En estos días inevitablemente nerudianos, recuerdo que salí de Nicaragua a mediados de 1990, después que la derrota electoral diera inicio al más brutal programa de retroceso de realizaciones y desaparición de la memoria colectiva de un pueblo. La frase de Neruda que entonces se quedó girando en mi dolor dice «Hasta luego, patria mía. […]
En estos días inevitablemente nerudianos, recuerdo que salí de Nicaragua a mediados de 1990, después que la derrota electoral diera inicio al más brutal programa de retroceso de realizaciones y desaparición de la memoria colectiva de un pueblo. La frase de Neruda que entonces se quedó girando en mi dolor dice «Hasta luego, patria mía. Me voy pero te llevo conmigo», y la escribió el poeta cuando partió al exilio en 1949.
Aunque jamás me sentí exiliado de Chile, después del dramático golpe de Estado del 73, he vivido 25 años como un exiliado del sandinismo. No de Nicaragua, que es geográfica, sino de Sandino, que es idea, acción y sentimiento, y al cual le dediqué, junto a mi compañera, los mejores años de mi vida.
El 19 de julio de 1979, treinta años después del exilio de Neruda, un reducido grupo de chilenos, mezclados con miles de nicaragüenses, entrábamos a Managua para asistir a un momento con aromas de redención de nuestras luchas. La derrota del dictador Somoza sonaba a reivindicación de Salvador Allende; las miles de banderas rojo y negro traían remembranzas de ideales que creíamos hipotecados para siempre.
La sensación de que todo era posible y que los oprimidos de Nicaragua, y por su intermedio todos los del mundo, habían inaugurado una nueva etapa de la historia erizaba la piel; los himnos y las canciones revolucionarias -entre las que se incorporaba «Venceremos» y las más sentidas canciones de Violeta- y la emoción de todo un pueblo, demostraban que se podía tocar el cielo con las manos.
En esos días fundacionales, conocí a varios miembros de la Dirección Nacional del FSLN, entre ellos, a Carlos Núñez, ante quien me presentaron bajo la etiqueta de chileno. Este me preguntó :¿Tu eres de esos que le echan la culpa al Imperialismo para justificar la derrota de Allende? Yo, creo, contesté con dignidad y asumí que habíamos cometido errores, pero añadí que no había que despreciar la fuerza del imperialismo. En los años que siguieron, por desgracia, la criminal ofensiva desatada por Reagan y el sabotaje de la contra me daban poco a poco la razón, y fue el dramático origen de bromas cómplices con el Comandante Núñez.
A medida que se institucionalizaba la Revolución Popular Sandinista, maduraban las grandes virtudes de mantener el pluripartidismo, una economía mixta, la libertad de prensa y avanzaban a pasos agigantados la educación, la salud, el empleo y la participación del pueblo en la toma de decisiones.
Al derrocamiento del dictador seguían la entrega de las tierras a los campesinos, la justicia a sus torturadores y policías criminales, la nacionalización de los pocos y pobres bienes de la nación centroamericana. La excelente política internacional desarrollada por el FSLN durante la guerra, y que fue factor determinante para la ofensiva final y la toma del poder; se maduraba en una Política Exterior de Estado, cuya audacia y transparencia ganaba simpatía y adeptos en los organismos internacionales, Europa y América Latina y el Caribe. Los países ricos veían con buenos ojos el modelo de revolución y los países pobres se sentían identificados por la dignidad con que el sandinismo discutía de igual a igual con el gobierno norteamericano de la época.
A contracorriente de estos logros, el FSLN se negaba a abandonar sus estructuras y costumbres verticales, propias de la guerra, y en lugar de abrirse a una militancia que daba sus primeros pasos democráticos, se encapsulaba en una Dirección Nacional jerárquica y progresivamente autoritaria, que a nombre de una necesaria unidad cultivaba el culto a la personalidad.
La guerra contrarrevolucionaria, financiada y respaldada por Reagan, que corrompió todo el sistema interamericano y puso en evidencia la doble moral de la «democracia» norteamericana, comenzó a socavar los recursos materiales de una nación pobre y asediada. El FSLN, o por lo menos su Dirección Nacional que seguía sin renovarse, comete un error de apreciación que será decisivo a futuro. Pierden la brújula y no comprenden que la violencia que les había permitido tomar el poder no les permitiría conservarlo y se dejan arrastrar a una guerra de desgaste imposible de ganar. Con esto no quiero decir que no había que hacer frente a la ofensiva reaganeana, pero el drama reside en que la vanguardia omitió convertirse en un partido democrático, popular y participativo y así hacer entender a la nación nicaragüense que esa no era una guerra del FSLN, sino de todo el país.
