Los militares han vuelto a la escena latinoamericana. Pero a diferencia del pasado, ya no aparecen como aliados de las fracciones perdedoras para participar de golpes de Estado contra los gobiernos constituidos sino, generalmente, como parte de proyectos de seguridad pública interna. Según las encuestas, los militares gozan hoy de mayores niveles de confianza que […]
Los militares han vuelto a la escena latinoamericana. Pero a diferencia del pasado, ya no aparecen como aliados de las fracciones perdedoras para participar de golpes de Estado contra los gobiernos constituidos sino, generalmente, como parte de proyectos de seguridad pública interna. Según las encuestas, los militares gozan hoy de mayores niveles de confianza que los partidos políticos. De esta forma, en un contexto de deterioro democrático regional, la «cuestión militar» vuelve al centro del debate de manera transversal a los posicionamientos ideológicos de los gobiernos.
Introducción
Para quienes aún recordamos los duros acordes de las marchas militares preanunciando un discurso oficial; para quienes observamos el desfile de tanques por las avenidas de la ciudad; para quienes vimos los uniformes cerrando el paso en las universidades; para quienes resuenan aún los dramáticos tiempos de las dictaduras militares, estos años de democracia han sido vivificantes. Para otros, la cuestión militar así planteada parece un tema del pasado. Como «ya no hay golpes de Estado» en América Latina, proponen examinar los nuevos roles de las Fuerzas Armadas en un mundo incierto y cambiante, que enfrenta nuevas amenazas, como el tráfico de drogas. No se trata, sin duda, de temas excluyentes, pero ni siquiera en las democracias más desarrolladas el control civil democrático de las Fuerzas Armadas es un asunto resuelto. Siempre será necesario ejercer límites sobre el poder militar.
Desde la tercera ola democrática iniciada en Ecuador en 1979, se extendió el consenso, tanto entre especialistas como entre ciudadanos y políticos, de que la conducción firme de los militares por parte de las autoridades civiles es un requisito sine qua non para la consolidación de la democracia. No obstante, con el paso de los años y las falencias de los gobiernos civiles, surgieron otras preocupaciones: la estabilidad política, la eficiencia en la gestión de la economía, la lucha contra la corrupción y la espinosa cuestión de la seguridad pública, que en varios países se ha convertido en la mayor preocupación de la ciudadanía.
En este texto comenzamos recordando algunos aspectos de ese asunto inacabado del control civil de los militares; luego revisamos los procesos de repolitización de las Fuerzas Armadas y, finalmente, aportamos evidencia sobre los inconvenientes de utilizar a las Fuerzas Armadas para tareas policiales. Si bien la realidad con que nos encontramos hoy es sustancialmente diferente de la del pasado dictatorial, queremos poner de relieve que el poder militar nuevamente se ha expandido y que los vínculos cívico-militares son un elemento crucial para entender la política latinoamericana.
¿La política o el cuartel?
Entre académicos y políticos, existe una amplia coincidencia sobre los requisitos necesarios para que las Fuerzas Armadas se adapten al juego democrático. La extensa bibliografía sobre el tema aporta un material de investigación sólido y fundamentado. Estudios sobre un eficiente control democrático, las prerrogativas y las impugnaciones militares, el fortalecimiento de ministerios de Defensa que regulen rigurosamente las políticas y directivas militares, los presupuestos para defensa o el tamaño adecuado de las fuerzas acompañaron amplios debates en momentos de la posdictadura para evitar la autonomía militar. Todos estos trabajos resaltaban que era central comprometer a los militares con los valores democráticos. Pero el proceso de democratizar el sector defensa tuvo avances y retrocesos. Si bien los golpes de Estado del pasado parecían desterrados, nuevas formas de poder militar emergieron en el continente. Los militares no intervinieron directamente en las numerosas crisis de los países de la región, pero en muchas ocasiones desempeñaron un papel destacado en el manejo de los conflictos. En el pasado, algunos sectores civiles que no lograban alcanzar el poder por medio de las elecciones, es decir, que no conseguían construir una base de apoyo político y social para sus proyectos suficientemente amplia, optaban por golpear las puertas de los cuarteles. Y allí había altos oficiales ansiosos de intervenir en política. Los militares no eran, en efecto, víctimas de las demandas civiles, sino actores que sumaban al monopolio del uso de la fuerza el monopolio del poder político. El retorno democrático logró que regresaran al cuartel. Pero en los últimos años, las Fuerzas Armadas incrementaron nuevamente su participación en la política. No obstante, hay que destacar que estos procesos son diferentes de la historia anterior. La politización y la «policialización» de los militares se han convertido en dos formas de aumentar su injerencia en la política, con el consiguiente deterioro de la institucionalidad del Estado de derecho, sin que sea necesaria la toma directa del poder.
