En lo que parece ser el más espectacular de sus anuncios en los dos meses de su gestión gubernativa, Alan García Pérez, rodeado de oficiales generales y otros uniformados, anunció al país que su Gobierno, «protegerá» y «brindará ayuda legal, material y garantías» a los miembros de las instituciones castrenses investigados o procesados por violación […]
En lo que parece ser el más espectacular de sus anuncios en los dos meses de su gestión gubernativa, Alan García Pérez, rodeado de oficiales generales y otros uniformados, anunció al país que su Gobierno, «protegerá» y «brindará ayuda legal, material y garantías» a los miembros de las instituciones castrenses investigados o procesados por violación de derechos humanos en los duros años de violencia vividos en el país entre 1980 y el año 2000, lo que se conoce popularmente con los años del terrorismo y la guerra sucia.
El mandatario peruano expresó con voz tronante que acababa de rubricar un Decreto Supremo mediante el cual el Estado se comprometía a asumir la defensa de los militares y policías acusados por estos delitos durante el combate contra el terrorismo.
Hoy se sabe que en ese periodo, por decisiones del Poder Político, alrededor de 12,000 oficiales de distintas gradaciones fueron movilizados para la ejecución de operativos en diversas ciudades del país. 1,200 de ellos afrontan investigaciones judiciales, aunque no pasa de una docena el número de los que han sido encontrados culpables de algún hecho que haya ameritado sentencia penal.
En una circunstancia en la que en otros países se busca investigar crímenes cometidos contra el pueblo, hacer justicia y sancionar delitos de lesa humanidad; en el Perú se marcha hacia atrás y se busca más bien encubrir y apañar acciones que pudiesen comprometer -como se ha dicho- «el prestigio de las instituciones armadas».
Lo más peligroso de la medida anunciada no es el efecto, dado que es claro que gozarán de la impunidad más absoluta -como ya viene ocurriendo- los uniformados que actuaron contra el pueblo. Lo peor, es el cúmulo de argumentos que ha dado el mandatario para justificar la medida.
«El Estado -ha dicho- se compromete a defender a soldados, marinos, aviadores, oficiales, a todos aquellos que sufren acusaciones y se les enrostran actos».
No existe en la formulación entonces, discriminación alguna. No se priva de ese derecho a nadie, cualquiera haya sido su función, y cualquiera también el delito que se le enrostre. Beneficiados serán todos, a sola condición de que «sufran acusaciones y se les enrostre actos», que no siquiera se determinan. Podría ser cualquier acto.
La razón de esta generalización peligrosa es simple: «Es responsabilidad del gobierno defender a aquellos a los que en algún momento envió a defender a la patria».
No repara en el hecho que varios de ellos entendieron que defender a la patria era matar y torturar campesinos, violar mujeres, abusar de niños, saquear pueblos, arrasar cultivos, quemar aldeas. Ni siquiera se pone en la eventualidad de preguntarse si para realizar esas acciones es que los «envió la patria»
«¿Cómo podría el Gobierno, mucho menos yo que participé con la Fuerza Armada en la defensa de la patria de la peor amenaza, dejar abandonados a miles de soldados y oficiales, sobre los que recae siempre la sospecha de los que no pusieron nada por defensa a la patria contra el terrorismo?».
En esta formulación, de un solo tajo Alan García amalgama el accionar de la Fuerza Armada con su propia acción. Y lo hace sin duda con un doble propósito: yo estuve con ustedes en la ejecución de delitos y por eso los comprendo, parece sostener. Pero, además, desliza otra idea: si permito que los acusen a ustedes por eso, también lo harán conmigo (ya lo hicieron ciertamente, aunque sin éxito: Accomarca, Llocllapampa, Cayara, Puccas, Pomatambo, Parcco Alto, Huancapi, Pampa Cangallo, los Penales, son algunos de los nombres que se han levantado contra García por operativos consumados bajo su gobierno. Mejor nos protegemos juntos, entonces.
Aludiendo a los acusados por delitos cometidos contra las poblaciones al amparo de la «guerra antisubversiva» sostuvo que ellos «sufren condenas, procesos, inquisiciones y muchas veces investigaciones que no acaban nunca y que mancillan su honor y destruyen sus carreras».
La prolongación de los juicios no se puede adjudicar a las víctimas y las acusaciones que «mancillan el honor» y «destruyen carreras» tienen que ver más bien con la naturaleza de los delitos, antes que con el nivel de los cargos.
Para ser coherente con su línea de reflexión, el Presidente García ha invocado la necesidad de que «se acabe con toda forma de ensañamiento contra los institutos armados, porque ellos han defendido los intereses de la patria».
Nuevamente busca enredar las cosas y juntar en un sólo haz tres elementos distintos: los delitos cometidos, las instituciones armadas y la patria.
Los delitos cometidos deben investigarse y sancionarse. Las Fuerzas Armadas no pueden ser acusadas sin motivo, pero tampoco ensalzadas sin razón. Y la Patria, no puede convertirse en el escudo de tropelías.
«¿Cuánta sangre pusieron los que hablan, cuánta sangre pusieron, o cuánto esfuerzo y sacrificio o pérdida de vida humana, los que ahora se permiten alzar su palabra contra las Fuerzas Armadas?» se preguntó impresionado por el efecto de sus propias sonoras palabras.
Si tomáramos al pie de la letra la expresión, tendríamos que admitir que sólo los que derramaron sangre tienen derecho a opinar en la materia. Unos, fueron los uniformados, y otros los terroristas. Ambos mataron. Tienen derecho entonces a juzgar. Quienes no pusieron su cuota de sangre, porque no mataron ni murieron, harían bien en callarse la boca ¿verdad?
En todo caso, no tienen derecho a «alzar su voz», decir su palabra, demandar nada. Menos, por cierto, «hablar contra la Fuerza Armada». Ella es impoluta, sagrada, intocable; aunque sus integrantes hayan cometido atrocidades. Después de todo, fueron «enviados por la patria».
No debiera sorprender este conjunto de reflexiones porque ellas se inscriben en la lógica del gobierno. Poco antes el ministro de Defensa, el diplomático Allan Wagner habló de la necesidad apremiante de reconocer «el heroico y sacrificado esfuerzo que las Fuerzas Armadas realizaron en defensa de la sociedad y de la plena vigencia de la democracia frente al terrorismo, que violó los derechos humanos y pretendió destruir el Estado».
Las matanzas de poblaciones enteras no fueron crímenes, entonces, sino acciones heroicas, actos patrióticos que permitieron salvar la democracia. Y quienes violaron los derechos humanos, en realidad fueron los terroristas, que querían «destruir el Estado». Más transparente el raciocinio, no podría ser.
En buen castellano, a eso se llama afirmar la impunidad, y marchar a contracorriente de la historia. Apañar el delito y encubrir las acciones más brutales colocando encima de ellas un rótulo ciertamente mosqueado: la patria.
Para eso sirven Alan García y su gobierno.