Desde luego, la derecha hizo su papel de mensajera de los intereses agresores, pero se le combatió de mala manera y en ausencia de un proyecto que legitimara el poder adquirido en la lucha de liberación nacional, la necedad y obcecación del Comandante Humberto Ortega llevaron al sacrificio de una generación de jóvenes en los campos de batalla. La sangre de los caídos sirvió de plataforma para unas elecciones fraudulentas y destinadas de antemano a reinstalar en el poder a un repugnante grupo de nicaragüenses vende patrias, reciclados en demócratas y nacionalistas.
Fueron muchos los errores subsanables en esos años. Uno de ellos germinó en la Costa Atlántica nicaragüense, donde la inexperiencia en asuntos étnicos y un subyacente racismo de algunos militantes del FSLN, provenientes de la vertiente del Pacífico, detonaron una rebelión indígena de raíces doblemente legítimas. Doblemente, porque obedecían a las reivindicaciones históricas de las etnias y porque sólo una revolución de liberación nacional, como la iniciada por el sandinismo, hacía posible la autonomía regional. Es decir, el FSLN pierde de vista que la recuperación de la Nación para las mayorías, conllevaba en el caso nicaragüense, la autonomía regional para las etnias de la Costa Atlántica.
Por fortuna para el país, la capacidad de corrección de algunos de sus dirigentes nacionales y cuadros medios del FSLN y un inconmensurable respaldo internacionalista, permiten dar un golpe de timón a una guerra fraticida y convertirla en un proceso de pacificación, consulta democrática y que habría de dar a luz un Estatuto de Autonomía de la Costa Atlántica de ejemplar valor. Este caso no fue asimilado por el FSLN como una lección para enfrentar otras debilidades y se sacrificó su carácter de paradigma.
A medida que avanzó la guerra, la brecha entre las bases revolucionarias y una nueva clase «sandinista» se ahondaba y – salvo honrosas excepciones de cuadros medios – la pertenencia a las cúpulas del poder militar o político del país fue entendida como un derecho a privilegios, más que a una responsabilidad que reclamaba una conducta ejemplar.
Los últimos coletazos de la Guerra Fría y las crónicas de la «muerte anunciada» del socialismo real, contribuyeron al descalabro y una década después de haber llegado al poder, el FSLN no sabe cómo conservarlo o compartirlo de manera patriótica, sin poner en riesgo la totalidad del proyecto. Arrastrado por su vanidad personal, y una reiterada tendencia a negarse a ver la realidad, el Comandante Daniel Ortega cede ante las presiones internacionales y de la derecha nicaragüense, para convocar a elecciones adelantadas, con la esperanza de recuperar en las urnas la legitimidad democrática que durante diez años no había querido construir en su partido y el pueblo.
Los resultados son conocidos. La soberbia y la ingenuidad de la Dirección Nacional del FSLN recibieron una bofetada el 25 de febrero de 1990. La Revolución Popular Sandinista perdía. Se daba inicio al más formidable ejercicio de borrar la memoria colectiva de un pueblo, de manera deliberada y perversa.
Doña Violeta viuda de Chamorro, una buena mujer, desprovista de las mínimas aptitudes políticas, permitió desde la presidencia de la república, el desmantelamiento programado de las conquistas populares, la política de «tierra arrasada» de todo lo que oliera a sandinismo. El sometimiento inmediato y total a la administración norteamericana cerraron el cerco.
Los exiliados chilenos arrastramos por la diáspora el ejemplo de un Allende y el de muchos miembros de la resistencia que dignificaron con su sacrificio la derrota artera del golpe militar. El sandinismo de base, las fuerzas populares que derrocaron a Somoza y enfrentaron a la Contra en las montañas de Nicaragua, sólo han tenido el amargo sabor de ver a sus principales dirigentes, defender sus privilegios, negarse a una autocrítica profunda y equivocar reiteradamente la ruta de la democratización y dignificación del FSLN, requisito indispensable para retomar el poder.
La acción demoledora de la estrategia reaganeana fue decisiva para la derrota del FSLN. El fracaso había llegado mucho antes de las elecciones y la derrota de Daniel Ortega en las urnas no fue más que la confirmación del desastre anunciado. Carlos Núñez no estuvo allí para presenciarlo, había muerto, enfermo y desgastado, meses antes y no pudimos discutirlo. Tal vez fue mejor. Tal vez…