El Censo General Agropecuario 2011 constató la desaparición de más de 12.000 productores, algo que no sorprendió a quienes estamos relacionados al medio rural. Hace ya muchos años que gremiales de productores familiares, sindicatos rurales, intelectuales y sectores de izquierda advierten sobre el fenómeno de concentración y extranjerización de la tierra. Lo que sí puede […]
El Censo General Agropecuario 2011 constató la desaparición de más de 12.000 productores, algo que no sorprendió a quienes estamos relacionados al medio rural. Hace ya muchos años que gremiales de productores familiares, sindicatos rurales, intelectuales y sectores de izquierda advierten sobre el fenómeno de concentración y extranjerización de la tierra.
Lo que sí puede sorprender es la naturalidad con que algunos dirigentes del Frente Amplio (FA) optan por ese modelo de desarrollo rural. Hoy pueden sostener, sin misterios, que no tiene nada de malo la desaparición de productores familiares. El viejo análisis estructuralista justifica la eliminación de «minifundios» (que abarcan estas pequeñas fracciones ganaderas que constituyen el grueso de los productores desaparecidos), y el igualmente viejo esquema de comprensión determinista y unilineal de la historia en función del desarrollo de las fuerzas productivas materiales también los justifica.
La «alegría» porque un pequeño productor obtiene un montón de dinero al vender su tierra también sirve de argumento. La «Concertación para el crecimiento» tiene un hijo al frente del Ministerio de Ganadería, que representa esa visión.
Pero sigue sin debatirse el problema del poder, la soberanía, los modelos productivo-tecnológicos involucrados, ni tampoco «con quién y para quién se quieren hacer las transformaciones sociales».
Los últimos dos programas del FA han incluido una preocupación por la concentración y extranjerización de la tierra, con énfasis en apoyar a la producción familiar. Desde sus orígenes, el FA tenía en su plataforma la preocupación por la configuración de la estructura agraria y un posicionamiento en favor de los sectores desfavorecidos del campo. En el último programa, el FA redobló el compromiso con el Instituto Nacional de Colonización (INC) y proyectaba distribuir 250.000 hectáreas entre productores familiares, organizaciones, colectivos y asalariados. El INC está lejos de esa cifra (con suerte incorporará 60.000 hectáreas en el período) y las cifras preliminares del censo de 2011 indican que 9% de las explotaciones poseen el 60% de la tierra, mientras el 56% de las explotaciones se arregla en 5% de la superficie. Otro dato es que 43% de la tierra es propiedad de personas jurídicas, cuando esta cifra era de 1% en el censo del 2000 (indicador principal de extranjerización).
Pero no hay mayores sorpresas, era un secreto a voces. Al comienzo del primer período de gobierno del FA, la falta de información oficial servía para aguantar el chaparrón de las críticas de las gremiales relacionadas a la producción familiar. Datos del Ministerio de Educación y Cultura sobres transacciones de tierra ya alertaban sobre el fenómeno. Los paisanos sabían que sus vecinos vendían, sabían qué empresas agrícolas y forestales compraban. A las cansadas, asumieron el fenómeno y comenzaron a hilar con destreza política una defensa de la coexistencia entre agronegocio y agricultura familiar, dejando al primero avanzar y apoyando al segundo con algunos instrumentos de política diferenciada. Lo cierto es que se expresaban (y expresan) las contradicciones de la apuesta programática del FA, que asume al capital transnacional como dinamizador de la economía a través de sus inversiones y pretende que la economía asuma formas más democratizantes: es decir, que la concentración de la tierra y la producción disminuyan, que los agentes locales avancen en el dominio de las cadenas productivas. El dato es que las cadenas agroindustriales están cada vez más concentradas y extranjerizadas. Hace un par de años que, debido al avance de la compra de tierras por parte de Estados-Nación (el caso de China en países africanos como paradigmático), se comenzó a discutir una ley que regule la tierra en manos extranjeras, aún sin mayores concreciones. El Impuesto a la Concentración de Inmuebles Rurales (ICIR) ha sido el único síntoma político de cuestionamiento de avasallamiento del agronegocio, herramienta recaudatoria que no afectará el fenómeno de concentración sino que permitirá mejorar los servicios del Estado para las necesidades del negocio agropecuario (carreteras, caminos y servicios básicos para la población).
En síntesis, la apuesta a la inserción de los productores familiares en las cadenas agroindustriales de alta competitividad, discurso repetido hasta el cansancio, es un fracaso para los intereses de este grupo. La teorización de este problema y los datos empíricos son amplios. Los instrumentos utilizados por el gobierno para el desarrollo de la agricultura familiar (Proyecto Uruguay Rural, Proyecto Producción Responsable, Programa Ganadero, Dirección General de Desarrollo Rural, Mesas de desarrollo rural y el INC) han sido insuficientes para cambiar la estructura agraria, y ni siquiera han aumentado las condiciones de resistencia de este grupo social en términos relativos. Estos instrumentos se «confirman» como medidas de contención social que permiten, en casos concretos, tener mayores elementos para sobrevivir a la dinámica de competencia, eventualmente entrar en el listado selecto de «ganadores» y crecer. No parece existir tras ellos una intención transformadora, sino paliativa, como alivio de eventuales tensiones políticas del gobierno con las gremiales de productores familiares (actor aliado), retención de población en el medio rural para evitar mayor aglomeración urbana con sus costos de acceso a servicios y problemas de convivencia social (principal flanco débil frente a la oposición política) y reserva de mano de obra para el agronegocio (la escasez de mano de obra es una reivindicación permanente de los empresarios rurales e históricamente la producción familiar ha sido clave en su suministro).
