Una historia de violencias e injusticias
En Guatemala hace 25 años se firmó la paz. Pero no hay paz. ¿Qué significa eso? El 29 de diciembre de 1996 formalmente terminó un enfrentamiento bélico entre dos partes (ejército y guerrilla), pero pese a esa firma la sociedad sigue desgarrada, empobrecida, con las mimas causas históricas que hace décadas encendieron el conflicto, con impunidad y corrupción, envuelta en un ámbito de distintos modos de violencias cotidianas, sin miras de solución real a todo eso en el corto tiempo. Dicho de otro modo: ¡nada de paz!
La historia de lo que hoy se conoce como Guatemala, desde la llegada de los conquistadores españoles a la fecha, está marcada brutalmente por distintas formas de violencia e injusticias. Los cinco siglos transcurridos desde el contacto de los pueblos mayas con los invasores españoles terminaron generando una sociedad absolutamente asimétrica. En la misma, los descendientes de los conquistadores y las clases dominantes vernáculas que fueron desarrollándose, mantuvieron hasta la fecha enormes y desiguales beneficios sobre los pueblos originarios, y posteriormente sobre la masa empobrecida de ese engendro confuso de llamados “ladinos” (pobres que no se sienten indígenas, pero igualmente excluidos por el sistema imperante). Con el tiempo, esas irritantes diferencias no sólo no se achicaron, sino que se mantuvieron e incluso se agrandaron, haciendo del país uno de los más desiguales en el mundo, donde la renta nacional está más inequitativamente repartida. Esas enormes asimetrías estructurales se ampararon, en muy buena medida, en un despiadado racismo, coadyuvando a las mismas una cultura patriarcal que no da miras de terminar, todo envuelto en impunidad.
La matriz de relación político-cultural que se fue imponiendo para todas las vinculaciones humanas -no sólo las económicas- estuvo dada por el autoritarismo. Así, las relaciones étnicas, las de género, las generacionales y, en general, las distintas modalidades de tratamiento entre grupos y/o individuos, están atravesadas por patrones verticalistas. En esa lógica, quien manda tiene derecho a mandar sin atenuantes; y quien obedece, tiene que obedecer sin cuestionamientos.
Esa cultura autoritaria fue dando como resultado una particular forma de apreciar la vida del otro subestimado. De esa manera, desde el ejercicio de poderes siempre marcadamente asimétricos, la integridad física y psicológica del otro subestimado, el otro “inferior”, quedó a merced del superior, lo cual estableció una matriz de impunidad generalizada: el dominador puede hacer casi lo que desea con el dominado o, al menos, puede imponerle sus criterios con total naturalidad, porque la normalidad aceptada es obedecer sin protestar.
Estas matrices autoritarias y violentas marcaron también los rasgos distintivos con que se organizó y se desenvolvió el Estado desde el momento mismo de su nacimiento hace dos siglos. Ese Estado, lejos de ser una instancia destinada a armonizar las relaciones entre los distintos grupos sociales, fue una brutal prolongación del dominio de las clases dominantes. Durante muy largos años funcionó con patrones racistas, excluyentes de las grandes mayorías, capitalino y desinteresado del interior del país, sumamente deficiente en su función de llevar servicios y satisfactores que aseguraran el bien común para la totalidad de la población. En general el Estado estuvo puesto al servicio y beneficio sólo de un determinado grupo de poder: lo oligarquía tradicional, históricamente agroexportadora, que desde la formal independencia en el siglo XIX ha manejado el país con criterio de finca propia, haciendo del presidente un virtual capataz. Junto a ello, durante todo el siglo XX y lo que va del XXI, funcionó también como protector de los intereses económicos y geopolíticos de la potencia dominante en el área latinoamericana: Estados Unidos.
En 1821 las oligarquías de la región centroamericana, con la guatemalteca a la cabeza, tomaron distancia del Rey de España liberándose de la presión ejercida por la corona, no pagando ya impuestos. El pueblo de a pie, como siempre, fue convidado de piedra en ese proceso. Para evitar su participación real y efectiva en ese hecho político, la élite se apresuró a preparar las condiciones. Unas semanas antes de la formal declaración de esa independencia, las principales familias aristocráticas criollas de la Capitanía General de Guatemala -Aycinena, Beltranena, entre otras- habían desarrollado lo que se conoció como Plan Pacífico, donde explícitamente decían que:
“La aceptación del Jefe tendrá por primer efecto convocar una Junta Generalísima de los vecinos (a pretexto de prevenir el desorden en caso de decidirse el pueblo a la independencia)”.
En otros términos: cuidaban especialmente que el “populacho” no pasara de ser solo una marioneta, que festejase esa nueva condición de “libres” haciendo de comparsa de la élite, evitando así toda radicalización de la medida (lo que sí había sucedido, por ejemplo, en Haití, la primera independencia de una colonia en suelo latinoamericano en 1804, una verdadera sublevación de esclavos negros). Curiosamente, lo cabildeado en secreto por la aristocracia vernácula, días después se transformaría en discurso oficial, según el Artículo 1 del Acta de Independencia de 1821:
“Que siendo la independencia del gobierno español la voluntad general del pueblo de Guatemala, el señor jefe político la mande a publicar, para prevenir las consecuencias que serían terribles en el caso de que la proclamase de hecho el mismo pueblo”.
Esa historia de exclusión de las grandes mayorías populares y de una élite aristocrática en la opulencia más descarnada marcó la dinámica del país por siglos. Solo en 1944, sin constituirse en una auténtica revolución socialista, pero sí cambiando bastante las reglas de juego, pudo asistirse a un momento de renovación. La Revolución de Octubre, que dio como resultado las presidencias progresistas de Juan José Arévalo y luego de Jacobo Arbenz, significó un parteaguas en la historia. Ese movimiento político, la Primavera Democrática, fue un intento de modernización del país, siempre en los marcos del capitalismo, pero con sustantivas mejoras para los históricamente desposeídos (Código de Trabajo, Seguro Social, Reforma Agraria, voto femenino, autonomía universitaria). La oligarquía nacional, junto al gobierno de Estados Unidos, que por ese entonces ya era el dominador de Latinoamérica a quien veía como su reserva natural, su obligado patio trasero, encendieron las alarmas ante ese proceso y reaccionaron airadas. En el marco de la Guerra Fría que iniciaba entre las dos superpotencias de entonces: Estados Unidos y la Unión Soviética, Guatemala fue el debut de la CIA como organización, llevando a cabo una operación que terminaría con un cruento golpe de Estado en 1954, dando por terminada la experiencia renovadora. Las tierras confiscadas por la Reforma Agraria del gobierno revolucionario fueron devueltas a sus antiguos dueños, y se inició una cacería de brujas basada en el visceral anticomunismo que ya se imponía en ese entonces.
La falta de canales de expresión democrática para las grandes mayorías, su exclusión histórica y la insatisfacción dominante en las mismas, pasada la corta experiencia en que se intentó un nuevo modelo de sociedad entre 1944 y 1954 sangrientamente reprimido, desató reacciones de violencia armada desde grupos populares como modos de respuesta a una situación que no encontraba espacios políticos. En el marco de la Guerra Fría que ya dominaba el mundo, para la década de 1960 surgieron organizaciones revolucionarias armas en mano dispuestas a torcer el curso de esa historia. Se abrió así un período de guerra interna que duró 36 años.
Guerra interna
Ese conflicto bélico, llevado adelante por las fuerzas armadas pero impulsado por la oligarquía nacional en defensa de sus privilegios y por Washington como medida contrainsurgente contra el crecimiento de los movimientos populares y revolucionarios que se venían dando en Latinoamérica para esa época (triunfo de la revolución socialista en Cuba en 1959, en Nicaragua en 1979, guerrillas de izquierda por todo el continente, luchas sindicales, movimientos estudiantiles contestatarios, Teología de la Liberación de la Iglesia católica, clima de rebeldía crítica por doquier) tuvo como objetivo detener de cuajo cualquier intento de tránsito hacia posiciones anticapitalistas. Definitivamente, lo logró. El clima de desmovilización política y cultura de resignación que se vive hoy es efecto de esas medidas furiosamente anticomunistas.
Guatemala fue uno de los países de América Latina donde la guerra interna entre movimiento guerrillero y ejército cobró mayor virulencia; luego de 36 años de lucha armada hay 200,000 muertos, 45,000 desaparecidos, 669 masacres de aldeas en zonas rurales, un millón de personas desplazadas. La violación sexual de mujeres, la tortura, el robo de niños, la impunidad más absoluta por parte de quienes tenían poder fueron prácticas normalizadas. La militarización de toda la vida nacional fue enorme, con consecuencias que aún permanecen, y que sin dudas seguirán estando presentes todavía por algunas generaciones. “Pedagogía del terror” se le llamó. Los ríos de sangre y las montañas de cadáveres definitivamente “enseñaron” a la población lo que se debía hacer: callarse la boca, no protestar, “no meterse en babosadas”. Pensar críticamente u organizarse pasó a ser peligroso, incluso mortal.
A ello se agrega, como un elemento que ha dañado muy profundamente los tejidos sociales -y seguirá haciéndolo por décadas-, una forzada división de la población de las áreas rurales donde, desde una maniquea manipulación con que se llevó a cabo la estrategia contrainsurgente, las redes comunitarias tradicionales fueron virtualmente pisoteadas, extinguidas.
Como parte de las políticas antiguerrilleras del Estado, se forzó a la población masculina de las áreas rurales -donde operaban las fuerzas insurgentes-, desde adolescentes a tercera edad, a integrarse a fuerzas paramilitares, oficialmente presentadas como voluntarias: las llamadas Patrullas de Autodefensa Civil -PAC-. Durante los años más álgidos del conflicto armado, alrededor de los años 80, llegó a haber alrededor de un millón de patrulleros. Todos campesinos pobres, mayas, usados como tropa de apoyo en la lógica de la Doctrina de Seguridad Nacional para combatir contra un “enemigo interno”, fueron el principal aliado -aliado forzado, sin dudas- del ejército en su lucha contra la guerrilla, y más aún, contra la base social de la misma: otros campesinos pobres, mayas, tan excluidos históricamente como los mismos patrulleros. “Si la guerrilla se mueve como pez en el agua en el campesinado, hay que quitarle el agua al pez”, fue la doctrina militar en juego. Por tanto, los pueblos originarios del Occidente, campesinos mayas siempre excluidos, fueron especialmente golpeados.
En el marco de la Guerra Fría que libraban las por ese entonces dos grandes superpotencias, y desde la lógica de esa doctrina ideológico-militar, el área latinoamericana en su conjunto -y Guatemala muy especialmente- se vio atravesada por un clima de desconfianza paranoica, de muerte y de terror que marcó todos los rincones. Nadie podía escapar a esas dinámicas. Pero lo peor es que los Estados, supuestos reguladores de la vida nacional entre todos sus habitantes, para el caso de estas guerras no funcionaron, precisamente, como regulador. Tomaron parte activa en la contienda siendo principalísimos actores, pasando por encima de toda norma. Terrorismo de Estado se lo llamó. Ello mostró efectivamente qué son los Estados: mecanismos de dominación de clase.
Extremando las cosas, se podría llegar a decir que la “guerra contra el comunismo” lo justificaba todo. Pero entonces, si se sigue esa línea de argumentación, se desdibuja la esencia misma del Estado: de regulador de la vida de todos pasó a ser un actor de la contienda con las manos manchadas de sangre, por lo que la confianza en la institucionalidad mínima que debería existir, desaparece. El Estado, paraguas de todos sus habitantes que se supone cobija y defiende por igual la dignidad de todos sus ciudadanos, fue el gran incumplidor de esa tarea.
Acuerdos de Paz
El 29 de diciembre de 1996 se firmó el último documento: Paz Firme y Duradera, luego de 11 acuerdos previos que se venían trabajando desde 1991 entre el gobierno nacional y la Unidad Revolucionaria Nacional Guatemalteca -URNG-, abordando las distintas temáticas del país. Siempre se entendió que ese cúmulo de compromisos entre Estado y fuerzas insurgentes debía ser un marco general que estableciera una sociedad post guerra más pacífica y equilibrada, buscando soluciones a las causas que pusieron en marcha la guerra civil cuatro décadas atrás.
De todos modos, terminada oficialmente la guerra interna, salvo algunos cambios puntuales bien acotados (por ejemplo: una mayor presencia maya en la agenda nacional, muy pequeña aún, pero mayor que en años atrás, o una discusión abierta sobre la crónica violencia de género, igualmente muy pequeña aún, pero mayor que en años atrás también), las causas estructurales de violencia y exclusión político-económica persisten. Ya silenciadas las armas -básicamente porque la nueva recomposición de fuerzas luego de la caída del bloque soviético no las necesitó- víctimas y victimarios no cambiaron su situación de campesinos pobres y de indígenas discriminados. La ruptura de sus redes sociales de base quedó establecida; los enconos de la militarización siguen vigentes hoy 25 años después de la paz, y aunque víctimas y victimarios deben compartir por fuerza el mismo espacio geográfico -las montañas que fueran teatro de operaciones bélicas, las más remotas aldeas alejadas de la capital-, la historia de tajante división sufrida no va a extinguirse en lo inmediato. Esa “pedagogía del terror” sigue presente.
Luego de las guerras viene la construcción de la paz. La paz nunca adviene espontáneamente: es producto de complejas transacciones, de reacomodos, de un gran esfuerzo en el más amplio sentido: económico, político, cultural. Esfuerzo, incluso, en relación a nuevas conformaciones psicológicas: quien convivió con la lógica de la muerte -eso es la guerra, en definitiva- debe hacer un pasaje, enorme y nunca falto de problemas, a una nueva cosmovisión. Si hasta el día de ayer, en guerra, se premiaba por “matar enemigos” (nombrándosele “héroe de la patria”), pasar a la lógica en que el día de hoy, ya con la paz, si se mata se es un asesino, no es tarea fácil. Construir y afianzar la paz implica no sólo el silencio de las armas: implica enormes cambios en la subjetividad de quienes combatieron, de quienes estuvieron implicados en esa dinámica de muerte.
Salir de una guerra no es sólo firmar un acuerdo de paz y guardar las armas. En muchos países de Latinoamérica (El Salvador, Guatemala, Nicaragua, Colombia) eso sucedió hace ya algunos años, pero esas sociedades no viven en paz. Lejos de eso, el clima de violencia y de zozobra que se sigue atravesando a diario en el país recuerda una situación bélica. La muerte sigue rondando altiva en cada rincón, y las causas estructurales que encendieron la mecha de alzamientos armados no han desaparecido; por el contrario, podría decirse que se mantienen igual o más fuertes que hace décadas: continúa el hambre, la falta de oportunidades, la segregación. La actual pandemia de coronavirus ha venido a profundizar todo ello. La violencia delincuencial está a la vuelta de la esquina en cualquier punto de Guatemala. Todo eso lleva a pensar ¿de qué paz estamos hablando?
Borrar la historia es imposible. Y peor aún: es enfermizo, porque la historia no se puede borrar. Somos la historia; querer negarlo trae inconmensurables problemas. “Quienes olvidan su historia están condenados a repetirla”, puede leerse a la entrada del Pabellón 4 en el Museo del Horror de Auschwitz, antiguo campo de concentración nazi, hoy día en Polonia.
Terminada la guerra, la vida sigue. Como fue una guerra interna, las partes enfrentadas siguen viéndose la cara en la cotidianeidad. La vida misma impone la convivencia. Pero eso no es lo mismo que reconciliación. Quizá ésta es imposible en términos estrictamente masivos: las mayorías viven, reaccionan, se enfurecen, son manipuladas, pero el término “reconciliación” no les aplica en sentido estricto. La reconciliación tiene el sello del discurso político, del acuerdo, de la negociación. Eso, hoy por hoy al menos, es producto de acuerdos cupulares. Estampar una firma en un papel no es, estrictamente, “reconciliar” a las personas. La gente que fue víctima de esos atropellos por parte del Estado contrainsurgente, siempre bajo la hegemonía de Estados Unidos como telón de fondo: ¿con quién se debería reconciliar: con ese mismo Estado? ¿Cómo?
Lograr la “paz” -concepto tan difícil y problemático como “reconciliación”- no es olvidar los crímenes cometidos, no es dejar pasar los atropellos y las terribles violaciones a los derechos humanos mínimos y elementales que se sufrieron durante la guerra. Está más que probado que la abrumadora mayoría de violaciones fueron cometidas por el Estado y no por las fuerzas insurgentes. Eso, si no se arregla, fomenta más violencia. Lo cual sigue pasando en la dinámica del día a día.
En ese marco, es difícil que la población civil no combatiente que sufrió esos abusos quiera y pueda reconciliarse. Podrá recibir, como de hecho ha venido sucediendo, alguna compensación por los daños sufridos. De todos modos, pagos monetarios no pueden resarcir -y mucho menos pacificar a quienes sufrieron- los perjuicios que trajo un prolongado conflicto armado de 36 años. Lograr la armonía social no es cuestión de “pagar” por los muertos o por las partes dañadas del cuerpo (una pierna vale más que un dedo, y dos piernas valen más que una sola). Eso puede ser un elemento importante en el proceso político, necesario quizá, o imprescindible.