La politización de los militares
En forma distinta, varios presidentes han recurrido a las Fuerzas Armadas. Ahora no son los militares quienes presionan para adueñarse de la política, sino las autoridades elegidas quienes los utilizan para sus propios proyectos. Mientras asumen nuevas funciones, los oficiales adquieren más vinculación con el poder político y una relación aventajada con la población civil. Las Fuerzas Armadas ya no son aliadas de los perdedores del juego electoral. No pactan con quienes no ganan votos. Ahora son convocadas por los triunfadores de las compulsas electorales. Ya no entran en las casas de gobierno con los tanques, sino por las puertas privilegiadas de la recepción de autoridades.
Los políticos no quieren minimizar ni neutralizar la autonomía militar, para utilizar los términos de Samuel Huntington[1]. En el poder, muchos presidentes, con la mira puesta en las siguientes elecciones o en perdurar en el sillón presidencial, cooptan a los militares como pilar de sus planes. Las formas que asume esta relación varían de país en país: en algunos casos se conforma un «partido militar», en otros procesos se instalan como ejecutores de las políticas sociales, dominan la inteligencia estatal o se aseguran concesiones económicas. Las Fuerzas Armadas disfrutan de ese retorno, que ya no las tiene como brazo represor de la oposición. Por el contrario, toman el poder de la mano del presidente, legitimado por el voto popular. Esos mismos políticos entienden tardíamente que han creado un Behemoth, la figura del monstruo de Thomas Hobbes que destruye el orden y descompone el contrato político y social.
La participación política de los militares desafía los principios democráticos. El uso de la fuerza para intereses particulares quebranta a la institución militar, mientras se desarticulan las funciones de otras autoridades de las que usurpan poder. Así se disipa la construcción democrática. Venezuela representa el peor ejemplo de la politización de los militares. Desde sus primeros años como oficial, Hugo Chávez fue destilando una carrera política. La creación del clandestino Ejército de Liberación del Pueblo de Venezuela (elpv), sus discursos a los cadetes en la Academia Militar en 1981 o los grupos de estudio de marxismo combinaban su pasión militar con sus objetivos políticos. El Caracazo de febrero de 1992 marcó la disolución del acuerdo entre el estamento militar y la democracia populista y posibilitó el ascenso de un líder que articulaba ambas esferas en un solo proyecto político. Las Fuerzas Armadas se convirtieron en el instrumento de mediación y apoyo político para la ejecución del proyecto bolivariano. Chávez empoderó a los militares y gobernó bajo la ficción de una alianza entre el líder, el pueblo y el ejército. Ante la crisis de los partidos políticos tradicionales, instauró un partido cívico-militar. Las consecuencias concretas de esa operación política derivaron en la militarización de la política.
Ya bajo la presidencia de Nicolás Maduro, esa expansión del poder militar aumentó. Para 2015, 32% del gabinete ministerial provenía de las Fuerzas Armadas; 11 gobernadores pertenecían a la rama militar. Maduro ha dado un paso más allá al extender el control militar sobre la economía, al crear una «zona económica especial» militar. Militares manejan tres de los cuatro ministerios relacionados con la alimentación y cuatro de los seis vinculados a la producción, y el presidente Maduro no habla de «dirección política» sino de «dirección político-militar» de la Revolución Bolivariana. Benigno Alarcón sintetiza este panorama diciendo: «Maduro decidió conservar el poder por la fuerza y comprar la lealtad de quienes se lo garantizan»[2]. La crisis política y social de Venezuela presagia que tanto con este gobierno como con un hipotético triunfo de la oposición, los militares serán avales de la conducción política.
En Bolivia, Evo Morales dedicó buena parte de su gestión inicial a cautivar a los militares, quienes pasaron de considerarlo un traidor a la patria a verlo como el artífice de la estabilidad política y económica. Con astucia, en poco tiempo los reconvirtió en aliados de su gobierno. Las Fuerzas Armadas participan activamente en la distribución del bono Juancito Pinto de 200 bolivianos (equivalente a 30 dólares estadounidenses) para escolares en el sector público, como así también en la distribución de los fondos de la Renta Dignidad para los mayores de 60 años. Más sorprendente fue que el Ejército horneara pan, unas 70.000 unidades al día, para responder a la escasez causada por una huelga de panaderos en La Paz y El Alto. Desde 2008, el Ministerio de Defensa desarrolla el programa «Para Vivir Bien en los Cuarteles»[3], cuya finalidad es mejorar las condiciones de los soldados que cumplen su servicio militar obligatorio. A su vez, el conglomerado industrial de las Fuerzas Armadas, que no está orientado a la fabricación de armamentos sino a bienes agrícolas, químicos o hídricos, recibió aumentos de partidas para su funcionamiento.
