Recomiendo:
0

Uruguay

Impunidad en el pais de la cola de paja

Fuentes: Rebelión

Según señala un artículo de la revista Caras y Caretas, la Suprema Corte de Justicia (SCJ) de Uruguay consideró, en un fallo reciente, que la ley de Caducidad tuvo «una finalidad de reconciliación» de la sociedad uruguaya, tras los hechos acaecidos durante la dictadura. Además, afirmó que el fallo de la Corte Interamericana de Derechos […]

Según señala un artículo de la revista Caras y Caretas, la Suprema Corte de Justicia (SCJ) de Uruguay consideró, en un fallo reciente, que la ley de Caducidad tuvo «una finalidad de reconciliación» de la sociedad uruguaya, tras los hechos acaecidos durante la dictadura. Además, afirmó que el fallo de la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) en el caso Gelman vs. Uruguay es «incompatible» con ese camino de reconciliación. El referido fallo agrega también que: «No puede confundirse dicha situación con el caso particular del Uruguay, porque en nuestro país existió una opción por la indulgencia, con una finalidad de reconciliación, expresada por la mayoría de la ciudadanía en el referéndum del año 1989 -que algunos aislados analistas atribuyen a la fragilidad institucional y al miedo remanente de la dictadura- pero que, superada largamente esa etapa la misma opción se reitera en el año 2009»

Más allá de los argumentos jurídicos del fallo de la SCJ, que se podrán compartir o no (yo no los comparto), hay algo de cierto en el fondo en cuanto a la actitud del pueblo uruguayo (su mayoría) en este tema; mal que nos pese, y aunque no nos guste, vivimos en «el país de la cola de paja», un país gris, cómodo y de medias tintas, pusilánime y timorato. En el 89, adjudicamos el fracaso del intento de derogación de la ley de impunidad, al miedo, y en el 2009 a la defección de los líderes, y tal vez sean excusas válidas, pero ese miedo y esos líderes que acomodan su cuerpo a las circunstancias y la conveniencia, forman parte de la forma de ser de los uruguayos, y la suma de lo que somos da como resultado la impunidad en la que vivimos; así somos.

El origen de la impunidad

Segmentar la historia es realizar un ejercicio arbitrario; en rigor, es imposible precisar el inicio exacto de un acontecimiento histórico, igual que es imposible precisar su exacto final; todo acontecimiento tiene su origen en un acontecimiento anterior, y éste en otro anterior, y así sucesivamente hasta el infinito, porque la historia es como la materia, y en ella nada se crea y nada se destruye, todo se transforma.

La impunidad seguramente no comenzó cuando en diciembre de 1986 se votó la nefasta ley por parte de la mayoría de blanquicolorados (los partidos tradicionales, el blanco y el colorado). Algunos ubicarán sus inicios en las negociaciones del Club Naval, y probablemente tengan cierto grado de razón. Otros dirán que los pactos se hicieron antes, y que el nacimiento de la impunidad se arregló dentro de los cuarteles y las cárceles en plena dictadura.

Yo tiendo a pensar que la impunidad ya estaba en nosotros, en nuestra forma de ser y pensar, desde mucho tiempo antes. Aquella conocida frase de «algo habrán hecho», que se escuchaba cuando caían presos como moscas los dirigentes sindicales y luchadores sociales de toda especie, no eran la expresión de una parte minoritaria del pueblo uruguayo. En todo caso, esa fue también una buena parte del razonamiento en el voto amarillo del 89: el discurso oficial de los dos demonios fue un discurso que prendió en la mayoría de los uruguayos.

Al parecer, entre las décadas del 60 y 70 surgieron dos demonios provenientes del mismísimo infierno, para enfrentase en una batalla mortal y llevarse así el codiciado trofeo: poseer el control absoluto del país. En el medio del combate quedaron atrapados -pobrecitos- el resto de los inocentes ciudadanos. Un discurso muy conveniente y muy apropiado para la mentalidad promedio de los uruguayos: ahora pedimos perdón por los excesos y errores cometidos, reconocemos que nos equivocamos y a reconciliarnos todos para hacer un Uruguay mejor.

Los hechos puros y duros son contundentes. La mayoría de los parlamentarios uruguayos (mayoría elegida democráticamente por el pueblo uruguayo en elecciones más o menos limpias), votó una ley que dejaba impunes a los violadores más atroces de los derechos humanos en la historia del país.

Y más allá de la lucha enorme, sacrificada y desigual, de quienes promovimos el referéndum contra la ley de impunidad en el 89, lo cierto es que el pueblo uruguayo por mayoría decidió que la ley debía ser mantenida y que los violadores debían seguir impunes; y el mismo año, pocos meses después, el pueblo uruguayo eligió para dirigir los destinos del país a un partido político conservador y a su dirigente más a la derecha.

Se podrá achacar el resultado al miedo, a la desinformación y a un sinfín de razones más, pero esos son los resultados.

Y 20 años después, cuando el miedo ya no era una explicación valedera, la mayoría de los ciudadanos uruguayos volvieron a decir exactamente lo mismo, que querían mantener la impunidad. Eso es muy duro de aceptar, pero es la pura realidad.

Ha habido lucha, eso es innegable, y la seguirá habiendo, porque una porción de los uruguayos encuentra inadmisible la impunidad, y seguirá clamando y exigiendo por verdad y justicia.

Pero no es menos cierto que esa porción de uruguayos es una porción ínfima. Los picos más altos de esa lucha son sin duda los 20 de mayo con la marcha del silencio, que han llegado a congregar hasta 100 mil personas. Pero ese es un hecho puntual, casi un compromiso anual de quienes albergan en sus conciencias la necesidad de mantener viva la llama de ese reclamo moral y ético. Lo cierto es que el resto del año, grupos muy reducidos de familiares, abogados consecuentes y organizaciones de derechos humanos llevan a cabo medidas y movilizaciones que apenas trascienden el grupo más cerrado de militantes.

El Uruguay gris y conservador

El Uruguay es un país que se puede ubicar en el centro político. Un país dividido más o menos en dos mitades que no son derecha e izquierda, como algunos interesados quieren hacer creer, sino una mitad más conservadora y una mitad menos conservadora, en donde derecha e izquierda son expresiones mínimas.

Cuando comienza a terminar la noche oscura de la dictadura, en el año 84, los uruguayos eligen para gobernar al mismo partido que gobernaba antes de la dictadura, y al que más comprometido estaba con ella: al partido colorado. Es cierto que por ese entonces regía la ley de lemas, y que para obtener el gobierno bastaba con ser la minoría mayor. Pero no es menos cierto que, de haber existido por ese entonces el balotaje, la mayoría conservadora hubiera dado el triunfo en una segunda vuelta al mismo personaje. De hecho, cuando por primera vez se estrena el balotaje, en el año 2000, en la segunda vuelta la mitad más conservadora le dio el triunfo a Jorge Batlle.

El Frente Amplio obtiene el gobierno cuando logra reunir tras su propuesta a la mitad menos conservadora. Y en ello no hay tanto un mérito de la izquierda en cuanto a convencer a las mayorías, sino más bien un rebajamiento progresivo del programa de izquierda original, hasta ponerse a la altura de esa mitad menos conservadora.

No se trata de un crecimiento de la conciencia de los uruguayos en el sentido de comprender que las políticas conservadoras que se llevaron adelante a lo largo de la historia del país eran nefastas y que se hacía necesario un cambio de rumbo radical, sino de la adquisición de conciencia por parte de la izquierda de que, si no rebajaba sus aspiraciones en cuanto a los cambios estructurales que pretendía hacer, jamás lograría llegar al gobierno.

El uruguayo es un pueblo al que mayoritariamente le gusta votar, y en general sigue y apoya las indicaciones de sus dirigentes. Indudablemente prefiere la democracia a la dictadura, y tal vez por esas y otras razones en el 80 se manifestó por el NO y asombró al mundo.

Es difícil decir si el pueblo es un reflejo de sus dirigentes, o si los dirigentes son un fiel reflejo de lo que es el pueblo, pero lo cierto es que los dirigentes no se diferencian demasiado de lo que es la ciudadanía. El Uruguay es un país en donde los gobiernos de «izquierda» reciben los elogios de los grandes medios de la derecha mundial.

Es un país en donde una izquierda que proclamaba su antiimperialismo llega al gobierno y firma un tratado en donde le protege las inversiones al imperialismo o le pide ayuda al imperialismo contra uno de sus hermanos latinoamericanos; es un país en donde una izquierda que proclamaba su lucha contra el latifundio y la oligarquía, llega al gobierno y concentra y extranjeriza la propiedad de la tierra y demás medios de producción como nunca en la historia del país.

Un país en donde algunos sectores dirigentes de la parte menos conservadora gritan a los cuatro vientos que quieren un giro a la izquierda, pero apoyan con las cuatro manos al más conservador de los candidatos posibles.

Y en el medio del mar de contradicciones de una dirigencia bipolar: dirigentes de la central sindical que un 1° de mayo almuerzan con lo más selecto de la oligarquía criolla y junto a la princesa D´Alembert y la embajadora yanqui; dirigentes de izquierda que tanto encabezan una marcha del 20 de mayo como se fotografían en primera fila en un acto de la lista de Semproni, quinta esencia del traidor a los derechos humanos; dirigentes sindicales que no ponen la fuerza de su sindicato para apoyar a la jueza Mariana Mota, o para las marchas del 20 de mayo, o para rodear el Palacio Legislativo cuando se vota la anulación de la ley de impunidad, o para convocar a una protesta por el asesinato de jóvenes por parte de la policía, pero en cambio contratan ómnibus para acompañar caravanas en apoyo a un ex ministro de economía a punto de ser procesado por abuso de funciones; partidos que son históricamente la quinta esencia del antiimperialismo, pero que votan el envío de tropas a Haití, o proponen como candidato al amigo del genocida Bush, al que pidió ayuda al imperialismo contra un hermano latinoamericano, al que llevó como ministro al ex gerente de la Texaco, voz cantante en las negociaciones con los yanquis para concretar un TLC que estaba vedado por el programa del FA; un partido que propone como candidato a quien promovió al generalato al asesino de Nibia Sabalsagaray, una de sus militantes, y una juventud de ese partido que denomina a su Convención «Nibia Sabalsagaray» y en la apertura de ese evento invita a hacer uso de la palabra a quien promovió al generalato al asesino (hoy preso) de la camarada que da nombre a esa Convención; etc. En medio de esas disparatadas contradicciones, digo, la impunidad mantenida por la ciudadanía uruguaya cada vez que ha sido convocada a pronunciarse, es una tremenda coherencia.

Esto obviamente no impedirá que muchos sigamos luchando por el fin de la impunidad, por verdad y justicia, y por una sociedad más avanzada que deje atrás la infamia del capitalismo y la explotación. Pero hay que saber en donde estamos parados.

La cola de paja

Al parecer, el dicho «tener cola de paja», viene de un cuento en que un perro había cometido cierta fechoría; alguien congregó a la jauría y les pidió a todos que saltaran por encima de una hoguera; quien fuera inocente no tenía nada que temer, no así el culpable pues su culpa le había convertido su cola en paja. El culpable se descubrió cuando se negó a saltar.

Vaya uno a saber cual fue la fechoría cometida por los uruguayos; es tarea para historiadores, y no puedo opinar al respecto. Lo cierto es que la jauría uruguaya no es afecta a saltar por encima de la hoguera; sea porque teme que su cola de paja se prenda fuego, o por temor a que sus pelos naturales que le quedan tan bonitos se chamusquen aunque sea un poquito y afeen su gris y pacata imagen. 

Blog del autor: http://contratapapopular.blogspot.com.es/2013/12/impunidad-en-el-pais-de-la-cola-de-paja.html

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.