Pero eso sólo no alcanza. Lograr cierta -entiéndase bien: cierta, no toda- armonía social, consiste en darle credibilidad a la justicia, a las instituciones que ordenan la vida en comunidad. Es devolver la confianza a los mecanismos sociales. Si la impunidad sigue siendo lo dominante, si el mensaje que circula por la población es de desprecio por la legalidad, si se puede hacer cualquier cosa, violar nomas de convivencia y saltarse cualquier pauta institucional sabidos que no habrá consecuencias -¿qué otra cosa sino esto es la impunidad?- es imposible construir una sociedad pacífica y armónica. El neoliberalismo imperante -y toda una cultura aupada por los medios de comunicación corporativos- premia esa “viveza” en vez de castigarla. Es un “triunfador” el que logra los éxitos, no importando por qué medios. Esa ideología se ha ido entronizando en estos últimos años. La impunidad manda. Es tan impune el que mata y no recibe castigo como el que no paga impuestos o desvía un río para su propio provecho, todo amparado por su poder.
Extremando las cosas, si se demuestra en juicio público, con toda la transparencia del caso, que alguien es culpable de determinado delito, la legislación debe apuntar a promover un castigo de las conductas criminales. Pero de ningún modo el Estado, en forma encubierta, puede desarrollar prácticas contrarias a la legalidad como las desapariciones forzadas de personas, los asesinatos selectivos, la tortura, las masacres de población civil no combatiente. Los responsables de tales acciones deben ser debidamente juzgados y castigados porque eso es sano para el colectivo. Caso contrario, queda abierta la puerta para la más absoluta impunidad, es decir: el primado de la violencia total. El Estado, por tanto, debe ser garantía para la vida de todos sus ciudadanos, y no quien la quite arbitrariamente, enmascarado y apelando a la oscuridad tenebrosa.
Por eso, y no por motivos “revanchistas”, debe juzgarse a los responsables de prácticas fijadas como delitos por toda la legislación existente en derechos humanos. Es una cuestión de salud mental mínima e indispensable que necesitan las sociedades.
Lo que hoy, 25 años después de firmada la paz, puede verse cotidianamente es que la situación socioeconómica de base no ha cambiado en el país, y el Estado sigue siendo un mecanismo que privilegia a unos pocos en detrimento de las mayorías. En ese sentido puede decirse que los Acuerdos de Paz no significaron ningún cambio sustantivo en la historia. Fin de la guerra, sin dudas; pero continuación de la violencia por otros medios. Las maras (en connivencia con los poderes ocultos que siguen actuando) son un claro recordatorio del clima de guerra, de la violencia desatada que marca la historia.
Cómo era y cómo sigue siendo Guatemala
Guatemala es uno de los países de todo el orbe donde las injusticias son más evidentes, más impunes y descaradas. Ello se debe a una sumatoria de causas; hay una historia que pareciera inmodificable tras todo ello. Los 36 años de sangrienta guerra civil no lograron transformarla.
Para decirlo brevemente: es un país eminentemente campesino, cuyas principales fuentes de recursos las da el agro. Tanto en los rubros de agroexportación que generan la mayor cantidad de divisas y alimentan a opulentas aristocracias (las tradicionales azucareras y cafetaleras, recientemente también ligadas a la palma aceitera), así como en la producción de los granos básicos con que sobrevive la gran mayoría de su población, el campo es la fuente principal de riqueza. Últimamente, manejada por nuevos sectores emergentes salidos de la pasada guerra interna (en buena medida militares retirados más nuevas mafias), podría agregarse la producción de plantas que servirán como estupefacientes (cannabis) o como materia prima para la elaboración de heroína (amapola). Este es un rubro muy reciente y todavía no incide especialmente en el Producto Bruto Interno, pero va camino. En síntesis: lo rural tiene una importancia definitoria en la dinámica nacional. El país presenta una industrialización muy baja, y el sector servicios está en manos de grandes grupos monopólicos y oligopólicos (nacionales y transnacionales). El turismo completa el cuadro, con un importante peso.
Como dato nada marginal: dos de las grandes fortunas del país corresponden a grupos que manejan industrias licoreras (cerveza y ron). Faltan escuelas pero sobran cantinas… Como dijo el Premio Nobel Miguel Ángel Asturias: “En este país solo borracho se puede vivir”.
En términos económico-sociales, según datos proporcionados por los Informes de Desarrollo Humano aportados por Naciones Unidas, Guatemala, junto a un pequeño puñado de países con características bastante similares, siempre evidencia los peores índices de distribución de la renta nacional; es decir, es de los diez lugares del mundo donde las diferencias entre ricos y pobres son más irritantes. Una investigación realizada por la empresa Wealth-X, asociada al banco suizo UBS, estudio citado y analizado por la desaparecida publicación electrónica guatemalteca Nómada, mostraba que “hay 260 ultra-ricos guatemaltecos que poseen un capital de US$30 mil millones, lo que representa el 56% del PIB. [Es decir que] 0.001 por ciento de los 15 millones de guatemaltecos tienen más capital que el resto de la sociedad. (…) Los $30 mil millones [de dólares] son Q231 mil millones [de quetzales]. Esto equivale a lo que el Estado de Guatemala recauda cada cuatro años.”
Las injusticias -estructurales e históricas- se manifiestan igualmente en la discriminación étnica, hondamente presente en la vida cotidiana. En un país donde alrededor del 60% de su población es de origen maya, los grupos indígenas están marginados en su propia tierra, condenados a la exclusión social, económica y política. Hasta mediados del pasado siglo, cuando tuvo lugar la Revolución de Octubre de 1944, las fincas se vendían con “todo lo clavado y plantado, indios incluidos”. Esta situación ha comenzado a cambiar -muy lentamente, por cierto-, pero el racismo imperante aún permea todas las relaciones. Pese a unos primeros y muy tibios cambios que siguieron a los Acuerdos de Paz, la población maya sigue siendo la más excluida, presentando los peores índices socioeconómicos, con mayores niveles de desnutrición, analfabetismo y carencias varias.
