Después de la independencia de los EEUU (1776), América Latina fue la primera región del mundo en romper con el coloniaje europeo en los albores del sistema capitalista, pues en Asia y África la liberación anticolonial solo se logró durante el siglo XX.
Las nacientes repúblicas latinoamericanas del siglo XIX se desarrollaron en una época de nuevos conflictos e intereses entre las potencias occidentales por dominar el mundo y en la cual también los EEUU requirieron de zonas de influencia. Para ello sirvió la “Doctrina Monroe” (1823), orientada en sus orígenes a detener cualquier intento europeo de reconquista colonial en el continente, pero que se transformó en una guía de la conducta exterior de los EEUU frente a Latinoamérica. Por eso, en 1896, convocado por iniciativa del caudillo liberal ecuatoriano Eloy Alfaro, se reunió en México el primer Congreso de naciones del continente -boicoteado por los EEUU-, que apenas pudo reunir a 8 países, pero que emitió un contundente documento en el cual, además de cuestionar el uso del “monroísmo” para la expansión de los intereses norteamericanos, acordó la necesidad de sujetar a esa doctrina a un verdadero orden jurídico continental.
De este modo, la urgencia de preservar la soberanía de cada país y la independencia nacional, hicieron de América Latina la región pionera en impulsar el principio de no intervención como política internacional, precisamente con el avance del siglo XX, en el cual la fase del imperialismo capitalista crecientemente afirmó un nuevo tipo de disputas económicas entre las grandes potencias, que derivó en dos guerras mundiales (1914-1918 y 1939-1945) y en constantes intervenciones sobre los países del “Tercer Mundo”.
Las propuestas contra el intervencionismo de las grandes potencias ya se encuentran en el chileno Andrés Bello, los argentinos Carlos Calvo y, sobre todo, Luis María Drago, quien en 1902 se lanzó contra la incursión armada de Alemania, Gran Bretaña e Italia sobre Venezuela, para cobrar sus deudas (“Doctrina Drago”). También el mexicano Isidro Fabela escribió sobre el intervencionismo, mientras su compatriota, el presidente Venustiano Carranza (1917-1920), al calor de la cultura radical y nacionalista que incubó la Revolución Mexicana y de la Constitución de 1917 -una Carta de enorme importancia mundial, que inauguró el derecho social en América Latina- proclamó la no intervención como política del Estado y como fundamento para respetar la soberanía de los pueblos y sus formas autónomas de gobierno (“Doctrina Carranza”).
Pese a esos iniciales y visionarios conceptos sobre la no intervención, fue la VII Conferencia Internacional Americana, reunida en Uruguay en 1933, la que adoptó la “Convención sobre Derechos y Deberes de los Estados” (https://bit.ly/3qPnEkf), estableciendo: Art. 8- Ningún Estado tiene derecho de intervenir en los asuntos internos ni en los externos de otro. Además, en la Conferencia Interamericana de Consolidación de la Paz, realizada en Buenos Aires en 1936 (a la que asistió Franklin D. Roosevelt, presidente de los EEUU) igualmente se acordó: Art. 1º.—Las Altas Partes Contratantes declaran inadmisible la intervención de cualquiera de ellas, directa o indirectamente, y sea cual fuere el motivo, en los asuntos interiores o exteriores de cualquiera otra de las Partes. // La violación de las estipulaciones de este artículo dará lugar a una consulta mutua, a fin de cambiar ideas y buscar procedimientos de avenimiento pacífico (https://bit.ly/3nbxJWG).
Todo parecía advertir que el principio de no intervención quedaba históricamente consagrado en América. De modo que al nacer la OEA, su Carta constitutiva, aprobada en Bogotá el 30 de abril de 1948, simplemente se acogió y ratificó lo siguiente: Art. 19- Ningún Estado o grupo de Estados tiene derecho de intervenir, directa o indirectamente, y sea cual fuere el motivo, en los asuntos internos o externos de cualquier otro. El principio anterior excluye no solamente la fuerza armada, sino también cualquier otra forma de injerencia o de tendencia atentatoria de la personalidad del Estado, de los elementos políticos, económicos y culturales que lo constituyen (https://bit.ly/2IEILoi).
