El momento neofascista del neoliberalismo TwitterFacebookemail Por Éric Fassin | 02/07/2018 | Europa Fuentes: CTXT El rigor intelectual escrupuloso de algunos sirve como pretexto para la tibia cobardía política de muchos Emmanuel Macron, presidente de Francia. LUIS GRAÑENA «¡Hello, dictator!». Frente a las cámaras, el presidente de la Comisión Europea recibía de esta forma, en un ambiente de buen humor, al primer ministro húngaro en la cumbre de Riga del 22 de mayo de 2015. Unos meses atrás, sin embargo, el senador John McCain provocó un incidente diplomático al calificar a Viktor Orbán de «dictador néofascista«. En cambio, en esta ocasión Jean Claude Juncker retomaba este término con tono travieso, acompañándolo de una afectuosa palmada en la mejilla. El contraste con los dictados que estaban siendo impuestos en aquel mismo momento a Grecia por parte del Eurogrupo era sobrecogedor: sobre este último punto, el ambiente no estaba para bromas. Como se recordará, por el ministro de finanzas alemán Wolfgang Schauble, los Estados tienen compromisos y unas nuevas elecciones no cambian nada. En definitiva, en Europa no se bromea con el neoliberalismo: la economía es algo demasiado importante como para confiársela a los pueblos. En cambio, de la democracia, de ella sí es posible reírse. La escena burlesca de Letonia nos recuerda de hecho a otra escena. En El gran dictador de Charlie Chaplin, Mussolini saluda a Hitler con una palmada en la espalda exclamando: «¡Mi hermano dictador!». ¿Cómo pensar de manera conjunta el auge de la extrema derecha y la deriva autoritaria del neoliberalismo? Por una parte, tenemos el supremacismo blanco con la elección de Donald Trump y en Europa la xenofobia política de Viktor Orbán o de Matteo Salvini, así como el registro de personas investigadoras en temas de género y homosexualidad que se ha puesto en marcha en Hungría o el de la población romaní en Italia, por poner solo algunos ejemplos. Por otra parte, tenemos aquello que podemos calificar de golpes de Estado democráticos: no es necesario enviar el ejército contra Grecia («Bancos, no tanques») ni contra Brasil (Votos y no botas) – aunque los defensores del neoliberalismo, como es el caso en Francia, no dudan en recurrir a la violencia policial para reprimir aquellos movimientos sociales que les plantan cara. Tanto en un lado como en el otro, las libertades públicas retroceden. Además, ambos fenómenos no son en absoluto incompatibles. Hoy Europa convive bien con la extrema derecha en el poder: mientras que en 2000 imponía sanciones a la Austria de Jorg Haider, en 2018 ésta va a asumir la presidencia europea con Sebastian Kurz. La Unión de hecho no titubea al subcontratar a Turquía para la gestión de los migrantes, cerrando los ojos frente a la deriva dictatorial del régimen de Recep Tayyip Erdoğan -por no hablar de los acuerdos cerrados con una mafiosa Libia. Y si Emmanuel Macron considera que Donald Trump ha adoptado la decisión correcta al renunciar a separar a los migrantes de sus hijos, cabe señalar que los Estados Unidos se disponen a seguir de ahora en adelante el ejemplo francés…encerrándolos a todos juntos. El presidente de la República bien puede denunciar en Quimper la expansión de la lepra con la llegada de la Liga al poder, pero no puede hacer olvidar que en 2017 una Italia capitaneada por el Partido demócrata ya llevaba ante la justicia a aquellas ONG que rescataban personas migrantes en el mar. Europa era ya cómplice. Sobre todo, sería actuar como si la justicia francesa no persiguiera a «delincuentes solidarios», como en el caso de Cédric Herrou. Tanto en la frontera francoitaliana como en el Mediterráneo, las milicias de Generación Identitaria actúan ilegalmente, pero cuentan con la bendición de autoridades francesas y europeas. Al final de este discurso, el presidente de la República se indigna frente a aquellos que «traicionan incluso el asilo», en un momento en que el Senado examina la Ley de Asilo e Inmigración. Al mismo tiempo, fustiga a «todos aquellos aleccionadores» que, reivindicando la solidaridad, querrían «todo y cualquier cosa». «¡Mirad a vuestro alrededor!», les increpa. Poco después, junto a Pedro Sánchez, presidente del Gobierno español que acaba de acoger el Aquarius, propone sin reírse «sanciones en caso de insolidaridad»…como si Francia, cuyos puertos -después de los italianos- eran los más próximos, no fuera la primera concernida -antes de asumir el discurso de Matteo Salvini sobre las ONG en el que las acusa de «hacer el juego a los traficantes»-. Pese a los bellos discursos, la «tentación iliberal» no se reduce exclusivamente a la extrema derecha eurófoba: pende igualmente sobre dirigentes eurófilos. El propio Emmanuel Macron encarna ese neoliberalismo iliberal que pretende salvarnos de la extrema derecha imitando su política. Se encuentra pues en una buena posición para concluir: «En este tema, nuestras élites económicas, periodísticas, políticas poseen una responsabilidad inmensa -¡Inmensa!». Cómo designar esta «lepra»? No basta con