«Podrán cortar todas las flores pero no detendrán la primavera» Se cumplen ya 26 años del triunfo de la Revolución Sandinista en Nicaragua. Mucha agua ha corrido bajo el puente desde entonces, y el momento actual es oportuno para hacer un balance de todo lo transcurrido. La historia de esta revolución puede ser un símbolo […]
Se cumplen ya 26 años del triunfo de la Revolución Sandinista en Nicaragua. Mucha agua ha corrido bajo el puente desde entonces, y el momento actual es oportuno para hacer un balance de todo lo transcurrido.
La historia de esta revolución puede ser un símbolo de la historia del siglo XX, de sus luchas, de sus sueños. ¿Qué quedó de todo ello? Podríamos responder, como hace el ex vicepresidente sandinista Sergio Ramírez -por cierto uno de los más conspicuos intelectuales nicaragüenses-, no sin cierta cuota de desencanto: «Lejos de los ideales de origen, y sin ninguna de las ilusiones de transformación de la realidad del país cumplidas, pareciera no haber ninguna herencia de aquellos años dramáticos que conmovieron al mundo».
En un sentido, lamentablemente tiene toda la razón. Poco ha quedado de los logros de esa heroica gesta revolucionaria. Poco, muy poco. Y ahí es donde vale el ejemplo de Nicaragua como laboratorio mundial: de todos aquellos ideales que marcaron las grandes luchas populares del siglo XX, de los movimientos guerrilleros latinoamericanos que pretendían un nuevo amanecer, hoy día queda poco, casi nada.
¡Pero esos ideales no han desaparecido! Las causas que generaron esas líneas de pensamiento siguen presentes, por lo que la reacción ante las injusticias continúa siendo absolutamente válida, aunque los caminos se muestren tortuosos, aunque podamos sentirnos aturdidos respecto hacia dónde caminar.
Hoy, a 26 años del sueño transformado en realidad en uno de los más pobres y reprimidos países del continente americano, el discurso dominante nos fuerza a la autorepresión y nos hace ver esos ideales -y a la misma Revolución Sandinista- como un incómodo recuerdo. Es preciso reconocer que la derrota ha sido grande, que el golpe sufrido no es poca cosa. Haber perdido 50,000 vidas humanas y 17,000 millones de dólares de la riqueza nacional como «castigo» por osar independizarse del imperio y construir una alternativa con nombre y apellido propios ha sido un castigo ejemplar. Luego de eso parece muy desatinado -al menos en principio- intentar volver a recorrer esas sendas. Para la lógica obligada que debería desprenderse de esa lección aprendida es que mejor olvidar estos sueños juveniles y, tal como lo hizo hasta el cansancio el reaccionario y antinsanidnista Cardenal Obando y Bravo, llamar a la reconciliación dejando a un lado las utopías.
Es cierto que la experiencia sandinista dejó un sabor amargo, que puede incluso llegar a verse frustración luego de todo el proceso. Es cierto que en esos diez años de gobierno hubo corrupción, autoritarismo, excesivo centralismo. Que estas cosas se dieran en la Nicaragua de la dinastía Somoza (la gran finca de los peores dictadores de la historia del país) no asombra; pero duele, sin dudas, que se haya dado en el paraíso que se intentó construir sobre los escombros de esa dictadura. Duele que 26 años después de la entrada triunfal de los revolucionarios en Managua, muchos de aquellos jóvenes soñadores armados de fusiles y ansias de justicia sean hoy los nuevos ricos del país, que hayan hecho de la política una prostituida profesión más, que puedan seguir viviendo sin una genuina autocrítica.
Pero más aún, muchísimo más aún, duele que el monstruoso imperialismo de Estados Unidos haya sido -y continúe siendo- el responsable final de esta debacle sin miras de poder ser sentado en el banquillo de los acusados. Duele la impunidad con que el poder del mundo destruyó los ideales de justicia, y cómo ahora intenta alinear a las fuerzas del cambio tras un discurso manso y aséptico, desideologizado en definitiva.
Evocar hoy, luego de más de un cuarto de siglo, el triunfo de la última revolución socialista del siglo XX no es un puro ejercicio de nostalgia. Es la recuperación de una memoria a la que se ha intentado invisibilizar, a la que se esconde, se denigra, se trata de hacer desaparecer. Pero la memoria sigue viva. Las injusticias siguen siendo el pan nuestro de cada día en las relaciones sociales; la pobreza, la discriminación, la exclusión de amplias mayorías continúan signando el destino de gran parte de la humanidad, por lo que los ideales de lucha en pos de una transformación de las condiciones de vida no han pasado de moda.
