Uruguay siempre ha aceptado de buen grado la inversión extranjera directa, otorgando tratamiento nacional o preferencial a las empresas extranjeras que se instalan en el país sin ningún tipo de discriminación. Esta dinámica de inversiones va acompañada por un marco de seguridad jurídica y estabilidad política,además de un soporte innegable de nuevas tecnologías e infraestructuras […]
Uruguay siempre ha aceptado de buen grado la inversión extranjera directa, otorgando tratamiento nacional o preferencial a las empresas extranjeras que se instalan en el país sin ningún tipo de discriminación. Esta dinámica de inversiones va acompañada por un marco de seguridad jurídica y estabilidad política,además de un soporte innegable de nuevas tecnologías e infraestructuras de todo tipo.
Durante la última década, Uruguay ha tenido un crecimiento superior a la media del continente, gracias a la inversión extranjera, especialmente europea y española en particular, centrada en la banca, los servicios, y las fábricas de celulosa. La cifra de inversión extranjera directa en el país respecto al PIB es del 5,3%. Y solo Chile estaría por delante, lo que ha generado una certeza cuasi infalible e incluso dogmática del equipo económico liderado por el contador Danilo Astori.
En la representación popular, la idea más generalizada del fenómeno es simple: Un país rico, un organismo internacional, o unos fondos de inversión, nos presta capital. Con esos préstamos, generamos infraestructuras, construimos una carretera, ampliamos nuestras fuentes de energías y más comúnmente pagamos deudas viejas.
En una palabra, sin tales préstamos no podríamos hacer frente a nuestras obligaciones, ni mejorar nuestros servicios, ni producir más en los campos, ni crear nuevas empresas. Es decir, no podríamos «desarrollarnos». Pero miremos un instante a nuestro alrededor y ordenemos los hechos, o es que los orientales seguiremos mintiéndonos, tomando los deseos por realidades y arropándonos con grandes y vacías palabras.
En un mundo en donde la economía esta globalizada y la política fraccionada, el choque entre estos dos movimientos contrapuestos solo puede conducir a las parálisis y al conflicto.
En tal marco cabría preguntarse qué sentido tiene seguir discutiendo sobre las facetas, angulosidades y minucias del pensamiento político de la «izquierda progresista» cuando la puesta en práctica se ha hecho imposible porque los instrumentos antiguamente capaces de llevarlo adelante por las organizaciones políticas nacionales han quedado rehenes de la lógica instrumental de un capitalismo transnacionalizado.
Se nos podrá decir que el tiempo transcurrido por el gobierno del progresismo ha sido escaso, comparado en términos históricos para que realicemos valoraciones que condenan, pero después de tres gestiones progresistas, ya no son las señales gubernamentales los que nos preocupan y nos llevan a opinar, sino los hechos, cuyos riesgos nos involucran a todos, y benefician a unos pocos.
Cobra el hecho anotado más significación cuando se le examina a la luz de otras realidades. Si una parte fundamental de la tradición de la izquierda ha sido la crítica cultural, no deberíamos olvidar que son las razones de la política sobre las de la economía, la que llevó a la izquierda a las altas esferas del Estado.
Asumido este rol que ha sido por la expresión de la voluntad popular, el desafío real esperado era la intervención pública para contrapesar el poder de la minoría propietaria de la riqueza. He ahí, sin la pueril pretensión de pretender ser analistas infalibles, es que destacamos, sumaria y tal vez arbitrariamente algunos aspectos principales, sobre los cuales los gobiernos progresistas han hecho hincapié.
Modificación de la estructura agraria, reforma de la enseñanza, planificación de la economía: Tres directivas definidoras sobre las cuales el gobierno viene desarrollando sus principales líneas de trabajo, más allá de que a unos le parecerá poco; a otros mucho. Esto es inevitable. Pero estas tres directivas que destacamos bastarían, si, juntamente con la concepción general a que responden, sirvieran para lograr la coincidencia.
En primer término, la producción agropecuaria, para la que estamos, por diversas razones -demográficas, climáticas, geográficas, etc.- especialmente dotados, se cumple con ajuste a una estructura que es insuficiente y que lo será cada día más, porque sus mejoras se han hecho en términos de competitividad. Cambiarla no significa copiar lo ajeno, que responde a otras necesidades y realidades, sino hacer que la estructura sea productiva y eficiente.
Pero cambiar, no es, andar abrazado a las culebras, con el sombrero en mano, mendigando préstamos del extranjero. De poco sirve proclamar el principio y defenderlo si la fuerza a fin de cuentas hará lo que le venga en gana o lo que se ajuste a las necesidades del mercado global. En este sentido se está entregando soberanía y patrimonio, basta con mirar quiénes son los dueños del campo.