Hay una enorme distancia entre la politización de los militares en Venezuela y en Bolivia. Sin embargo, los mensajes de Evo Morales detallan «el apoyo de las Fuerzas Armadas como garante constitucional de la dignidad y la soberanía del pueblo boliviano»[4], y la versión oficial habla de «unas Fuerzas Armadas con la misma raíz pero fundamentalmente con la misma conciencia y memoria de su pueblo»[5]. Se promueve una relación entre líder, pueblo y militares, pero en la política -a diferencia de Venezuela- no hay funcionarios militares. No obstante, los oficiales que no comparten la política del presidente Morales han sufrido segregaciones, encierros y bajas.
Durante su presidencia, Rafael Correa intentó reproducir en Ecuador estos modelos, pero tropezó con la fuerte defensa corporativa de las Fuerzas Armadas. Correa pudo disminuir parte del complejo industrial-militar, pero debió admitir que diversas situaciones «llevaron a nuestras Fuerzas Armadas a intentar una especie de autarquía, prácticamente un Estado paralelo, con su propio sistema de justicia, su propio sistema de educación, su propio sistema de salud, su propio sistema de seguridad social, su propio sistema empresarial, y algunos excesos como haberse convertido en la mayor poseedora de tierras del país»[6]. Su sucesor, Lenín Moreno, nombró como ministro de Defensa a un ex-general, aumentó las asignaciones presupuestarias para las Fuerzas Armadas y reforzó la participación del Ministerio de Defensa en tareas de policía, inteligencia y gestión de riesgos. Moreno aceptó, de facto, compartir poder con las Fuerzas Armadas.
Pero la politización de los militares no solo vino de la mano de los gobiernos de la izquierda «rosada». La campaña electoral que llevó a la Presidencia de Brasil al ex-capitán del Ejército Jair Bolsonaro despertó una estridente euforia militar. En varias ciudades se han visto camiones militares con enormes carteles de apoyo a ese candidato. Generales retirados y otros ex-oficiales fueron postulados a varios cargos nacionales para los comicios de octubre. «En una democracia, los militares no hablan de las elecciones», sentenció sin éxito Ciro Gomes, candidato brasileño de centroizquierda[7]. Conceptualmente, los oficiales se forman bajo el precepto de ser obedientes y no deliberantes, lo que implica estar sometidos al poder civil. Su comportamiento militar los obliga a ajustarse a las órdenes emanadas de las autoridades, sin deliberar. Sin embargo, los soldados están expresando su favoritismo político. Si Bolsonaro hubiera perdido las elecciones, ¿serían estos militares obedientes al presidente surgido de las elecciones? ¿Podría un candidato del Partido de los Trabajadores (pt) mandar sobre militares que no coinciden con sus principios políticos? No se debe confundir esto con que el militar tenga preferencias políticas y con que, como cualquier otro ciudadano, tenga derecho al voto. Pero en sus funciones profesionales debe tener neutralidad política y no utilizar el poder que le otorga el monopolio del uso de la fuerza para imponer, además, una opción ideológica.
Un caso de politización diferente es el de Cuba. Las Fuerzas Armadas Revolucionarias (far) nacieron con la revolución en 1959. El concepto de defensa nacional está estrechamente relacionado con la lucha revolucionaria por la independencia y la soberanía nacional. La estrategia histórica es la «guerra de todo el pueblo». Desde fines de los años 80 las far han relegado su entrenamiento militar para ocuparse de tareas económicas, planes de producción y servicios. El actual presidente, Miguel Díaz Canel, reafirmó el poder del Ejército Rebelde y del Partido Comunista como instrumentos políticos de la revolución. Sus postulados, establecidos en plena Guerra Fría, quedan invariables.
Los oficiales se han empoderado en toda la región. Las crisis de las democracias latinoamericanas, sus falencias en el establecimiento de mecanismos institucionales de supremacía política sobre las Fuerzas Armadas y una creciente invocación a las fuerzas por parte de la dirigencia civil los han legitimado. El aspecto más claro de esas fallas se vincula a los ministerios de Defensa. Las autoridades civiles no prestaron la debida atención a la institucionalización de los ministerios. En ningún país de la región se ha instituido una carrera de funcionario público en esta área. Los ministros rotan frecuentemente y arrastran en esos cambios a sus equipos, que usualmente tampoco son expertos en el tema. En numerosos casos, los técnicos especializados en presupuesto, logística o equipamientos son exclusivamente militares. Esta situación crea un círculo vicioso en el cual la ausencia de experiencia civil cede el espacio a los oficiales, que resuelven desde una lógica castrense los asuntos políticos de la defensa y que, simultáneamente, no impulsan la profesionalización de un cuerpo civil, tal como ocurre, por ejemplo, en la diplomacia.
