El Penal de Punta Carretas está impávido, lleno de signos, lleno de fantasmas que atraviesan sus muros sin necesidad de túneles. Allá por 1971 era asiduo visitante de esa cárcel cercana al mar. Desde junio de ese año estabas detenido por tupamaro. Por esos días yo era un niño y la visita los sábados era […]
El Penal de Punta Carretas está impávido, lleno de signos, lleno de fantasmas que atraviesan sus muros sin necesidad de túneles. Allá por 1971 era asiduo visitante de esa cárcel cercana al mar. Desde junio de ese año estabas detenido por tupamaro. Por esos días yo era un niño y la visita los sábados era todo un rito: levantarme a las cinco de la mañana, tomar un ómnibus, llegar mucho antes de la hora, parar en el boliche ubicado frente a la entrada, pedir un capuchino con bizcochos -una de las razones por las cuales no faltaba-, pasar por la revisada sin que me revisaran por ser gurí, llegar hasta el lugar donde estaban los detenidos, charlar, salir, pasar nuevamente por la revisada, llegar a la calle, caminar hacia la costa y sentir aquella sensación inexplicable que me producía el mar.
En julio se fugan 38 tupamaras de la cárcel de mujeres. En agosto prohíben las visitas a Punta Carretas. La única oportunidad de que los presos se comunicaran con sus familiares era la carta. En una de ellas, decías: «Estoy bien, con muchas ganas de verlos, pero por ahora parece que no será posible. No se preocupen por mí, la cosa está tranquila; me paso leyendo, también me están enseñando a trabajar en cuero y por otro lado tengo que cocinar. Espero que estén bien; cuídense mucho (ojo con las llegadas tarde) porque según pude escuchar la cosa está poniéndose brava. No duerman en la pieza de adelante. Tráiganme los libros de poesía que andan por ahí, cuando tengan tiempo. Escríbanme. La carta tiene que abarcar una carilla con letra de imprenta (para la censura, porque las leen antes de entregarlas); la dejan en la entrada. El ánimo es alto. !Adelante!».
Con la reanudación de las visitas, un mes después, vuelve la rutina de cada sábado, pero ya nadie se salva de la revisada. Los gurises chicos pasábamos por el mismo lado que las mujeres. A mí nunca me revisaban. ¿Para qué revisar a los niños?, decían las agentes. Sin embargo a las mujeres las hacían desnudar. Aprovechando la ventaja sacaba información en pequeños papelitos que luego eran recogidos por alguien en un boliche. No tenía miedo. «Otros niños deben hacer lo mismo», pensaba. Y además ya tenía la coartada: «Si me agarran, la consigna es no sé nada me lo pusieron, pero no recuerdo quién». Obviamente que si obtenían esos papelitos era muy posible que llegaran a vos, pero nunca pasó nada.
El sábado 7 de septiembre te llevamos un par de botas que nos habías pedido la semana anterior. Aquel día de visita era demasiado festivo. Algo anunciaba.
A las 4 y 10 de la mañana del lunes 9 alguien llama a la Jefatura de Policía.
– Soy el propietario de una de las casas que están frente al Penal de Punta Carretas, por Ellauri. Se acaban de fugar como cien presos.
– No puede ser. Espere un momento que llamamos a la cárcel… Dicen en la cárcel que todo está normal.
– Pero señor hicieron un túnel que desemboca en mi casa. No le estoy mintiendo.
– Disculpe pero no moleste señor.
Minutos después el Director del Penal pasó con una linterna por las celdas.
– ¡No hay nadie!.
– ¡Acá tampoco!.
La bronca le salta. Los presos que se quedaron observan por las mirillas de sus celdas y se ríen. Los operativos policiales no se hacen esperara. En casa, me despierto apuntado por un fusil. El militar al ver que estoy tapado hasta la cabeza me quita la frazada. Cuando ve a un niño queda un poco nervioso y baja el arma. Me asusto bastante, pero no mucho, lo suficiente. Estaba bastante acostumbrado a que las fuerzas conjuntas allanaran la casa y se llevaran preso alguno de ustedes.
– Buscamos a Enrique Joaquín.
– Está preso en Punta Carretas, contesta la «vieja».
– Se acaba de fugar.
– No sabíamos, ¿cómo fue?, preguntó Joaquín.
– Se escaparon 30 presos.
Hubo cierto regocijo. Más allá de que Enrique escapara o no entre los 30.
– ¿Usted como se llama?
– Joaquín Enrique
– ¿Me está tomando el pelo?
– Yo soy el que le sigue a Enrique… nos llamamos así.
– Me va a tener que acompañar.
– Espere, y cómo sé que ustedes no son del escuadrón de la muerte, retrucó Omar.
– No se preocupe, pero si usted quiere venir junto…
– No, dejá. Cuando se den cuenta que no soy Enrique me largan.
– Si no es, no va a tener problemas.
Y se llevaron a Joaquín. Montevideo estaba sitiada por el ejército que desde aquel día tomaba el exclusivo combate a los tupamaros. Horas después llegó la noticia: «los presos evadidos son 106, quienes atravesaron la calle por un túnel construido durante un par de meses». No te habías fugado. Te cambiaste de celda el día antes y dejaste tu lugar en la que daba hacia el túnel.
El Penal de Punta de Rieles, Chile, Cuba, Buenos Aires, Bolivia… y en una esquina de la América la vida te jugó una mala pasada. De los fugados, una gran parte volvería tiempo después a la cárcel y estarían presos más de 12 años, otros serían asesinados por el ejército. Joaquín Enrique se marchó, mirando el mar del Caribe.
Hoy recuerdo aquellos tiempos, 33 años después, frente al actual «Punta Carretas Shoping Center», antes de rumbear hacia el Palacio Legislativo, donde el Pepe Mujica, como Presidente de la Asamblea General, le tomará juramento al compañero Tabaré Vázquez como nuevo Presidente de Uruguay. Montevideo es una fiesta, y ya no hay duda que la emoción me tocará la cara cuando vea esa imagen… y seguramente vuelva a recordar.
* Periodista uruguayo