En términos generales, el campesinado maya sobrevive con escasos recursos con una agricultura de subsistencia de muy pequeña escala, siendo mano de obra -barata, no sindicalizada, siempre en situación de precariedad- de las grandes unidades terratenientes. En algunos casos, incluso, es brutalmente despojada de sus territorios ancestrales por terratenientes que buscan terreno para los cultivos de exportación, o por las nuevas industrias extractivas: hidroeléctricas y minería, instaladas en abierta violación de normativas nacionales e internacionales. O, incluso, por la narcoactividad, que busca tierras para sus cultivos. En otros términos: ese campesinado sigue viviendo una tragedia iniciada hace cinco siglos con la conquista española. En lo fundamental, nada ha cambiado tras la guerra.
A estas injusticias de cuño ancestral, que definen en buena medida la identidad del país, se suman viejos prejuicios patriarcales y nuevas problemáticas, ligadas estas últimas a la Guerra Fría y a los escenarios que la confrontación Este/Oeste trajo aparejadas en estas últimas décadas. El anticomunismo visceral que atraviesa la sociedad es una herencia de esa lucha.
Si bien los Acuerdos de Paz firmados en 1996 y que pusieron fin a ese largo enfrentamiento estipularon medidas de reparación para las víctimas, dos décadas y media después de finalizada la guerra interna la justicia ante tanto crimen aún no llega. Peor aún: nada indica que vaya a llegar; solo algunos casos puntuales, importantísimos sin dudas, pero gotas en el océano, que no alcanzan para cambiar en profundidad el estado general de las cosas. Se habla mucho de reconciliación (o se habló, en el período posterior a la Firma de la Paz en 1996), pero ante una injusticia que cada vez se vuelve más grosera, aquella se torna sumamente difícil. ¿Cómo podría reconciliarse una población desgarrada si toda la estrategia consistió en destruir los tejidos sociales, romper la solidaridad, fomentar la desconfianza y la paranoia de guerra? ¿De qué manera reconciliar una sociedad que sigue viendo, entre aterrorizada y atónita, cómo la impunidad campea soberbia por doquier? El ícono de esa represión antipopular, el general José Efraín Ríos Montt, sentenciado finalmente varias décadas después de su dictadura por crímenes de lesa humanidad (genocidio) a 80 años de prisión inconmutable, a partir de presiones de la élite económica a la que sirvió, pasó solo una noche en la cárcel. Luego, con ardides leguleyos, vivió en libertad hasta su muerte en 2018. No es posible construir la paz sobre tanta injusticia; no es posible la paz con hambre y con impunidad. Y como siempre, esa masa de población excluida y empobrecida -campesina y urbana- sigue olvidada, marginada, falta de atención por parte del Estado. La crisis sanitaria desatada por la pandemia de Covid-19 vino a mostrar, descarnadamente, cómo sigue siendo la situación: al momento de escribirse estas líneas, Guatemala tiene uno de los índices de población vacunada más baja del continente, y el primer lugar en muertes por efectos de esta enfermedad en el área centroamericana.
Las injusticias de todo tipo siguen en Guatemala. Las económico-sociales permanecen inmodificables. La mitad de la población trabajadora -urbana o rural-no cobra siquiera el salario mínimo de ley, el cual alcanza para cubrir apenas un poco más de la mitad de la canasta básica. La sub-ocupación y la abierta desocupación de la población urbana -muy altas desde siempre- han aumentado más aún con la pandemia. De allí que para muchísima gente la única salida posible es marchar en forma irregular hacia Estados Unidos, como mano de obra muy precarizada, pero que al menos permite enviar remesas. Dicho sea de paso, ningún gobierno de esta llamada democracia intenta remediar esta injusta situación, pues esas remesas (hasta un 15% del PBI) significan una válvula de descompresión para la pobreza crónica. Queda claro que el problema no es solo el ingreso al país del norte, el cual se mueve con un doble rasero: no quiere más migrantes, pero a los que logran entrar chantajea en forma repugnante condenándolos a salarios de miseria, so pena de deportarlos. El problema real está en los países expulsores, y Guatemala es uno de ellos (150 personas diarias salen de “mojados”).
Junto a esas indecibles penurias, los efectos de la guerra aún se sienten, y los Acuerdos de Paz no han ayudado en nada a remediarlos. Además de haberse destruido las redes mínimas de convivencia -eso buscaron las estrategias contrainsurgentes, regenteadas en definitiva por Washington- la polarización insalvable y el miedo que queda en la sociedad se refuerza una vez más con lo que está sucediendo. Ante las cantidades monumentales de víctimas que dejó la guerra (muertos, mutilados, huérfanos, viudas, gente que perdió sus escasas pertenencias, población con traumas psicológicos), la respuesta del Estado ante estas calamidades ha sido mínima, por no decir casi inexistente. Solo años después de finalizado el conflicto, con mucha lentitud e irregularidades, se puso en marcha un Programa Nacional de Resarcimiento, con fondos de la cooperación internacional y no del presupuesto ordinario de la nación. Paradójico que los PAC recibieron su indemnización mucho antes que las víctimas; o que “las otras” víctimas, las víctimas reales. No puede obviarse que el resarcimiento de estas últimas consistió solo en un desembolso económico -magro, por cierto- sin ningún plan de sostenibilidad a mediano y largo plazo.
¿Dónde va Guatemala? ¿Y los Acuerdos de Paz?
