A 35 años de recuperada la democracia, los saldos de la lucha contra la impunidad son extremadamente flacos, en especial si tenemos en cuenta que hemos avanzado en el conocimiento de cómo ocurrieron las cosas, pero no de quiénes las cometieron.
Sabemos que hay casi 200 desaparecidos, pero sólo se rescataron cinco restos en Uruguay. Hubo una treintena de procesados, la mayoría de los cuales disfrutan de prisión domiciliaria, de un total de cientos de oficiales que participaron de la guerra sucia. Hay más de cien causas penales activas, pero casi todas están paralizadas. Y aquellas que avanzaron y culminaron haciendo justicia, lo hicieron por el esfuerzo titánico de las víctimas, de sus familiares y de organizaciones defensoras de los derechos humanos. Las estructuras institucionales poco aportaron y bastante entorpecieron: el Parlamento con su ley de caducidad, los ministros de Defensa ocultando la información e, incluso, el Poder Judicial, donde el esfuerzo de algunos jueces se estrellaba contra las decisiones de la Suprema Corte de Justicia. La excepción a la regla es la gestión que viene realizando desde hace poco la Fiscalía Especializada en Delitos de Lesa Humanidad.
Hay un concepto para resumir esta situación: omertà, el pacto de silencio militar que funcionó y sigue funcionando porque no hay voluntad política para desmantelarlo. Se puede ir muy atrás en la responsabilidad política, desde los días en que el presidente Sanguinetti afirmaba que en Uruguay no había desaparecidos ni niños robados, pasando por la renuncia de Jorge Batlle a sancionar a los ejecutores del asesinato de María Claudia García de Gelman («Sé que fue Ricardo Medina»), hasta este actual episodio del desafuero del general Manini, que una mayoría de senadores está dispuesta a descartar.
Como sostuvieron los integrantes de Familiares de Detenidos Desaparecidos, ningún gobierno estuvo dispuesto a romper esa omertà buscando en los recodos de las estructuras estatales las pruebas que harían que ese pacto fuera inoperante. La verdadera voluntad política impediría ese juego pueril de los terroristas de Estado que mienten descaradamente ante los jueces (y, por tanto, ante sus víctimas) y después confiesan ante sus superiores.
Cuando surgen esas confesiones –como la de Gavazzo contando cómo tiró a la laguna de Paso de los Toros el cadáver de Roberto Gomensoro por orden del general Esteban Cristi o la de Gilberto Vázquez reivindicando las desapariciones del «segundo vuelo» aprobadas por sus superiores– se produce un sentimiento de horror, pero no un sentimiento de indignación por la impunidad inherente a esas confesiones. Frente a esos horrores está la justificación del coronel Ernesto Ramas: «Si yo llevo una mochila pesada, él [Gilberto Vázquez] lleva una de 500 quilos».
Ahí está la explicación: los oficiales son víctimas de las órdenes de sus superiores y la superioridad es víctima de las tareas que les encomendaron los políticos. Por tanto, investigar a fondo es desnudarnos, castigarlos a ellos es castigarnos. Los gobiernos blanco y colorado fueron fieles a la concepción de sostener la impunidad. Los gobiernos del Frente Amplio (FA) tuvieron, en cambio, una actitud más ambigua, que permite tanto aplaudir como criticar. Queda claro, sin embargo, que el FA no tuvo la voluntad, la valentía, de enfrentar el poder militar. No lo hizo cuando Tabaré Vázquez le ordenó al general Ángel Bertolotti que ubicara los restos de algunos desaparecidos, pero que no quería nombres; no lo hizo cuando respaldó las negociaciones secretas del secretario de la Presidencia, Gonzalo Fernández, con los terroristas de Estado; no lo hizo cuando permitió que el ministro de Defensa, Fernández Huidobro, ocultara información y operara políticamente para defender a los Tenientes de Artigas; no lo hizo cuando emitió una clara señal a los jueces cuando el presidente José Mujica expresamente saludó y abrazó al general en actividad, Miguel Dalmao, que acababa de ser procesado.
Mal que les pese a los incondicionales, el cuadro no es blanco y negro.