Una ensalada de militares y policías
Cada vez es más común que los países de América Latina utilicen a las Fuerzas Armadas en tareas policiales. Justificado por una reconfiguración de las amenazas y vinculado al fracaso estatal para proveer orden público, parece natural que los militares y policías se amalgamen. Pero cuando los militares patrullan calles o fiscalizan documentos de identidad, avanzan en una mayor intervención en el sistema político. De allí derivan tres evidencias.
a) Las Fuerzas Armadas son una institución cara. Los equipos que utilizan, las instalaciones que tienen asignadas, el tiempo de preparación e instrucción y, en varias ocasiones, las viviendas, las escuelas y los servicios para cuarteles en zonas despobladas implican una erogación considerable del presupuesto nacional, que representa para el conjunto de América Latina y Caribe 1,2% del pib . Según datos del Banco Mundial, México y Venezuela tienen la porción más baja (0,5%), mientras que Colombia es el país de la región que utiliza una mayor porción del pib (3,1%)[8]. En relación con el presupuesto nacional, para 2017, América del Sur fluctúa entre 2% en Bolivia y 15% en Colombia, mientras que en los casos de Chile, Ecuador, Perú y Uruguay está entre 7% y 9%[9].
b) Otorgar tareas en el campo de la seguridad a las Fuerzas Armadas desvirtúa su rol profesional. Asimismo, relega el perfeccionamiento de las instituciones policiales para que sean más eficientes en combatir amenazas a la seguridad pública. Además, es una decisión poco racional desde la perspectiva del gasto público y la organización general de la administración estatal, ya que superpone tareas, duplica gastos y diluye los controles de expendios. Militares y civiles han denunciado los excesos y abusos que sobrevienen por la utilización de soldados en tareas de seguridad pública. Por ejemplo, 20 soldados encarcelados en México por crímenes cometidos durante la guerra contra las drogas enviaron una carta dirigida al presidente y los legisladores mexicanos para explicar que ellos fueron entrenados en tácticas de guerra y que no son aptos para las tareas policiales. Agregaban que su despliegue está socavando la confianza en el Ejército[10]. El general retirado del Ejército mexicano Jesús Estrada Bustamante reafirmaba la misma idea diciendo: «No queremos realizar las funciones de la policía»[11].
c) Existe poca información respecto a la reacción de los militares ante la «policialización» de sus efectivos. En el caso de Argentina, donde recientemente se habilitó la participación de militares en tareas de seguridad interna, Elsa Bruzzone, secretaria del Centro de Militares para la Democracia Argentina (Cemida), indicó que «las Fuerzas Armadas están muy disconformes con estas medidas» y sostiene que la movilización militar a las fronteras significa «regresar a la Doctrina de la Seguridad Nacional». Además, agregó, «el único poder autorizado para cambiar, modificar las leyes y el papel que tienen que cumplir las Fuerzas Armadas es el Congreso de la Nación»[12]. El jefe del Estado Mayor General del Ejército Argentino, Claudio Pasqualini, ante la propuesta de intervenir en la lucha contra el terrorismo y el combate contra la droga decretados por el presidente Mauricio Macri, alegó que podrían hacerlo si se modificaran algunas normativas «en el futuro«[13]. Una publicación de Gendarmería Nacional Argentina, por su parte, sostenía que sus unidades «siempre fueron la primera línea de protección en zonas limítrofes (…) son elementos altamente capacitados para la lucha contra el narcotráfico, por lo que es erróneo enviar efectivos militares a la frontera para una misión para la cual no fueron capacitadas ni tienen vocación«. Agregando luego: «en el caso de los militares argentinos, las tareas policiales no les gustan, tampoco están preparados, desconocen todas las modalidades delictivas«[14]. Es decir, el descontento no solo reside en las Fuerzas Armadas. Por cierto, en el mundo, solo seis países tienen fuerzas policiales militarizadas: Argentina, Chile, España, Estados Unidos, Francia e Italia, lo que refuerza la posición de los gendarmes argentinos.