Ahora, a 25 años de aquella lejana Firma que oficialmente terminó con el conflicto armado, se puede concluir que nada ha cambiado en lo sustancial. Las causas que encendieron la guerra civil en la década de los 60 del pasado siglo, con raíces centenarias que vienen desde la colonia, se mantienen vigentes. Los Acuerdos de Paz significaron un movimiento político más bien forzado por la coyuntura internacional. Luego del final de las guerras regionales (Nicaragua en 1990, El Salvador en 1992) y de la Guerra Fría entre las dos potencias que dinamizaban la política global (con la desintegración de la Unión Soviética y el campo socialista este-europeo), Guatemala se vio casi forzada a terminar con ese conflicto interno. Está claro que no hubo ganadores ni vencedores en el plano estrictamente militar entre ejército y movimiento armado, pero sí hubo un claro y demoledor ganador en términos políticos: la clase dirigente, la oligarquía tradicional y la geopolítica de Estados Unidos. El campo popular y la guerrilla perdieron en cuanto situación social y posicionamiento político. Los muertos y heridos los puso, como siempre, el pobrerío. Y la izquierda salió muy mal parada del conflicto. Años después, no encuentra caminos sólidos para impulsar proyectos de transformación. Su participación en la arena política parlamentaria no ha traído ningún efecto de cambio real para las grandes mayorías, no pasando de una muy tibia oposición que no incide realmente en los destinos nacionales.
Ahora, haciendo el balance de ese cuarto de siglo transcurrido, la dinámica del país no muestra cambios sustanciales. Lo único que efectivamente sí se cumplió a cabalidad de los Acuerdos finalizados en 1996 fue la desmovilización de ambas fuerzas militares implicadas. Los cuatro grupos armados que constituían la URNG se desarmaron y pasaron a la vida civil, y el ejército se redujo drásticamente, no participando ya más como institución en la dinámica política del país, sujeto a los poderes democráticos. Fuera de eso, todos los otros aspectos que deberían haberse modificado con las largas negociaciones, siguen igual en lo sustancial.
Los pueblos mayas continúan siendo olvidados. Como bien dijo María del Carmen Culajay: “Hoy día, en buena medida como producto de la Firma de los Acuerdos de Paz que ya se ven tan lejanos en el tiempo, los pueblos tradicionales han cambiado un poco su situación histórica. ¿Qué cambió en realidad? Su situación de base, no. Los pobres y excluidos del interior del país, sin tierra, sin educación, y que además son “indios”, siguen siendo lo de siempre en la escala social, en el reparto de poderes. (…) Lo que sí se ha producido es toda una ¿moda? que presenta lo maya como algo digerible por los poderes, más bien revitalizando raíces culturales y promoviendo el aspecto espiritual. Pero eso no es lo que verdaderamente puede mejorar a los pueblos mayas”. En otros términos: permitir oficialmente los cultos de los pueblos originarios dejándolos de tratar de “brujería” no es todo el cambio que se necesita.
El movimiento campesino, asentado en el Altiplano Occidental y el norte del país, aunque está supuestamente reivindicado con los Acuerdos de Paz, no ha cambiado su situación de exclusión en lo fundamental. Incluso hoy sigue el despojo. En muchas ocasiones finqueros de las zonas norte del país, en los departamentos de Alta y Baja Verapaz, Izabal, Petén, arremeten contra los pueblos originarios (en este caso: campesinos mayas-quekchíes fundamentalmente) quitándoles sus territorios. Esto se difunde muy poco por los medios de comunicación masivos, o en todo caso se presenta en forma tergiversada, criminalizando la defensa de sus propios territorios ancestrales como “invasiones” a la “sacrosanta e inalienable” propiedad privada terrateniente. Allí no se mencionan los abusos que están cometiendo guardias privados al servicio de esos terratenientes, muchas veces con complicidad de fuerzas estatales (continuos estados de sitio, por ejemplo) contra los campesinos del lugar, quitándoles tierras para sus agronegocios, para las plantaciones de palma aceitera, desviando ríos para sus centrales hidroeléctricas, en ocasiones para la instalación de pistas de aterrizaje o laboratorios para el procesamiento y/o trasiego de drogas ilegales. A quienes protestan contra esos atropellos se les calla, y regularmente, con el asesinato. Es cierto que hay menos ejecuciones extrajudiciales que en los años álgidos del conflicto, pero la práctica no ha desaparecido.
Si bien la economía en términos macros no ha ido mal en estos últimos años (Guatemala está entre las diez economías más grandes de Latinoamérica: no ha ido mal para unos pocos sectores, obviamente), la distribución de la renta nacional sigue siendo por demás de inequitativa. Según datos oficiales del gobierno, hasta un 60% de la población económicamente activa está sub-ocupada o abiertamente desempleada. Quienes tienen la “dicha” de tener un puesto fijo con salario, en alrededor del 50% de los casos no cobran siguiera el sueldo básico. Por otro lado, como se dijo más arriba, ese magro ingreso no cubre todas las necesidades básicas. En otros términos: la situación económica de las grandes mayorías populares sigue siendo muy mala.
En cuanto a la institucionalidad democrática, más allá de un primer momento de aparente fortalecimiento de la misma apenas firmados los Acuerdos, con el paso del tiempo la corrupción y la impunidad fueron ganando todo el escenario político. Lo que hoy se ha dado en llamar el Pacto de corruptos -entrelazamiento entre cierto empresariado, crimen organizado, sectores militares, clase política- ha ido ocupando los diversos mecanismos del Estado, manejando todas las instituciones públicas con criterios mafiosos, gansteriles. Por tanto, la “democracia” retornada hace ya más de tres décadas no parece solucionar mucho. Y los Acuerdos de Paz no han aportado nada para solucionar esas inequidades históricas, en estos últimos años crecientemente acrecentadas. Todo ello explica el auge de la delincuencia cotidiana que campea en todo el país como “salida” desesperada y síntoma de una impunidad que está arraigada. Las maras, por ejemplo, son producto -al igual que en otros países de la región- de toda esa sumatoria de problemas.
