En Oaxaca es imposible regresar al estado de cosas que existía antes del inicio del conflicto. Un gobierno estatal con Ulises Ruiz al frente no es viable. El sistema regional de dominio se rompió y la represión no garantiza que se reconstruya. No hay forma de volver hacia atrás. Teóricamente, la única forma en la […]
En Oaxaca es imposible regresar al estado de cosas que existía antes del inicio del conflicto. Un gobierno estatal con Ulises Ruiz al frente no es viable. El sistema regional de dominio se rompió y la represión no garantiza que se reconstruya. No hay forma de volver hacia atrás.
Teóricamente, la única forma en la que Ulises Ruiz puede mantenerse como mandatario estatal es que el gobierno federal utilice la violencia contra el magisterio y los pueblos de la entidad, al tiempo que se divide al movimiento popular oaxaqueño. Pero ni así se garantiza su permanencia. Cada vez que se ha reprimido la protesta la sociedad movilizada ha respondido con gran combatividad, haciendo a un lado sus diferencias y radicalizando sus acciones. Lejos de servir como un factor de disuasión, la coerción estatal ha estimulado la resistencia en contra del jefe del Ejecutivo. No hay razón alguna para suponer que en este momento la situación será diferente.
La presencia de la Policía Federal Preventiva o del Ejército en la entidad tendría un altísimo costo tanto para Vicente Fox como para Felipe Calderón, en un momento en el que ambos tienen graves problemas de legitimidad. Nadie creería que el presidente electo es ajeno a una decisión así. Aunque no haya tomado aún posesión, lo que se haga en Oaxaca será el primer acto de su administración.
El traslado de tropas a la entidad es un operativo riesgoso y con grandes dificultades logísticas. Un operativo que puede costar muchas vidas y abrir una profunda herida en todo el país. Obligadamente, la fuerza pública tendría que concentrar sus acciones en la ciudad de Oaxaca y en las principales vías de comunicación. No sería difícil -aunque sí riesgoso- que recuperara los edificios públicos que son la sede de los poderes formales, detuviera a algunos de los dirigentes y retirara las barricadas, pero no podría obligar a los maestros a reanudar clases. ¿O acaso se piensa poner un destacamento militar o de la PFP en cada una de las escuelas de la entidad y en los 570 municipios del estado?
¿De verdad vale la pena todo ese esfuerzo represivo para sostener en su puesto a un gobierno del Partido Revolucionario Institucional (PRI) al que su pueblo no quiere? ¿Se va a pagar ese enorme precio por apuntalar a un político al que ni siquiera sus compañeros de partido en la entidad apoyan realmente, porque los ha traicionado?
La cadena de mando-obediencia en la entidad está hecha añicos. Muchos desobedecen abiertamente el viejo modo de mandar. Hasta una maquinaria tan jerarquizada como la Iglesia católica enfrenta severos problemas de disciplina. El arzobispo, alineado con el gobierno estatal, ha tratado de frenar la participación en las protestas de los fieles agrupados en las comunidades eclesiales de base. Estas le han dado vuelta a ese veto incorporándose a la lucha a través de las organizaciones indígenas.
Se ha dicho que el gobierno federal está dispuesto a prolongar el mandato de Ulises Ruiz hasta después del primero de diciembre, para designar un gobernador sustituto que termine su periodo y evitar así la convocatoria a nuevas elecciones. El Partido Acción Nacional (PAN) teme que la realización de nuevos comicios le dé una posición de poder más a Andrés Manuel López Obrador, después del triunfo de la coalición Por el Bien de Todos en Chiapas, y la posibilidad de una victoria en Tabasco. Sin embargo, esto no tiene que ser necesariamente así. La licencia del desgobernador Ruiz le permite formalmente al Ejecutivo federal mantener en la entidad a un mandatario local interino de filiación priísta, sin tener que convocar a sus temidas elecciones extraordinarias
En la solución al conflicto no hay atajos. La ruptura de las negociaciones entre la Secretaría de Gobernación, el magisterio y la Asamblea Popular de los Pueblos de Oaxaca (APPO) el 20 de septiembre hace evidente que la renuncia de Ulises Ruiz es la demanda medular que deberá ser resuelta. Enrique Rueda, el dirigente de la sección sindical de los trabajadores de la educación en la entidad, ha propuesto sistemáticamente acciones a favor del repliegue del movimiento. Invariablemente han sido rechazadas por los mentores en una consulta tras otra.
¿Son estas contradicciones un síntoma del agotamiento del actual ciclo de protestas? No, de ninguna manera. No lo son pesar de que la apuesta del gobierno del estado es dividir al magisterio de las organizaciones campesinas e indígenas, aumentando las propuestas económicas a los trabajadores de la educación. Esa apuesta tiene una base material: existen diferencias reales dentro del movimiento sobre cómo conducir la lucha. Pero, simultáneamente, ignora una debilidad sustancial: las corrientes políticas que encabezan el movimiento actúan sobre un sustrato de inconformidad social profunda. El que intente negociar con el gobierno federal una «solución» al conflicto que no contemple la salida de Ulises Ruiz se estará haciendo el harakiri político. Cambiar la cabeza del desgobernador por espejitos económicos será el fin como líder social de quien lo proponga.
Las diferencias dentro del movimiento tienen una base material. La APPO fue un proyecto creado y dirigido por el magisterio oaxaqueño, pero en la actualidad tiene vida y dinámica propias. Cuenta con una dirección propia, en la que participan profesores pero también líderes campesinos e indígenas. Dentro de la asamblea tienen peso fuerzas con poca influencia en el magisterio. La tensión entre unos y otros es inevitable, pero ello no significa que necesariamente lleven a la ruptura.
Ulises Ruiz ya es historia en Oaxaca. Con él en el gobierno, el estado no tiene futuro. Insistir en sostenerlo no hará más que profundizar la descomposición política en el país.