Otra cosa muy distinta es que en este momento puntual del combate las fuerzas del capital hayan ganado -de eso no quedan dudas- y enseñoreadas como se sienten, se permitan menoscabar los ideales que orientaron los cambios de los que la Revolución Sandinista fue uno de los últimos ejemplos. Sin dudas el proceso nicaragüense cayó por su dinámica interna, por una suma de desaciertos donde -se apuntaba más arriba- el autoritarismo y la corrupción jugaron un papel importantísimo. Pero no menos cierto es que esa militarización de la vida cotidiana, esa cerrazón ideológica y defensa quasi paranoica de sus principios en que cayó en el transcurso de la guerra se debió a un ataque infame, despiadado, inmoral de la principal potencia capitalista del orbe.
Una vez más: la revolución en Nicaragua fue un ejemplo para el mundo. Luego del ascenso de las luchas populares en las décadas de los 60 y los 70 del pasado siglo, con movimientos guerrilleros de izquierda prontos a poder tomar el poder en más de un país latinoamericano, con un Irán que se le escapa de control, la geoestrategia de Washington con los halcones en la Casa Blanca y Ronald Reagan a la cabeza fue de intolerancia absoluta para con el sandinismo y para con cualquier atisbo de contestación. El golpe que propinó entonces, preparatorio de los planes neoliberales que se implementarían en la década siguiente, fue mortal. Las consecuencias se siguen pagando: desintegrado el bloque soviético, acabada la revolución nicaragüense, las luchas populares han perdido el terreno ganado en ochenta años de avance durante el siglo XX. Hoy se nos presenta la lucha armada y el discurso clasista como una rémora odiosa de un pasado que hay que desechar. Las luchas populares quedaron atrás; para las grandes masas los fantasmas de hoy día son el desempleo, la delincuencia cotidiana, el narcotráfico. Hablar de sindicalización o de poder popular puede llegar a equipararse con enfermedad mental.
Pero la Revolución Sandinista no pasó en vano. Como no pasan en vano los movimientos sociales. En otros términos: la historia no pasa en vano; siempre deja huella. Aunque pretenda borrársela, ahí sigue estando. Aunque lleguemos al colmo de hablar de reconciliación (¿cómo?, ¿y la justicia?), la reparación de tanta inequidad sigue esperando. No hay dudas que se perdieron las conquistas de la campaña de alfabetización, las tierras de las cooperativas, los servicios públicos subsidiados. ¿Están mejor entonces ahora los nicaragüenses?
De lo que se trata, sin dudas, es de revisar muy críticamente los desaciertos que el laboratorio de esos dramáticos años nos invita -más bien: nos conmina- a desarrollar. Pero tanto como eso, la herencia de la Revolución Popular Sandinista nos alienta a pensar que las utopías siguen siendo posibles. Sería demencial aceptar que los planes neoliberales en boga mejoraron las condiciones de la humanidad. Seguramente no es posible proponer hoy, aturdidos como seguimos estando, los pasos que la izquierda levantaba hace unas décadas. Pero la construcción de utopías posibles sigue convocándonos.
Como decíamos: poco quedó de la década sandinista. Quedan ciudadanos nicaragüenses pobres, muchos y más empobrecidos que años atrás. Lo cual no es poco. Si eso queda, ello significa que hay mucho por hacer todavía. Recuperar la memoria no es la evocación folklórica de un hecho trivializado. Si hoy evocamos esos 26 años de una revolución que se propuso como camino es porque la razón sigue estando del lado de los que sufren y vieron apagarse el amanecer que aquel 19 de julio de 1979 prometía. Recuperar la Revolución Sandinista es recuperar la lucha por un mundo más justo.
Y como dijo el jesuita español Xabier Gorostiaga, por largos años residente en Nicaragua: «los que seguimos teniendo esperanzas no somos estúpidos». Recordemos que una de las páginas más memorables de la música occidental -el «Himno a la Alegría» nada menos- la escribió un sordo. Aturdidos como podemos seguir estando aún tras las derrotas sufridas, creo que el ejemplo beethoveniano debe sernos de utilidad.
La historia sigue, y ahí están las incontables luchas populares a lo largo de toda Latinoamérica tratando de forjar otro mañana. Ahí está el movimiento zapatista, o el despertar de los movimientos campesinos e indígenas; ahí están los piqueteros argentinos, o los sem terra en Brasil haciéndose oír. Y ahí está, retomando las banderas de Sandino, la Revolución Bolivariana en Venezuela, llamando a la unidad continental y construyendo el socialismo del siglo XXI.
Evocar la Revolución Sandinista, por tanto, es hacer nuestro el epígrafe del presente escrito: «Podrán cortar todas las flores pero no detendrán la primavera».