Las noticias son como las personas: Dios las cría y ellas se juntan. Bush reconoció la existencia de cárceles secretas y Natascha Kampusch escapó de la suya; murió la Fallaci y Ratzinger rezó por ella, mientras en el mundo se desencadenaba otro capítulo del reality «Choque de civilizaciones» causado por el fragmento ofensivo del discurso […]
Las noticias son como las personas: Dios las cría y ellas se juntan. Bush reconoció la existencia de cárceles secretas y Natascha Kampusch escapó de la suya; murió la Fallaci y Ratzinger rezó por ella, mientras en el mundo se desencadenaba otro capítulo del reality «Choque de civilizaciones» causado por el fragmento ofensivo del discurso de Benedicto XVI a propósito de Mahoma y la yihad. Ayer, en el Ángelus, Benedicto dijo que lamentaba vivamente la reacción que había provocado un «breve pasaje» de su intervención en la Universidad de Ratisburgo; dijo también -nos valga Dios- que la cita de Manuel II Paleólogo escrita en el S. XIV en el sitio de Ankara no reflejaba sus ideas. Sin embargo, las tardías excusas papales quedaban ensordecidas por la noticia del asesinato de una monja en Somalia, el ataque a varias iglesias en Nablus y Gaza, las amenazas de atentados en Roma y el aumento de las medidas de seguridad en el Estado Vaticano. Dice Tariq Ali, con razón, que la de Benedicto XVI ha sido una provocación y no una simple metedura de pata. De Ratzinger siempre se nos recuerda su fina cultura, su pasión por la lectura y por el estudio, lo que no encaja con la elección de una cita provocatoria («Enséñame lo que Mahoma ha traído de nuevo y encontrarás sólo cosas malas e inhumanas, como su disposición de difundir por medio de la espada la fe que predicaba») que, para más inri, está metida con calzador en el enésimo sermón sobre fe y razón a la hora de tratar de lo divino. Esa cita de un texto medieval, que el propio Benedicto califica como palabras»duras», esa crítica de bar del concepto de yihad en cuanto «guerra santa» no es propia de un teólogo, no. A menudo, sobre todo fuera de Italia, se nos olvida que en la figura del Papa prevalece la condición política sobre la religiosa. En la Universidad de Ratisburgo no hablaba un hombre de religión, sino más bien un estadista.
Cuando calificó en un telegrama, luego corregido por la Secretaría de Estado vaticana, los atentados de Londres como actos «inhumanos y anticristianos»; cuando recibió en visita privada a Oriana Fallaci, la Casandra de Eurabia, en agosto de 2005; cuando escribe un libro con Marcello Pera, ariete del neoconservadurismo europeo; cuando invitaba a la participación de los católicos en la vida política; cuando recibe el pasado marzo una delegación del Partido Popular Europeo (en plena campaña electoral italiana con escándalo de sacerdotes que se rebelaron por la intención de Berlusconi de legitimar con membrete gráfico papal su opción política); cuando calla en la apertura del frente de guerra libanés este verano; cuando rebus sic stantibus dice lo que dice y actúa como actúa, queda claro que estamos ante un rhetor que siembra cizaña escudándose en la auctoritas de su armiñado gorrito, su cano pelo y su albicante palio tejido con la lana de un cándido rebaño.
La cuestión, entonces, es adónde quería ir a parar el culto Benedicto, y la crónica de violencia y tensión diplomática de estos días -de poco valen las excusas- nos lo aclara: al mismo lugar en donde coincidía con su apreciada Oriana Fallaci, es decir, al conflicto de civilizaciones, a la guerra santa que estaba denunciando. Un conflicto necesario no tanto para mantener la identidad sino el poder, el dinero y la supremacía en un mundo en que los musulmanes cada vez son más, y, por tanto, más poderosos, y los cristianos menos y más timoratos. Hace poco en la revista jesuítica La civiltà cattolica se daba noticia de un estudio de Bassam Tibi, profesor de relaciones internacionales en la Cornell University, en el que se afirma que el número de emigrantes musulmanes en Europa ha pasado de 800.000 en 1950 a 20 millones hoy día y serán 40 millones en 2015, mientras que la proporción de no musulmanes seguirá descendiendo.
La rabia y el orgullo de Oriana Fallaci, la tozudez del pastor alemán, guardián de la Razón, que en las escrituras hurga y la historia expurga en busca de la identidad perdida, son hijas de Hybris, que no de Amor. Ante esta situación, se me ocurren dos posibles actitudes. Una: recurrir al siempre socorrido «Que Dios nos coja confesados». Dos: en respuesta a la invitación de Ratzinger a que los católicos tomen parte activa en la vida política, y acogiéndonos al principio de reciprocidad, tan manido por Marcello Pera o Monseñor Fisichella en referencia a la relación con los estados musulmanes, pelear y pelear hasta conseguir que los laicos puedan también participar en la vida católica, a la que buena falta le hace una democratización. Si el «fallo» del infalible Papa ha tenido un trágico efecto político, política ha de ser su asunción de responsabilidad.