La historia de México siempre ha tenido no solo un atractivo cultural, sino que ha brindado fundamentos para entender e interpretar la historia de América Latina. Son fabulosos los vestigios investigados, que dan cuenta de pueblos admirables como los Olmecas, Toltecas o los Zapotecas. En el sur floreció la cultura Maya; y en el interior del país destacó el imperio Azteca, cuyo desarrollo resultó incomprensible e impresionante a los conquistadores españoles comandados por Hernán Cortés, que arrasaron a esos pueblos para someterlos a la larga época colonial. En México se instaló el Virreinato de la Nueva España (1535), el primero en los dominios de la Corona.
El proceso de independencia mexicano arrancó en 1810, primero bajo el liderazgo del cura Miguel Hidalgo y Costilla y luego con el de José María Morelos y Pavón. Después de la revolución independentista de Haití (1804), efectuada por esclavos y libertos, el de México también fue un movimiento auténticamente popular, con movilización de indígenas y campesinos, de modo que los criollos temieron su éxito y favorecieron el triunfo de los realistas, que fusilaron a los líderes. La independencia tardó una década en consolidarse, ya que fue proclamada, en forma definitiva, en 1821. No llegó de inmediato la república. Entre 1822-1823 gobernó como primer emperador Agustín de Iturbide; y entre 1864-1867, durante el segundo imperio, estuvo Maximiliano de Habsburgo. En medio de estos procesos también se encuentra el gobierno del general Antonio López de Santa Anna (1833-1855); se produjo la intervención francesa que instaló el segundo imperio; los Estados Unidos lanzaron la guerra (1846-1848) en la que México perdió más de la mitad de su territorio; y se produjo La Reforma, con el gobierno liberal y social del célebre Benito Juárez (1858-1872), de origen indígena, quien consolidó el Estado nacional. Le sucedió el “porfiriato”, con los gobiernos del autoritario Porfirio Díaz (1876-1911), con quien se impuso una “modernización” capitalista sustentada en el régimen oligárquico durante tres décadas y media.
La Revolución Mexicana (1910), un apasionante y complejo proceso con enorme movilización popular, especialmente campesina e indígena, y en la cual se distinguieron personajes como Pancho Villa o Emiliano Zapata, ha marcado profundamente la identidad cultural del país y ha merecido miles de estudios. La Constitución de 1917 fue pionera en reconocer derechos sociales y laborales, un logro que influiría en las legislaciones sociales latinoamericanas, igualmente influidas por el prestigio que alcanzaron las ideas socialistas con el triunfo de la Revolución Rusa (1917). En 1929 se fundó el Partido Nacional Revolucionario (PNR), antecedente del Partido Revolucionario Institucional (PRI), que hegemonizó la vida del país durante décadas. El presidente Lázaro Cárdenas del Río (1934-1940) fortaleció capacidades estatales, nacionalizó el petróleo y llevó adelante políticas de amplio impacto social, por lo cual su gobierno es incluido entre los “populismos” latinoamericanos clásicos. Los años 50 se caracterizaron por el acelerado desarrollo, coincidiendo con la época de postguerra mundial. México alcanzó una distinción internacional por su diplomacia basada en la no injerencia y en su tradicional asilo político. Sin embargo, la institucionalización del PRI con los sucesivos gobiernos provocó intensas resistencias y movilizaciones sociales. A partir de 1982 la crisis de la deuda externa, que parecía exclusivamente mexicana, estalló en América Latina, cuyos países debieron orientarse bajo los condicionamientos neoliberales del Fondo Monetario Internacional. Ese neoliberalismo en auge llevó a la suscripción del tratado de libre comercio con EE.UU. y Canadá (TLCAN, 1994), el mismo año en el que surgió el Ejército Zapatista de Liberación Nacional.
Desde 2000 el PRI perdió hegemonía, pero se sucedieron gobernantes que consolidaron la vía neoliberal y una época de privilegios para las cúpulas sociales y empresariales. Es un “modelo” de vida económica que derivó en una experiencia histórica nefasta y que tampoco pudo detener el crecimiento de la criminalidad y la narco delincuencia en el país. La reacción social acumulada contra esa situación se expresó en el triunfo presidencial de Andrés Manuel López Obrador (2018-2024) cuyo gobierno ha logrado avances sociales de enorme significación, que han hecho de México el país ejemplar para el progresismo de nueva izquierda en América Latina. Los cambios operados, los beneficios para la población y los trabajadores, las posiciones soberanas y anti-injerencistas, una clara visión latinoamericanista y la transparente acción presidencial han derrotado las reaccionarias visiones de las élites ricas, sus medios de comunicación y las derechas políticas. Esa contundente herencia es la que ha posibilitado el triunfo electoral de Claudia Sheinbaum, primera mujer que llega a la presidencia del país, con enormes esperanzas para las clases medias, trabajadores y sectores populares que la han apoyado. La presidenta electa es científica y académica, proviene de una familia judía vinculada con la izquierda (su padre militó en el Partido Comunista Mexicano) y ella fue una coherente activista estudiantil, sindical y política.
Lo que demuestra el proceso mexicano es que tanto López Obrador como Claudia Sheinbaum reflejan un acumulado social histórico-popular; que es posible convertir la vía electoral en instrumento para la administración del Estado por fuerzas políticas identificadas con los intereses de las grandes mayorías nacionales; que la conducción gubernamental progresista brinda soluciones que no son capaces de dar los gobiernos neoliberales. Para los sectores populares ecuatorianos, el pueblo mexicano es considerado como hermano, con una identidad similar, en la cual su música, su arte, su gastronomía, varias tradiciones y otras formas culturales se han integrado y se cultivan con singular afecto.
México marca un contraste definitivo frente a dos “modelos” de economía beneficiosa para minorías enloquecidas por el poder y el dinero: el uno, en Argentina, donde el dominio liberal anarco-capitalista arrasa con todo principio sobre justicia social y equidad, para favorecer un ideal de capitalismo de “libre competencia” sin Estado; el otro, Ecuador, donde la hegemonía de una poderosa oligarquía desde 2017, ha conducido al país a las condiciones del subdesarrollo estructural que se creían superadas por las décadas desarrollistas de los sesenta y setenta del siglo XX, junto con la “espeluznante” inseguridad ciudadana por la violencia, el narcotráfico y la extorsión, que se agudizaron en tres años y que “está destrozando la vida, las esperanzas y el futuro de los ecuatorianos” (https://t.ly/KCAEo), de acuerdo con el autorizado criterio de Jorge Paladines, un experto en el tema.
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