se instaló en Altamount Rd, Mumbai, exudando misterio y amenaza, las cosas no han vuelto a ser las mismas. «Ya hemos llegado», me decía el amigo que me había llevado hasta allí, «muestra tus […]
¿Es una casa o un hogar? ¿Un templo para la nueva India, o un almacén para sus fantasmas? Desde que Antilla se instaló en Altamount Rd, Mumbai, exudando misterio y amenaza, las cosas no han vuelto a ser las mismas. «Ya hemos llegado», me decía el amigo que me había llevado hasta allí, «muestra tus respetos a nuestro nuevo dirigente».
Antilla pertenece al hombre más rico de India, Mukesh Ambani. Ya había leído algo al respecto: la vivienda más costosa jamás construida, 27 pisos, tres helipuertos, nueve ascensores, jardines colgantes, salones, invernaderos, gimnasios, seis plantas de aparcamiento y 600 sirvientes. Nada me había preparado para el césped en vertical -una muralla de hierba adosada a un vasto enrejado metálico. El césped se había secado en algunas placas, algunos pedazos se habían desprendido en forma de rectángulos definidos. Claramente, el sistema de riego por goteo no había funcionado.
Pero el «chorro» sí. Por eso en una nación de 1.200.000 habitantes, los bienes de las 100 personas más ricas equivalen a un cuarto del producto interior bruto. En las calles se dice (y también en el New York Times), o se solía decir, que los Ambanis no viven en Antilla. Quizás estén ahí ahora, pero la gente aún susurra sobre fantasmas y mala suerte, vastu y feng-shui. Creo que la culpa es toda de Marx. El capitalismo, dijo, «…ha conjurado tan enormes medios de producción e intercambio que es como el hechicero que ya no es capaz de controlar los poderes del mundo de tinieblas que ha creado con sus encantamientos».
En la India, los 300 millones de personas que pertenecemos a la nueva clase media post-reforma -el Mercado- vivimos pared con pared con los 250.000 campesinos que se han suicidado agobiados por la deuda, y con los 800 millones que se han visto empobrecidos y desposeídos para hacernos espacio a nosotros. Y que sobreviven con menos de 50 céntimos de dólar al día.
La fortuna personal del señor Ambani supera los 20.000 millones de dólares. Controla la mayoría de las acciones de Reliance Industries Limited (RIL), una compañía con una capitalización de mercado de 47.000 millones de dólares y una variedad de intereses en distintos negocios. RIL tiene el 95% de las acciones de Infotel, quien hace unas semanas compró la mayor parte de un grupo mediático que controla varios canales televisivos de noticias y entretenimiento. Infotel posee la única licencia de emisión 4G del país. También es dueña de un equipo de cricket.
RTL es solo una en el puñado de corporaciones, algunas controladas por familias, otras no, que gobiernan la India. Otras son Tata, Jindal, Vedanta, Mittal, Infosys, Essar, y Reliance (ADAG), cuyo dueño es el hermano de Mukesh, Anil. Su competición en crecimiento ha llegado a Europa, Asia central, África y Latinoamérica. Los Tata, por ejemplo, dirigen más de cien compañías en ochenta países. Son una de las mayores compañías del sector privado en la India.
Desde que la posesión cruzada de negocios no se ve restringida por las reglas de «la doctrina del chorreo», cuanto más tengas, más puedes tener. Mientras tanto, un escándalo tras otro ha mostrado, en cada doloroso detalle, cómo las corporaciones compran políticos, jueces, burócratas y medios de comunicación, vaciando de contenido la democracia pero manteniendo sus rituales. Enormes reservas de bauxita, mineral de hierro, petróleo y gas natural, todo ello por valor de billones de dólares, son vendidos a las corporaciones por una miseria, desafiando incluso la lógica retorcida del libre mercado. Carteles de políticos corruptos y corporaciones han conspirado para subestimar la cantidad de reservas y el valor de mercado real de los bienes públicos, lo que lleva a un desvío de miles de millones de dólares del erario. Luego está la apropiación de tierras -el desplazamiento forzado de de poblaciones, de millones de personas de cuyas tierras se está apropiando el Estado para entregarlas a manos privadas (el concepto de inviolabilidad de la propiedad privada muy raras veces se aplica a la propiedad de los pobres). Se han dado revueltas populares, muchas de ellas utilizando armas. El gobierno ha anunciado que empleará al ejército para acallarlas.