En segundo lugar, la reforma de la enseñanza se ha transformado en un órgano consultivo, de integración numerosa, de recursos moderados, mal distribuidos y en el cual confluyen intereses específicos y diversos, pero que no será capaz de realizar esa obra urgente: recopilar, ordenar, analizar los hechos y darles la solución adecuada. Tal cual está planteado este órgano, no ha sido más que un cuerpo que solo parió divagaciones y proyectos. El alto índice de conflictividad y los desencuentros cada vez más evidentes avalan esta situación.
Y en tercer lugar el plan económico tal vez (y sin tal vez) de esta pequeña síntesis de discordancias ministeriales, aquí encuentre la causa fundamental, del discurso gatopardista. En efecto una política financiera debe ser la expresión de una política económica. Dicho de otra forma, la política financiera es una de las formas de realización por el Estado, de una política económica.
Por lo tanto, debe ser una política de conjunto que abarque el proceso en su totalidad y que ajuste a esa visión y a esa finalidad común, las distintas y escalonadas soluciones parciales que los hechos reclamen.
Se nos dice el país tiene que producir, para producir tiene que trabajar e invertir. Se nos dice que necesitamos capitales extranjeros, asistencia técnica y económica, una especie de panacea y verdad axiomática, pero pocos, muy pocos se plantean el problema en términos exactos, pocos muy pocos, emiten dudas sobre las ventajas del sistema, o se interrogan sobre las repercusiones de éste, y ahora estamos en ese escenario
No toda inversión por el simple hecho de serlo debe ser justificada. En ese sentido no nos pareció adecuada en su momento la introducción de parques industriales estilos la planta de celulosa en Fray Bentos, o las zonas francas, o condicionarnos al estallido de una burbuja inmobiliaria en nombre de las inversiones, el mercado, y la creación de fuentes de trabajo.
Más grave aún es que en la actual coyuntura, el proceso de globalización ha supuesto una desarticulación de las clases sociales. Las nuevas formas de acumulación y poder pretenden dejar obsoletas las interpretaciones donde el dominio y la explotación social son origen en una estructura clasista. Ahora son elites independientes, sin conexión ni origen clasista quienes determinan el proceso de acumulación y reproducción del capital Por ello, se recomienda que los análisis de clases deban ser superados en tanto son marginales.
Bajo este enunciado se intenta demostrar que las relaciones sociales de producción no responden ya a la contradicción capital-trabajo.Se recrea el proceso de concentración de la riqueza, y las formas de explotación de las nuevas elites empresariales, políticas y financieras como si se tratase de un proceso de descomposición del orden social determinado por la existencia de clases sociales.
Discutir sobre la organización política es una cosa diferente que señalar la existencia de un orden social fundado en una estructura de clases sociales antagónico y complementario.
Los conceptos de burguesía, proletariado industrial o rural, así como de elites siguen constituyendo el principio sobre el cual analizar el orden social y político dependiente del proceso de acumulación y reproducción del capital global.
De ahí que predominen en aquellos editorialistas y articulistas de los nuevos tiempos, los conceptos genéricos como pueblo, nación, población o consumidores y ciudadanos que en realidad son entidades abstractas donde no se aprecian las diferencias difuminándose las relaciones de clases –muchas veces negándola- en un conjunto indeterminado de estratos sin vínculo alguno con la configuración de un proyecto social de dominio y explotación como lo representa el capitalismo.
Los analistas clasistas no concluyen en otorgar una posición política, revolucionaria o no, a la clase obrera en la lucha contra la explotación, la democracia y la justicia social. Si bien durante los años sesenta se produjo esta homologación, porque su lugar fue la arena política, en los talleres y en la movilización, y no el simple debate en los pulcros salones de la burguesía acerca de las formas en que se estructura la sociedad contemporánea.
Pero las certezas muchas veces se transforman en dudas y estas se hacen realidad cuando los hechos así lo determinan. Poco valió el dogmatismo de la conducción económica pretendiendo estar blindado a las inclemencias de los mercados internacionales, y las crisis de nuestros vecinos Argentina y Brasil que desbordan y arrastran nuestras frágiles economías como una rama en el río.
Tal vez si empezamos por comprender el significado de José Artigas, más allá del umbral de su estatua y recurrir a su enseñanza aquella que nos recuerda, que es mejor tener alguna defensa a no tener ninguna y es mejor morir peleando que entregarse de antemano, con dulce resignación, arrullados y anestesiados por el engaño del capitalismo globalizador.
Triste papel el de aquella izquierda de soñadores -si ya lo sé, no se puede hacer otra cosa-trasnochados.
Eduardo Camín. Periodista uruguayo, miembro de la Asociación de Corresponsales de prensa de la ONU. Redactor Jefe Internacional del Hebdolatino en Ginebra. Asociado al Centro Latinoamericano de Análisis Estratégico (CLAE, www.estrategia.la)
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