Cuando se creó la ONU (1945) y sobre la experiencia sufrida por la II Guerra Mundial (1939-1945), la idea de la paz pareció un mensaje de valor universal, de modo que el “Proyecto de Declaración de Derechos y Deberes de los Estados” (1949) incluyó varios principios sobre la soberanía e independencia de los Estados y acordó: Art. 3- Todo Estado tiene el deber de abstenerse de intervenir en los asuntos internos o externos de cualquier otro Estado; y en el Art. 9: Todo Estado tiene el deber de abstenerse de recurrir a la guerra como instrumento de política nacional, y de toda amenaza o uso de la fuerza contra la integridad territorial o la independencia política de otro Estado, o en cualquiera otra forma incompatible con el derecho y el orden internacionales (https://bit.ly/33ZlwwL).
Parecía un progreso civilizatorio de la humanidad. Sin embargo, contrariando todos estos marcos históricos y jurídicos, el desate de la guerra fría en el mundo desde la década de 1950 y su introducción en América Latina a raíz de la Revolución Cubana (1959) alentaron nuevos intervencionismo de las grandes potencias. El combate al “comunismo” en nuestra región se convirtió en pretexto y justificación para el intervencionismo norteamericano en todos los países latinoamericanos y mediante diversos mecanismos. Entre tantos casos, podría anotarse la invasión a Guatemala (1954) para derrocar al presidente Jacobo Arbenz y garantizar los intereses de la United Fruit Co.; el ilegítimo bloqueo económico a Cuba (que continúa hasta el presente pese a las condenas mundiales); el derrocamiento del gobierno de Salvador Allende en Chile (1973) para instaurar la terrorista dictadura de Augusto Pinochet; o el financiamiento y apoyo a los “contras” en Nicaragua para derrocar al Sandinismo, que logró tomar el poder por las armas en 1979 y dar fin a la sanguinaria dinastía de los Somoza. De nada sirvió que la Corte Internacional de Justicia emitiera, en 1986, un inédito y contundente fallo, que dice: La Corte. Por 12 votos contra 3. Decide que los Estados Unidos de América, al entrenar, armar, equipar, financiar y abastecer a las fuerzas contras o al estimular, apoyar y ayudar por otros medios las actividades militares y paramilitares en Nicaragua y contra Nicaragua han actuado, en perjuicio de la República de Nicaragua, infringiendo la obligación que les incumbe con arreglo al derecho internacional consuetudinario de no intervenir en los asuntos de otro Estado (https://bit.ly/3qMKr0c). Imposible dejar de señalar la guerra de las Malvinas en 1982, que enfrentó a Gran Bretaña con Argentina.
Pero el sentido hegemónico y perdurable en el continente ha sido el intervencionismo dirigido exclusivamente contra gobiernos que los EEUU han considerado que perjudican a sus intereses y que no terminó con el derrumbe del socialismo de tipo soviético. Se ha mantenido y revivió específicamente durante el ciclo de los gobiernos progresistas latinoamericanos, siempre sospechosos por “socialistas” o “izquierdistas”. Su mayor expresión ha sido Venezuela, país contra el que se ha instaurado el segundo bloqueo económico norteamericano en el continente, que es la raíz de los enormes problemas que ahora tiene ese Estado.
Lo más grave en América Latina no es solo el hecho de que el principio de la no intervención, que nació aquí, en esta región, se usa en función de la geoestrategia continental, sino que una serie de gobiernos se han inclinado por el desconocimiento o manipulación del mismo con fines exclusivamente de conveniencia política. Así ha ocurrido con los integrantes del “Grupo de Lima” (nació en 2017 y Ecuador se vinculó a él en septiembre de 2018), unilateralmente enfocado contra Venezuela. Se llegó al insólito caso, sui géneris en la historia republicana de Latinoamérica, de reconocer al autoproclamado Juan Guaidó como presidente de un país que solo existía en las mentes y declaraciones de quienes lo reconocieron.
El gobierno del Ecuador, por su parte, tuvo recientemente un doble y paradójico comportamiento. Mientras, por un lado, en un comunicado oficial que se hizo público a través de Twitter el 5 de diciembre (2020), resolvió, como política de Estado (y aún antes de que se realizaran las elecciones): “el gobierno del Ecuador no reconocerá los resultados del proceso electoral venezolano, que violan la Constitución y está viciado de toda legalidad” (https://bit.ly/37Ufv5z); por otra lado, en un nuevo comunicado del siguiente día, 6 de diciembre, la Cancillería se refirió a un Twitt de la vicepresidenta argentina Cristina Fernández (opinaba sobre la ausencia de “democracia” en el país, ante la falta de legalización de la candidatura presidencial de Andrés Aráuz – https://bit.ly/3ncvXEP) y sostuvo que rechazaba esta “inaceptable intervención en los asuntos internos del Ecuador” (https://bit.ly/3a2Lmnt).
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