Al lado del país que centra la atención mundial por los resultados electorales de hoy, que muy probablemente erigirán a Lula en vencedor, el Perú atraviesa una grave crisis política que podría derivar en hechos violentos.
Su frágil institucionalidad democrática se desangra como resultado de la mala gestión del gobierno, pero, sobre todo, por el acoso y las acciones desestabilizadoras de la derecha que nunca le reconoció a Pedro Castillo su legítimo triunfo.
En estas circunstancias, el Consejo Permanente de la OEA aprobó por aclamación, el 20 de octubre, una resolución en la que se comprometió, a solicitud de Castillo, a enviar una misión al más alto nivel –de la cual forma parte el canciller Santiago Cafiero– para intentar promover el diálogo y dar una salida a la crisis política que agobia al país.
Un espaldarazo
El 12 de octubre, después de que la fiscal general de la Nación interpusiera una demanda constitucional en contra de Castillo, este remitió una comunicación al secretario general de la OEA, Luis Almagro, en la que solicitaba activar los artículos 17 y 18 de la Carta Interamericana Democrática de ese organismo. Estos establecen que cuando un Estado miembro considere que su proceso político institucional democrático o su legítimo ejercicio del poder están en riesgo, se puede solicitar asistencia a la OEA. Asimismo, si se produjeran situaciones que afectaren el desarrollo del proceso político institucional democrático o el legítimo ejercicio del poder, ese organismo podrá, con el consentimiento previo del gobierno afectado, disponer visitas y otras gestiones con la finalidad de hacer un análisis de la situación.
La respuesta fue inmediata y el 20 de octubre el Consejo Permanente se reunió y aprobó por aclamación una resolución “respaldo a la preservación de la institucionalidad democrática y la democracia representativa en el Perú”, en la que no solo anunció el envío urgente de una misión al más alto nivel, sino que se solidarizó con el gobierno elegido democráticamente. El viernes 28 se anunció a los miembros que conforman dicha misión: los cancilleres de la Argentina, Belize, Ecuador, Guatemala, Paraguay, los viceministros de Colombia y Costa Rica, y el ex canciller de Paraguay en representación de la Secretaría General de la OEA.
La rápida respuesta de la OEA a Castillo ha dejado descolocada e histérica a la oposición. Algunas de las sandeces que señalan es que ese organismo apoya a los gobiernos de Cuba, Venezuela, Nicaragua y Bolivia, pues no ha hecho nada para derrocarlos. El hecho que los gobiernos agrupados en el Consejo Permanente de la OEA, con diferentes miradas políticas, hayan apoyado rápidamente y por unanimidad la solicitud de Castillo es atribuido, por la oposición local, al desconocimiento que tiene la OEA sobre lo que ocurre en el Perú, o a la vieja amistad del embajador peruano ante ese organismo, George Forsyth, con Luis Almagro (coincidieron como embajadores en China). Se equivocan. Los gobiernos de la OEA saben muy bien lo que pasa en el Perú. Sus representantes en el organismo (salvo el de Juan Guaidó) son designados por sus cancillerías y las decisiones que se toman en la OEA se hacen en consulta con estas.
Las misiones diplomáticas no solo tienen la función de representar a sus respectivos países, sino también la de informar a través de un seguimiento político y económico exhaustivo en las sedes donde son asignadas. Lo hacen a través de la prensa local, de las reuniones a las que asisten y de las conversaciones que sostienen con funcionarios del país sede. Todo es transmitido a sus respectivas cancillerías.
Los gobiernos de los países representados en la OEA conocen la deplorable gestión del Presidente, que se expresa, entre otros, en la alta rotación de sus ministros (más de 70 en 15 meses de gobierno), en su poca calificación y, sobre todo, en la existencia de fuertes indicios de corrupción. Saben, también, que esta atraviesa las entrañas de la estructura política del país desde hace tres décadas.
Ellos han sido testigos de la campaña de desestabilización –en algunos casos golpista– de sectores políticos y medios de comunicación, así como de las agresiones, inclusive físicas, al presidente de la Oficina Nacional de Procesos Electorales (ONPE) por no doblegarse a mentir y decir que el triunfo de Castillo fue resultado de un fraude. Por eso, cuando Castillo ganó legítimamente la elección, la OEA no recibió en Washington a una delegación que pudiera mostrarle las “irrefutables pruebas” del mismo. La misión de sus observadores, al igual que los de la Unión Europea, de los gobiernos de Estados Unidos, