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Emergencia económica

Malos, feos y sucios

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«Se podría armar – parafraseando el periodista argentino Luís Bruschtein – un panel con los partidarios del modelo, esos técnicos de la macroeconomía, con discursos académicos, despreciativos pero paternalistas hacia todo aquel que no piensa como ellos» y del otro lado a un grupo de botijas en situación de calle o de uruguayos que viven […]

«Se podría armar – parafraseando el periodista argentino Luís Bruschtein – un panel con los partidarios del modelo, esos técnicos de la macroeconomía, con discursos académicos, despreciativos pero paternalistas hacia todo aquel que no piensa como ellos» y del otro lado a un grupo de botijas en situación de calle o de uruguayos que viven en ranchos de lata y cartón que, nada menos, son un millón.

¿Se imagina el lector a los periodistas especializados pontificando luego sobre la sabiduría que surge de esos títulos que otorgan Harvard, Chicago o Lovaina y la intranquilidad de los demás, ansiosos de soluciones para vidas que se acaban envueltas en la miseria?

La conclusión razonable luego de las exposiciones de los pontífices de la economía, sería la de seguir esperando, que es la situación más dramática para, nada menos, que los niños en situación de calle que constituyen una de las zonas más vulnerables de los dramas de la pobreza. Niños para los cuales delinquir y ser atrapados e internados en lugares dantescos, como la Colonia Berro, es una solución plausible para su dramática existencia.

El evidente que los muchachos no saben nada de economía, pero si de sus efectos, que sufren sobre su piel, en sus estómagos, en su visión de la sociedad a la que consideran enemiga y, por consiguiente, la agreden a diario y, fundamentalmente en sus expectativas de existencia. Son niños que viven ese día, que buscan comida – en ocasiones en los depósitos de basura – o tratan apropiarse de lo ajeno para que reducidores les den cuatro pesos por algo que, además del riesgo, vale cuatro mil. Niños que ven a los demás, a quienes no están dentro del millón de marginados, encerrados cada día tras rejas más altas para evitar un contacto con ellos mismos.

La sociedad uruguaya, que compite en deformidades con otras del continente que han vivido también la crisis del modelo de acumulación capitalista, ese que siempre, en lo grueso, privatiza las ganancias y socializa las pérdidas, sufrió en el 2002 un desplome generalizado, multiplicando la marginalidad de sectores de población que parecen soldados a una situación espantosa. La que, obviamente, no puede ser revertida de un día para otros y menos con las timideces del llamado Plan de Emergencia que por ahora otorga una «ayuda» menor a algunos miles de personas, sin tener en cuenta el número de integrantes de las familias a asistir, sin duda, una de sus mayores desprolijidades, resultado indeseado de las urgencias de su implementación.

Por supuesto que sabemos que la velocidad de destrucción es infinitamente más rápida que la de reconstrucción, sobre todo en los procesos económicos. Se necesitan cambios reales, especialmente, en una sociedad que por la aplicación del modelo neoliberal y su inviabilidad manifiesta, terminó esta etapa del proceso con una de las deudas externa per cápita mayor del hemisferio occidental, la que exige al gobierno apretar los torniquetes de la economía para lograr un superávit previo del 3.5 por ciento. Cifra gigantesca para los uruguayos que surge de un acuerdo con el FMI. Esfuerzo que ojala – guardando en un bolsillo nuestro ya histórico escepticismo- determine que no sigamos, a contrapartida de ese esfuerzo, pagando con la deformidad económica, la consolidación de la situación de los marginados y asalariados hambreados por sueldos vergonzantes.

Pero hay otro hecho: la niñez no tiene esos tiempos, no puede esperar – y seguimos parafraseando al periodista de Página 12 -. Cuando los efectos de la marginalidad comienzan a sentirse, son miles los botijas que pierden su educación, en un proceso de desculturización fenomenal en su incidencia sobre la sociedad en su conjunto, soportando además las secuelas físicas y psicológicas de la miseria.

Todo un proceso dramático que es balconeado por el resto de la sociedad que se conmueve por las imágenes de los botijas desnutridos, pero que cuando se refiere a la problemática de la inseguridad inmediatamente los instala en el campo del enemigo y los margina, más, mucho más.

En este todavía esperanzado país por las acciones anunciadas por el gobierno del doctor Tabaré Vázquez, sigue inmiscuyéndose el pasado borrascoso en el difícil presente, reduciendo y desorientando a las fuerzas que ya deberían estar desplegadas combatiendo, tratando de torcer – a marcha forzada – las desigualdades estampadas por el modelo.

Claro, sobre los uruguayos, están cayendo las realidades del pasado que impiden, desde una visión macroeconómica, sortear la parálisis de la economía, que pese a los índices positivos de exportación, mantiene sus desigualdades, lo que implica que no se cumplan algunos de los elementos sustanciales que están, obviamente, vinculados a los anuncios anteriores.

Mientras que la riqueza que ingresa al país siga sin redistribuirse equitativamente no habrá ningún camino posible para modificar la realidad social y el país – más allá de los aplausos del FMI y el Banco Mundial – seguirá acumulando solo para cubrir la exigencia del superávit primario y con ello pagar con regularidad los vencimientos de la deuda. Pero, ¿hasta cuando?

No habrá manera de reactivar la industria, ni nadie vendrá desde afuera a abrir fábricas, sin que mejore la capacidad de compra de los uruguayos, que multiplicará la actividad también al comercio. Así se abrirán las fábricas para que la transformación de las materias primas determine que haya una menor desocupación, más ingreso en las familias y se ponga en marcha el mecanismo de crecimiento de la economía que está siempre vinculado a la capacidad de compra de la gente.

Todos esos malos, feos y sucios, que pululan por las ciudades, duermen en las ochavas bajo cartones, los mismos que logran la formal conmiseración de todos, pero que nadie quiere cerca y los otros, que en ranchos de lata y cartón, malviven entre el barro, sin calor ni esperanza, merecen que pensemos en ellos e intentemos – más allá de los análisis macroeconómicos – multiplicar la actividad para comenzar a incluirlos.

De lo contrario el necesario Plan de Emergencia, se convertirá en un simple intento de asistencialismo que, es lamentable, no tendrá futuro.

Y, por supuesto, el dichoso superávit primario será una carga demasiado pesada para un pueblo que no podrá superar su dramático presente.

(*) Periodista. (Secretario de redacción del diario LA REPUBLICA de Montevideo y del semanario Bitácora)