Se esperaba que terminada la guerra se comenzara a construir una cultura de paz. ¡Quimérico! Así como no puede haber reconciliación por decreto, tampoco puede haber pacífica convivencia si las dinámicas básicas que promovieron el enfrentamiento armado siguen vigentes. Mientras exista el racismo, el patriarcado, las inmensas diferencias socioeconómicas, la impunidad, la corrupción arraigada como cultura, la convivencia no podrá ser jamás armónica. Hay silencio de las armas, pero no hay paz.
Una salida casi obligada para muy buena parte de la gran masa empobrecida del país es la migración forzada hacia el norte. A partir del aumento imparable de migrantes irregulares hacia la supuesta prosperidad de Estados Unidos, la administración demócrata de Barack Obama en la Casa Blanca intentó una estrategia que sirviera para detener esos inmensos flujos de población. En el entendido (totalmente equivocado) de que la corrupción desmedida de ese Pacto de corruptos priva al Estado de los recursos para atender los satisfactores básicos de la población, inició en el año 2014 un plan bien organizado, apoyando abiertamente a la Comisión Internacional contra la Impunidad en Guatemala -CICIG- para desarmar las mafias enquistadas en la administración pública. Proyecto equivocado, sin dudas, porque la causa de la migración es la pobreza histórica, secular, que viene sufriendo la gran mayoría del país, pero no por motivo de actos corruptos de los gobernantes venales sino por la estructura misma de la sociedad guatemalteca. El robo del erario público por parte de funcionarios deshonestos, por supuesto contribuye al empobrecimiento generalizado, pero no está ahí la auténtica raíz de los problemas.
La movida política de Washington sirvió para terminar desplazando del poder político al por entonces binomio presidencial en 2015: Otto Pérez Molina y Roxana Baldetti, iniciándose una supuesta cruzada contra la corrupción, liderada por el Ministerio Público y, básicamente, por la CICIG. Fue un movimiento más cosmético que otra cosa, porque se señalaron varios ilícitos de funcionarios, sin tocarse realmente al alto empresariado, a los dueños históricos del país. Al cambiar la administración en Washington, con el ascenso del republicano Donald Trump y un giro hacia una extrema derecha xenófoba, cambió esa política hacia Centroamérica: la lucha contra la corrupción dejó de ser prioridad. La fórmula para detener migrantes fue el levantar un muro y la abierta represión fronteriza, encargándole a México en buena medida esa misión de gendarme.
La actualidad nos muestra a estos grupos (el llamado Pacto de corruptos) enseñoreados, deshaciendo todo lo avanzado por la CICIG y el anterior Ministerio Público, alzando propuestas de derecha conservadora que indican claramente un retroceso en los procesos político-sociales en curso. Si algo, muy mínimo, se había avanzado en los primeros años posteriores a la Firma de la Paz Firme y Duradera en 1996 o, al menos, se mantenían las esperanzas en esos cambios, hoy esos avances se han perdido y el panorama se muestra más bien sombrío para la democracia y el campo popular.
Al haberse sentido amenazados, los grupos de poder aunaron filas. Si bien hay diferencias entre la oligarquía tradicional (familias de linaje que provienen de la colonia, aquellos que impulsaron la “independencia” del reino español) y los nuevos sectores emergentes ligados al Estado contrainsurgente vinculados a negocios non sanctos (que, según datos oficiosos de Naciones Unidas llegan a un 10% del PBI, dados por la narcoactividad, contrabando, crimen organizado en sentido amplio), las investigaciones del Ministerio Público y la CICIG los acercaron como clase. En esa compleja trama de corrupción e impunidad pueden encontrarse diversos grupos (empresarios, ex militares, políticos de la vieja guardia, contratistas del Estado), todos unidos por la imperiosa necesidad de mantener las cosas como están, de hacer que nada cambie. En ese marco, los Acuerdos de Paz ya ni siquiera se mencionan; pasaron a ser un triste recuerdo.
Investigar en profundidad las entrañas del funcionamiento empresarial y estatal, las vinculaciones que se dan entre esos sectores y los pactos oscuros tejidos siempre a espaldas de la población, puede permitir evidenciar una podredumbre que los grupos dominantes no tienen ningún interés en hacer público. De ser consecuentes con esas investigaciones, y amparados en las leyes vigentes, muchos, si no todos, los pactos oscuros son lisa y llanamente transgresiones legales. Por tanto, si realmente se fuera consecuente con la transparencia, esos sectores podrían terminar en la cárcel. En otros términos: no hay la más mínima intención de llevar adelante una auténtica guerra contra la corrupción. El nuevo gobierno demócrata de Estados Unidos con Joe Biden a la cabeza retomó las banderas de esa lucha de años atrás, pero de momento eso no ha traído ningún cambio real en la estructura del Estado guatemalteco ni en el modo de hacer política.
Contratos dudosos, evasión fiscal, sobornos, violaciones a las leyes laborales, robos al erario público, no pago de la cuota patronal al Seguro Social, sobrefacturaciones, contrabando, tráfico de personas y de armas, narcoactividad, desvío ilegal de ríos, minería sin consenso comunitario, además de una inmisericorde explotación de la clase trabajadora (recuérdese que muy poca gente cobra el salario mínimo, y que éste, de por sí, no alcanza para vivir dignamente), son todos ilícitos que podrían ser indagados en detalle, y consecuentemente, deberían castigarse. Parece que nadie de los grupos dominantes se salva si se investigara concienzudamente.
Sin dudas en la clase dirigente hay fisuras, hay distintas posturas, las cuales pueden llegar a enfrentar posiciones. Por la misma cuestión de racismo y veleidad aristocrática que atraviesa la sociedad, no son lo mismo en términos sociales un terrateniente “de apellido” que un narcotraficante advenedizo; pero como clase que cuida sus intereses, tanto las “familias tradicionales” como “los nuevos ricos” hechos a la sombra del Estado contrainsurgente de estas últimas décadas, tienen puntos en común: cuidar a muerte sus privilegios. En la base de toda fortuna hay un hecho delictivo, sea de facto (corrupción que permite robar descaradamente, por ejemplo, desde un puesto público, o negocios ilegales como la narco-economía, acciones que supuestamente no están permitidas) o de derecho (la explotación de la clase trabajadora, que constituye un robo legal, permitido).