evocar un «momento populista». Si Chantal Mouffe rechaza hablar de extrema derecha, prefiriendo la expresión «populismo de derecha», esta filosofía aboga «por un populismo de izquierdas»: ambos tendrían en común un «núcleo democrático», puesto que hacen visibles, ofreciéndoles, claro está, respuestas distintas, las reivindicaciones de «categorías populares», es decir, de los «perdedores de la globalización neoliberal». Sin embargo, no solo los dirigentes neoliberales no dudan en movilizar un populismo xenófobo, sino que a su vez también los líderes populistas, de Trump a Orbán pasando por Erdoğan, promueven políticas neoliberales. Resulta pues dudoso atribuir al voto favorable de los segundos «la expresión de resistencias a la condición posdemocrática engendrada por treinta años de hegemonía neoliberal». ¿No deberíamos más bien hablar de un «momento neofascista»? Como ocurre en el fascismo histórico, encontramos efectivamente hoy en día los componentes de racismo y xenofobia, la difusión de fronteras entre izquierda y derecha, la veneración del líder carismático y la celebración de la nación, el odio hacia las élites y la exaltación del pueblo, el menosprecio hacia el Estado de derecho y la apología de la violencia, etc. Para explicar el resurgir de estos elementos en el momento de la elección de Donald Trump, el filósofo Cornel West ha atribuido claramente la responsabilidad a las políticas defendidas por los Clinton y Barack Obama: «En Estados Unidos, la era neoliberal acaba de culminar con una explosión neofascista». Desde entonces, sin embargo, resulta evidente que la segunda no ha destruido la primera. ¿Deberíamos entonces hacer caso a Wendy Brown quien, a la inversa, privilegia la lectura neoliberal y rechaza la comparación histórica con el fascismo? Para esta teórica política que analiza la «revolución furtiva» del neoliberalismo que consigue «deshacer el demos», «pese a ciertos ecos de los años 1930», la paradójica combinación entre «Estatismo» y «Desregulación» de Trump, cierto «autoritarismo libertario», supone una nueva forma de política que es «efecto colateral de la racionalidad neoliberal». No sabríamos pues reducirla a las antiguas figuras del fascismo o del populismo. Su crítica se suma a la de Robert Paxton: si bien es cierto que encontramos en este presidente «varios patrones típicamente fascistas», para el historiador de Vichy, «la etiqueta «fascista» oculta el libertarismo económico y social de Trump». Podríamos sin embargo preguntarnos: ¿Acaso no es el principio mismo de un concepto o de un tipo ideal weberiano el reagrupar bajo una misma etiqueta ejemplos diferentes tomados prestados de distintos contextos históricos? Se da ciertamente fascismo, pero también populismo y neoliberalismo. Así, tal y como lo subraya Wendy Brown, el proteccionismo de Trump no es sino una nueva declinación de este último, mientras que el ordoliberalismo alemán constituye una variante, que no se confunde mucho más con la ideología del FMI: a pesar de esto, no debemos renunciar a analizar el neoliberalismo bajo todas sus formas. Según esta misma lógica, podemos hablar de neofascismo, como forma de pensar, en su especificidad histórica, sobre este momento fascista del neoliberalismo. No se trata de sugerir que, en su mismo principio, el neoliberalismo esté condenado al fascismo. Cierto es que el neoliberalismo no está orientado hacia la democracia, como parecía tras la caída del Muro de Berlín, pero que ya no es posible creer. No obstante, los dirigentes que han reconvertido la socialdemocracia en Europa, Tony Blair y José Luís Rodríguez Zapatero, lejos de surfear la ola xenófoba, reivindicaron la apertura de sus países a los migrantes económicos. En cuanto a la canciller alemana ¿Acaso no pasó de ser «Kaiser Merkel» en Europa meses después de la «crisis griega», a ser «Mutti Angela» durante la «crisis del asilo» de 2015? Sin embargo, estos momentos pertenecen ya al pasado. Por eso hoy es importante llamar gato a un gato: negarse a nombrar este neofascismo autoriza a quedarse de brazos cruzados. El rigor intelectual escrupuloso de algunos sirve como pretexto para la tibia cobardía política de muchos. Los eufemismos impiden así la movilización de un antifascismo que, lejos de ser el respaldo democrático de las políticas económicas actuales, designaría la responsabilidad del neoliberalismo respecto del auge del neofascismo: no hay ninguna necesidad de dejarse llevar por la ilusión de que el populismo, que es el síntoma, podría ser el remedio. En definitiva, cantar Bella Ciao no tiene nada de anacrónico – no solo contra Matteo Salvini o su predecesor «demócrata» en Interior, Marco Minniti, y también contra su homólogo Gérard Collomb, incluso si ya «está un poco cansado de que le tomen por el facha de turno«. Éric Fassin Sociólogo y profesor en la Universidad de Paris-8. Ha publicado recientemente Populisme : le grand ressentiment (Textuel, 2017). @ERICFASSIN Fuente: http://ctxt.es/es/20180627/Firmas/20466/Eric-Fassin-neofascismo-neoliberalismo-UE-Trump-riesgos.htm