Las corporaciones tienen su propia y sutil estrategia para gestionar el descontento. Con un minúsculo porcentaje de sus beneficios levantan hospitales, instituciones y organizaciones educativas, que financian ONGs, academias, periodistas, artistas, cineastas, festivales literarios e incluso movimientos de protesta. Es una forma de usar la caridad para atraer a los creadores de opinión a su esfera de influencia. O infiltran la normalidad, colonizan el orden cotidiano, de manera que desafiarlo parece tan absurdo (o tan esotérico) como desafiar la propia «realidad». De aquí es sencillo e inmediato llegar al «no hay alternativa».
Los Tata gestionan dos de las mayores instituciones de caridad de la India (donaron 50.000 dólares a esa necesitada institución que es la Harvard Business School). Los Jindal, con una gran cantidad de acciones en minería, metales y energía, gestionan la Jindal Jindal Global Law School, y en breve inaugurarán la Jindal School of Government and Public Policy Financiada por los beneficios del gigante del software Infosys, la New India Foundation otorga premios y becas a científicos sociales.
Y una vez solucionada la gestión del gobierno, la oposición, los tribunales, la opinión y los medios liberales, sólo queda el asunto de cómo tratar el creciente descontento, la amenaza del «poder popular». ¿Cómo se domestica eso? ¿Cómo convertir manifestantes en mascotas? ¿Cómo vaciar de contenido la furia del pueblo y conducirla a callejones sin salida? El movimiento indio anticorrupción dirigido por Anna Hazare, mayormente nacionalista y compuesto por clases medias, es un buen ejemplo de ello. Un campaña a tiempo completo desde los mass-media dominados por las corporaciones se proclamó como «la voz del pueblo». Exigía una ley que socavaba las últimas migajas de democracia. A diferencia del movimiento Occupy Wall Street, no se pronunció en contra de las privatizaciones, los monopolios corporativos o las «reformas» económicas. Sus principales apoyos en los medios consiguieron desviar con éxito la atención de los grandes escándalos de corrupción corporativa y emplearon el desprecio popular hacia los políticos para demandar la retirada de poderes concretos del gobierno, para facilitar más reformas y privatizaciones.
Tras dos décadas de estas «reformas» y de un potente crecimiento pero sin generación de empleo, la India mantiene más menores desnutridos que cualquier país del mundo, y más pobres en ocho de sus estados que los que suman los 26 países del África subsahariana. Y ahora se está acercando la crisis financiera internacional. La media de crecimiento se ha desplomad hasta el 6,9 %. La inversión desde el extranjero disminuye.
Los auténticos sepultureros del capitalismo, parece ser, no son los proletarios revolucionarios de Marx, sino sus propios e ilusorios cardenales, que han convertido la ideología en fe. Parecen sufrir dificultades para comprender la realidad o aprender la lección del cambio climático, que dice, simplemente, que el capitalismo (cinluyendo la variante china) está destruyendo el planeta.
El «riego por goteo» ha fallado. Ahora el «sistema a chorro» también está en problemas. Según van apareciendo las primeras estrellas en el cielo cada vez más oscuro de Mumbai, guardias con almidonadas camisas blancas y walkie-talkies surgen desde las puertas prohibidas de Antilla. Los focos se iluminan. Quizá es la hora de que los fantasmas salgan a jugar.
Arundhati Roy es la autora de «El dios de las pequeñas cosas». Hernewestbookis ‘BrokenRepublic’
Traducido para el CEPRID (www.nodo50.org/ceprid) por DSM