Como clase poderosa defendiendo sus privilegios, no importa el origen de las fortunas. La prueba está que, para evitar ser investigados, cierran filas tanto empresarios como clase política tradicional, tanto ex militares enriquecidos como personajes del crimen organizado. En última instancia: ¿hay diferencias sustanciales entre todos ellos? Pagar salarios de hambre, evadir impuestos o desviar ríos es tan pernicioso como lavar narcodólares o traficar con personas.
Ese Pacto tiene su representación en los operadores políticos que ocupan importantes cargos en el Estado: Congreso, Poder Judicial, Alcaldías, Ministerios. Esos engranajes, trabajando aceitadamente, están logrando importantes avances en su proyecto político restaurador de los viejos esquemas basados en la más absoluta impunidad y corrupción, anteriores a la Firma de la Paz, e incluso anterior al retorno de las elecciones democráticas de más de 30 años atrás. Ese pacto, nostálgico del Estado-finca, del “país bananero” que marca la historia, está haciendo retroceder mínimas conquistas logradas en estos años de democracia y luego del final de la guerra en 1996. De esa cuenta, se boicotean todos los esfuerzos progresistas y medianamente democráticos (se desarticuló la CICIG, se va abiertamente contra el Procurador de Derechos Humanos, contra la Corte de Constitucionalidad en su intento de mantener el orden constitucional, contra los jueces no corrompidos, se da marcha atrás en la Policía Nacional Civil echando por la borda todo un trabajo de profesionalización previo, se inmoviliza al Ministerio Público, a la Superintendencia de Administración Tributaria -SAT-) y se avanza en la legislatura con leyes retrógradas (ley de amnistía para los genocidas del conflicto armado, ley contra el aborto, leyes mordaza para quien proteste). En otros términos: todo vuelve a la “normalidad” que caracterizó al país durante toda su historia. A tal punto que reaparecieron grupos clandestinos contrainsurgentes (escuadrones de la muerte), que se cobraron la vida de numerosos dirigentes comunitarios en estos últimos años -con el silencio cómplice de la prensa corporativa-, e impunemente ahora vuelven a la carga.
Ante este avance bastante arrollador de posiciones de derecha conservadora, se impone defender férreamente los mínimos avances logrados en estas décadas de proceso democrático. ¡Ello es imperativo para mantener alguna esperanza de cambio y para que lo establecido en los Acuerdos de Paz no sea totalmente botado!
Decir que Guatemala entró en un período de paz es, cuanto menos, equivocado. Quizá: exagerado, pues oculta la realidad cotidiana. El hecho de no convivir a diario con la guerra innegablemente es un paso adelante, un elemento positivo. Pero hoy siguen muriendo niños de hambre, o mujeres en los partos sin la correspondiente atención, o niños de diarrea por la falta de agua potable, o por la pandemia de Covid-19 dado el colapso de los sistemas públicos de salud, o por la desbocada delincuencia cotidiana que, si bien descendió un poco en el 2020 debido a los confinamientos, para el 2021 volvió a renacer. Todo esto muestra la violencia y la injusticia imperantes. Visto el fenómeno a la luz del análisis histórico es evidente que la guerra vivida por más de tres décadas tiene como su causa el hambre, la desprotección, la exclusión. Esto no ha cambiado con la firma de todo ese arsenal de acuerdos. Sin vivir técnicamente en un abierto conflicto armado, Guatemala, al igual que otros países de la zona, sigue siendo de las naciones más violentas del mundo. Nuevos actores (crimen organizado, narcotráfico, pandillas juveniles), sobre la base de un trasfondo de inequidades históricas que nunca se modificó, son los elementos que hacen de la región un lugar difícil, complejo, peligroso para la vida. Guatemala es el ejemplo evidente de todo esto.
Ante este panorama, los escenarios a futuro que se vislumbran para el país no son muy alentadores. Terminó el conflicto armado, la sociedad se desangró, el país sufrió enormes pérdidas humanas y desgarramientos sociales, pero no cambió su estatus de “bananero”. El área del istmo centroamericano, con exclusión de Costa Rica, sigue siendo la más pobre de América, estando entre las más pobres del mundo. Los tenues procesos de integración centroamericana no parecen una opción sólida para la mejora de las mayorías. Los procesos de integración impuestos por Washington no se ven como oportunidades para un desarrollo genuinamente armónico y equilibrado para todos. La democracia que se vive -Guatemala ya lleva más de tres décadas de formales elecciones periódicas- se muestra raquítica, y corrupción e impunidad siguen dominando lo cotidiano. No se ven alternativas ciertas a todo esto, no destacan propuestas sólidas desde el campo de las izquierdas. Las movilizaciones populares de estos años, básicamente las del 2015 (manipuladas, según ciertos investigadores sociales), no tienen la fuerza necesaria como para imponer cambios reales.
Lo que se va dibujando como alternativas antisistémicas, rebeldes, contestatarias, son los grupos (movimientos campesinos e indígenas) que luchan y reivindican sus territorios ancestrales, aquellos justamente donde entró impune el extractivismo depredador (minería a cielo abierto, hidroeléctricas, monocultivos para la agroexportación). Quizá sin una propuesta clasista, revolucionaria en sentido estricto desde un enfoque socialista, constituyen una clara afrenta a los intereses del gran capital transnacional y a los sectores hegemónicos locales. En ese sentido, funcionan como una alternativa, una llama que se sigue levantando, y arde, y que eventualmente puede crecer y encender más llamas.
La conclusión obligada luego de ver todo lo transcurrido en estos 25 años es lo que nos plantea el título del presente opúsculo: ¿qué paz?
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