Por el contrario, el general César Augusto Astudillo Salcedo, comandante general del Ejército del Perú, sostiene que los militares están totalmente preparados para ocuparse de misiones policiales: «En nuestro caso, aportamos personal debidamente entrenado y equipado o material, aeronaves y vehículos en perfecto estado de mantenimiento de tal manera que el Comando Conjunto consolida esos recursos y dirige las operaciones en apoyo a la policía contra el narcotráfico, tala ilegal, deforestación, trata de personas, etc.»[15]. Manifestaciones similares se desprenden de los comentarios del general Walter Souza Braga Netto, jefe del Comando Militar del Este del Ejército e interventor federal en la seguridad de Río de Janeiro: «La meta principal es reorganizar las fuerzas de seguridad pública de Río de Janeiro y dotarlas de los recursos humanos y materiales que necesitan para garantizar la seguridad, y eso lo estamos consiguiendo»[16].
Habitualmente, el uso de los militares para funciones policiales se decide como una excepción y por un tiempo limitado, pero luego no abandonan esas tareas. Además, las nuevas funciones internas les otorgan poder de negociación ante una sociedad que es ambivalente, pues rechaza la represión militar pero demanda mayor protección, tanto de fuerzas policiales especiales, que suelen ser más rigurosas, como de los militares. Tácitamente, la ciudadanía acepta excepciones legales y ello concurre en paralelo con mayores grados de impunidad. En consecuencia, se socava el Estado de derecho y se debilita la subordinación dentro de las fuerzas. La segmentación del personal militar entre los involucrados en el trabajo policial y los que están en los cuarteles distorsiona la cadena de mando militar, mientras se desdibujan los preceptos que han sido básicos en el entrenamiento.
Según la «Pesquisa sobre el involucramiento de las Fuerzas Armadas del continente americano en actividades de seguridad pública» de la Junta Interamericana de Defensa, 33 países involucran a sus Fuerzas Armadas en tareas policiales. En este estudio de 2012, solo Argentina y Cuba no lo hacían. Argentina, de acuerdo con las medidas dispuestas por el presidente Macri, ha enviado a sus Fuerzas Armadas a combatir el tráfico de drogas en la frontera Norte. Cuba tiene un servicio de seguridad interna dependiente del Ministerio de Interior. Al frente del ministerio siempre ha estado un militar; actualmente es el vicealmirante Julio César Gandarilla Bermejo. Si bien la misión central de la seguridad del Estado es de policía política, es también la jurisdicción que se ocupa de la inteligencia sobre el tráfico de drogas. En suma, toda América Latina y el Caribe ha militarizado la seguridad pública.
De este modo, las Fuerzas Armadas se convierten en traficantes de la seguridad y promueven una dinámica nefasta de amenazas, vulnerabilidad y respuesta militar que, como se ha comprobado hasta el momento, es altamente inoperante para resolver la inseguridad pública. Al mismo tiempo, se demanda a los militares que no actúen como militares frente a la población civil en sus tareas de seguridad, transgrediendo tanto las normas institucionales como las constitucionales. Se supone que el mayor desafío de los gobiernos latinoamericanos es cómo prevenir el crimen, no cómo combatirlo por medio del uso de la fuerza militar. La inseguridad no se resuelve con los militares en la calle ni en el gobierno. Las sociedades latinoamericanas se han visto expuestas a niveles sin precedentes de corrupción y a un catastrófico aumento de la violencia. Combatir estos hechos requiere más democracia y no más coerción.
Comentarios finales
Las democracias posdictadura han funcionado sin establecer el control civil esperado según los preceptos teóricos referidos a la subordinación militar. Han funcionado manteniendo altos grados de autonomía y, en muchas ocasiones, prerrogativas incompatibles con el Estado de derecho. No obstante, han sido la ineptitud, el desdén y la ignorancia de los gobiernos lo que ha conducido a militarizar la seguridad pública. El informe de Latinobarómetro de 2017 ubica a las Fuerzas Armadas como la segunda institución que obtiene el mayor nivel de confianza (46%) y a las policías en un tercer lugar, con 35%. Los partidos políticos y los legisladores son quienes generan menos confianza. Ello indica fallas de las autoridades políticas que pueden conducir a un futuro funesto. Son las autoridades democráticamente elegidas las que inducen a los militares a realizar tareas no admitidas por la legalidad vigente.
Así, la antigua cuestión platónica «¿quién custodia a los custodios?» vuelve a plantear el dilema de la subordinación de las Fuerzas Armadas a la ley y a la autoridad políticamente constituida. Aunque realmente son los custodiados quienes deberían custodiar a los custodios, o sea, ejercer accountability, rendición de cuentas, sobre gobernantes y uniformados.
Notas: