Este domingo 16 de febrero se cumplió un año de la muerte de Felipe Cabral, un artista callejero más conocido como PLEF. Estaba retocando un grafiti en el muro de una vivienda sin habitar. Fue hallado con un balazo en la cabeza, junto a una bicicleta y una mochila.
Adentro sólo pinceles y aerosoles. Los testigos hicieron mutis por el foro, en un barrio residencial Punta Gorda en la costa montevideana. El lunes 17 se realizó una manifestación y presentación de una carta en la Fiscalía para que se haga justicia y el caso no quede en el olvido.
Sus consignas se expresaban en contra del imperialismo, por la libre determinación del pueblo venezolano, contra el capitalismo. “Por culpa del capital el mundo está como está”, “Por culpa de los bancos existen los pobres” eran algunas de las frases que plasmaba PLEF.
Al día siguiente de su asesinato, el mural que había retocado apareció blanqueado, en un acto con una carga simbólica importante. Borrar la obra sabiéndose impune.
«Las investigaciones permitieron establecer con claridad que el disparo letal provino de la finca lindera, donde residía un hombre de 77 años. El dueño de casa poseía varias armas -algunas registradas y otras no- Entre las primeras figuraba un revolver calibre 22 que no fue hallada por la policía, y cuyo propietario dijo haber extraviado”, relata Montevideo Portal.
Hasta el momento no hay detenidos por el asesinato. El principal sospechoso murió en mayo del año pasado. Pero esta historia no termina acá. El asesinato de PLEF da cuenta de un acontecimiento que lamentablemente venimos naturalizando en América latina y el Caribe: el asesinato de líderes sociales y activistas. Algunas veces por parte del Estado, otras por grupos paramilitares, por el narco y en este caso también por ciudadanos de a pie.
Un denominador común transversaliza a estos crímenes, que es el odio. El odio al otro, al pobre, al que protesta, al que se mueve por ideales, al que se mete con los intereses de gente poderosa. La lista es inmensa: en Colombia los contamos a diario, en México día por medio y los casos más resonantes han sido los de Berta Cáceres, Marielle Franco, los 43 normalistas de Ayotzinapa y Santiago Maldonado.
En Uruguay la escalada de violencia y polarización viene en espiral ascendente. El plebiscito «Vivir sin miedo» propulsado por el hoy nombrado ministro del Interior Jorge Larrañaga, que entre otras cosas proponía militarizar las calles, establecer allanamientos nocturnos sin orden judicial; no prosperó pero obtuvo el 46,8% de los votos.
Un número alarmante que se conjuga con el 10% de votos que obtuvo el partido de ultraderecha Cabildo Abierto y que hace còctel con la Ley de Urgente Consideración que propone el gobierno entrante.
Como buen gobierno neoliberal, la norma vacía las empresas públicas de sectores estratégicos para el desarrollo del país, mercantiliza la educación, deprecia los salarios y para contrarrestar todo esto, criminaliza la protesta y el derecho a huelga, sumado a la presunción de inocencia de la policía.
Como corolario, este domingo asumieron los nuevos legisladores que van a cumplir su tarea por los cinco años siguientes y la bancada de Cabildo Abierto en un gesto cuasi de barra brava, llevaron una pancarta que rezaba: «Se acabó el recreo.»
Estos discursos promovidos desde sectores de poder que plantean a los pobres como enemigos y casi como sinónimo de delincuentes no hacen más que abonar a esta fragmentación y grieta de la que tanto dicen que quieren cerrar. No es de extrañar que vuelvan los «excesos» a las marchas y manifestaciones y se «escape» algún balazo.
Hay que tener en claro, que las armas no las carga el diablo sino los mercaderes del odio que le tienen miedo a los que no tenemos miedo por transformar este mundo inmundo.
Nicolás Centurión. Licenciado en Psicología, Universidad de la República, Uruguay. Analista asociado al Centro Latinoamericano de Análisis Estratégico (CLAE, estrategia.la)