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¿Todavía sirve el estatismo monopólico de las empresas públicas?

Uruguay: Sobre burocracia y burócratas

Fuentes: Rebelión

Si existe un tema al que le hemos dedicado horas, largas y aburridas parrafadas en innumerables notas, es el de la corrupción que, insistimos, es un fenómeno inherente al régimen capitalista de producción, acentuándose cuando se pone en marcha el modelo «neoliberal», pues se reafirman los peores y menos solidarios paradigmas.

Ante las afirmaciones de muchos analistas que tratan de justificar la absoluta confusión que algunos tienen en Uruguay, sobre lo público y lo privado, parece básico realizar algunas puntualizaciones supuestamente esenciales en el marco de una discusión, que no tiene otro objetivo que aclarar ideas en un intercambio dialéctico que ayude a crecer especialmente por estos días cuando el gobierno, al parecer, comienza a discutir una reforma del Estado.

Nadie desconoce que en los últimos años, desde la aparición del descomunal impulso neoliberal globalizador del capitalismo, tendiente a acumular en los centros y empobrecer a la periferia, en países como Uruguay asistimos a un permanente trasvase de personas que no tienen claramente delimitado lo que significa el interés público y el privado.

Y esto resurgió con singular fuerza cuando, por decisión del nuevo gobierno, se puso punto final a infinidad de contratos de obra y servicios cuya realización, sin duda, es uno de los ejemplos más acabados del descontrol de las administraciones anteriores y, por supuesto, otra muestra del tan mentado clientelismo. Se creyó – como todavía ocurre – que lo público es una cantera infinita de recursos para que actores privados sigan fagocitando a un Estado que ya no puede ser benefactor.

Hablamos, por ejemplo, de algunos profesionales de empresas públicas que, luego, pasaron a ser subsecretarios de ministerios claves, en donde planifican políticas «estratégicas», siempre coincidentes a los intereses de empresas transnacionales y, cuando terminan su acción en el Estado orientándolo a esas políticas, automáticamente pasan a cumplir funciones en las empresas, abandonando el cargo público.

Invariablemente cuando esos personajes se quitan la máscara de impulsores de las políticas en el Estado sostienen que el tema es el dinero. Se dice qué no se los pudo retener porque esos «genios» son tan valiosos que solo pueden ser «comprados» por quienes pagan más. Por supuesto que esta frase la podríamos continuar con nombres y apellidos, mostrando los niveles de hipocresía a que algunos han llegado.

También se ha visto a personas que han ocupado relevantes cargos en empresas privadas que, después y por razones del mismo negocio, han pasado a ocupar puestos en el Estado, con el fin de seguir gestionando los mismos intereses, ahora en la esfera pública. ¿Quieren ejemplos de esta afirmación?

«Ya no se trata de personas que acceden sin previa fortuna para intentar abrirse un camino o labrarse un porvenir desde el cargo público, sino que ya tienen un patrimonio personal antes de acceder al cargo público y cuando acceden a él no hacen otra cosa que favorecer» actuando como agentes del anterior «patrón» privado, generalmente transnacional. Para esta afirmación que, no es nuestra, ¿es necesario que también pongamos ejemplos irrefutables?

El meollo del asunto está en esa confusión que algunos mantienen entre lo público y lo privado. Antes los empresarios y los grandes productores (la historia lo cuenta con claridad), se adueñaban de la acción política a través de los partidos históricos, introduciendo todas sus triquinuelas clasistas (malas artes) para la consecución de sus fines. Repasemos en un breve análisis histórico quienes ocupaban, antes de la influencia impuesta por el Consenso de Washington, los puestos claves en los gobiernos y veremos como se repiten los mismos apellidos. (¿Es necesario ejemplificar esta afirmación en base a algún análisis realizado por Vivian Trías?)

Luego del pujo neoliberal, la estructura del poder cambio en los países de la periferia y los personeros del capitalismo nacional fueron sustituidos en los puestos por burócratas, los tristes «genios» del capitalismo rampante que hicieron de sus funciones un misterio, que se dicen imprescindibles y siempre multiplican, obviamente, entre los no «avispados», la confusión entre lo público y lo privado.

¿Cómo puede llamarse sino corrupción institucional el proceso que se ha dado en todos estos países latinoamericanos, donde los «burócratas» colonizados por la ideología favorable al capital financiero, se auto titulan «genios» y lo único que hacen, además de medrar en sus cargos, es cumplir tareas prefijadas? Tareas que, obviamente, nada tienen que ver con el interés nacional. Una corrupción institucional que compromete la honestidad del cargo público y que trae aparejado el descrédito de las llamadas democracias occidentales que se extiende, al transformarse la política, en una actividad también de mercado.

Sin embargo no todo tiene precio, ese es uno de los elementos que debemos reconocernos a los humanos. Hay valores distintos, ciertos, que movilizan a muchos que por acción u omisión integramos a esa legión que para los burócratas es de amorfa sustancia, que deambula por las calles y que crea la riqueza de las que ellos se nutren cuando deben fijarse, como «genios» que son los estipendios que finalmente debemos pagar entre todos.