Hay un foco problemático en la política agropecuaria: un énfasis en la mirada sobre la producción familiar, aislada del contexto y de la dialéctica del conflicto de intereses. El «foco en el pobre» ha desembocado en una política caritativa, que soslaya la «gran estancia» y las empresas trasnacionales, claves en el control del territorio y la economía rural.
A excepción de la forestación, no hay captación de capacidades nuevas con las inversiones extranjeras, son hombres y mujeres orientales quienes dirigen y ponen en juego su trabajo para conducir los procesos productivos que dinamiza el capital de las trasnacionales. Esta dimensión, aunque parezca menor, pone el acento en comprender que el dilema es quién arriesga y no quién puede. Del mismo modo, la producción familiar no mantiene niveles de productividad inferiores a las grandes empresas en los sistemas de producción animal que ocupan el grueso del territorio nacional. No hay justificaciones de escala o de capacidades que impidan que el control de esta producción esté en sus manos.
El debate que se instala, a nuestro juicio equivocado, es propio de una correlación de fuerzas desfavorable para los sectores populares rurales. Es una flaqueza estructural en Uruguay, por el escaso peso de la poblacional rural y los pocos síntomas de vitalidad organizativa para llevar adelante reivindicaciones ante las políticas de turno y los grandes propietarios de tierras en Uruguay (ganaderos representados por la Asociación Rural y la Federación Rural, y hoy el agronegocio).
El debate fue y es equivocado, porque la idea de que «hay que apoyar a los que están» -defendida por el propio Mujica -ha demostrado ser inocua para frenar la concentración, la extranjerización y el éxodo rural de estos años (también por los datos del censo de INE).
No hay coexistencia, sino absorción de la producción familiar y su territorio para las necesidades del agronegocio. El foco es equivocado porque no debemos señalar sólo a los afectados, sino a los que se apropian del territorio y configuran el mayor riesgo para toda la sociedad.
Frente al debate que instala el (neo)desarrollismo, modelo por el que optan las fuerzas que dan gobernabilidad al Ejecutivo, es pertinente discutir algunos puntos:
1- El modelo de desarrollo rural por el que se opta configura el cerno del modelo económico nacional en un país agroexportador como Uruguay, donde el agronegocio explica alrededor del 25% del PBI y 70% de las exportaciones. Esa opción genera una economía caracterizada por la concentración, el dominio de una porción muy relevante del territorio por parte de empresas transnacionales, el dominio del sector industrial y comercio exterior por estas empresas, desembocando en una economía altamente dependiente y con claros síntomas de desigualdad social.
El problema de este modelo en contraste con el objetivo de edificar una sociedad basada en la equidad y la justicia es que concentra el poder sobre un recurso estratégico como la tierra, concentra las ganancias y subordina a su dinámica al conjunto de la economía y sociedad rural, poniendo en jaque la idea de que «producimos y después vemos cómo redistribuir». Este modelo nos aleja de la noción de soberanía como derecho de decisión sobre nuestro territorio.
2- La base tecnológica del agronegocio no sólo es intrínsecamente dependiente de insumos externos, basados en la relación actual de precios de la energía, sino que provoca alteraciones sobre el ambiente (agua y suelo), los centros poblados cercanos y afectaciones sobre la salud de trabajadores y consumidores.
3- La configuración de la ocupación del territorio y la reorientación del trabajo humano que implica la profundización de esta modalidad de explotación rural (que libera mano de obra y disminuye la necesidad de población en el campo), ubica mayor población en las ciudades sin claridad de una ocupación superior para el interés general. Existe una liberación de «trabajo penoso» (configurado como tal por la propia estructura agraria existente y no por ser rural) que se traduce en trabajo precario en las ciudades. Una estructura agraria donde domina la estancia, el aislamiento, la escasez de servicios y el trabajo precario altamente subordinado frente al patrón, provoca conclusiones veloces de que la gente al ir a la ciudad transita un ascenso. No obstante, en términos estructurales, no se observa esto. La sociedad es una y la sustitución del trabajo y condiciones de vida penosas en el medio rural no han sido por mejores condiciones en la ciudad, reflejo de esta realidad son los asentamientos irregulares, la alta proporción del trabajo y emprendimientos cuentapropistas informales, el crecimiento de la ocupación en empresas de seguridad, así como en servicios del estado relacionados a la misma función.
Temas de esta relevancia nacional invitan a la reflexión y al análisis pormenorizado, más cuando las corrientes de pensamiento identificadas con la izquierda se han caracterizado por promover la crítica del statu quo predominante, y no por celebrarlo alegremente. Esperemos no perder tan sana costumbre, en éste y en otros temas, en aras de la tan mentada gobernabilidad.
Ramón Gutiérrez es integrante del Colectivo Minga, la Asociación Barrial de Consumo y la Revista de agronomía social Suma Sarnagaña
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