Burócratas que viven en un eterno viaje de ida y vuelta, los que paulatinamente se acostumbran a esa dinámica transformando cualquier cosa en un tráfico de influencias. «Hoy por ti, mañana por otro, pasado por mi», es su máxima preferida. Confusión entre lo público y lo privado que aparece de manera superlativa cuando, claro está, se tiene un cargo en un organismo público, que funciona bajo un régimen privado, pero con dineros provenientes del Estado.

Allí se produce la mayor confusión que, y eso es lo grave de algunos parafraseadores que justifican la trasgresión argumentando a favor de la eficiencia, de la libertad de elección, de los mecanismos ágiles para poder tener éxito en un mercado competitivo. Nunca esa confusión que, en esencial, aparece como un antagonismo, se produce cuando el burócrata cumple funciones en la empresa privada.

Sobre el tema debemos preguntarnos: ¿Qué hubiera pasado con los burócratas que iniciaron una nueva tarea con la apertura del estatal Nuevo Banco Comercial, si hubieran sido protagonistas de los mismos hechos en otro escenario, por ejemplo en una empresa financiera privada?

Obviamente sus cabezas hubieran rodado de inmediato, sin miramientos ni defensores de oficio que salieran a argumentar señalando, al parecer, la existencia de una ética que tiene un distinto perfil cuando se trata de dineros públicos u otra, muy distinta, si es capital privado.

A esta altura, el lector podría plantearse si esta última reflexión no es demostrativa de que algunas actividades deben desarrollarse en el sector privado, para ser más eficaces en sus logros. La respuesta es obvia, el Estado no tiene porque tener en sus manos la fabricación de cerraduras, o de ropa para señoras, ni hoteles para el turismo sofisticado que todavía – no sabemos hasta cuando – seguirá pisando nuestro territorio. Y es discutible si es idóneo para producir combustibles, energía, etc. Las tarifas más altas del continente parecen cuestionar los argumentos más pesados de los defensores del camino estatal que chocan con una pared infranqueable que es el bolsillo de la población que debe pagar y pagar por una administración que, entre otras cosas, mantiene una situación de privilegio dentro de la administración pública.
El Estado tiene que ser un conductor de los distintos elementos que hacen a la economía, laudando con humanismo y justicia social para encaminar el desarrollo y que el mismo se vuelque en beneficio de la población en su conjunto.

Sin embargo, cuando un país sigue en una labor de reconstrucción permanente y ahora más que nunca -luego del cataclismo provocado por el gobierno del doctor Jorge Batlle y de la asunción del gobierno progresista presidido por el doctor Tabaré Vázquez-, cuando es necesario reacomodar todo el andamiaje de la administración pública, aventando vicios que, reconozcamos, de mantenerse determinarían situaciones indeseables.

Defender a las empresas públicas parece ser fundamental objetivo estratégico, no para mantener en poder estatal la producción de bienes, sino como un reaseguro que admita una reforma ordenada del Estado en beneficio, no del capital financiero, sino de los uruguayos. Es de esperar que esta línea prospere y sea aplicable, porque la realidad de todos los días está mostrado nubarrones negativos de los que ya hemos hablado. El esquema actual no es funcional al país, y su desarrollo no puede estar supeditado a manejos monopólicos de empresas estatales que en lugar de tener en cuenta las posibilidades del conjunto miden solo sus equilibrios presupuestales. ¿Qué diferencia existe, entre ese objetivo, y el de una empresa privada?

No es posible que todo sirva para sostener el funcionamiento de las propias empresas que, lamentablemente, siguen castigando a los usuarios con tarifas y precios alejados de la realidad económica. Si no es posible mejorar de alguna manera la situación usuario, haciendo cada vez más accesible los servicios, habrá que buscar otro régimen o reformular el mecanismo administrativo de las mismas.

Que no se hable después del naufragio; con las cartas a la vista es fácil definir lo que se podría haber hecho y, preguntarse, si no hubiera sido mejor apuntalar con algunos maderos que quedaron flotando luego del naufragio una modificación de la actividad. Es que un país no tiene ninguna posibilidad para desarrollarse pagando su población los combustibles más caros del continente, con problemas energéticos que se repiten año a año por la reiterada imprevisión de las autoridades y se tengan tarifas en comunicaciones insoportablemente altas.

Es posible, además, que en un país que tiene agua por los cuatro costados, se vivan tragedias de sequía como las que hoy sufrimos y que se reiteran año a año, sin que nadie adopte previsiones. Y esto va para el sector privado: Es que muchas veces la copa del capitalismo se desborda como está ocurriendo con el crecimiento de las exportaciones de carne, pero lo que cae no se reinvierte en elementos productivos. La imagen utilizada por los neoliberales para definir su esquema de crecimiento, en este caso tampoco ha servido.

Y Uruguay es el ejemplo.

(*) Periodista. Secretario de redacción de Bitácora.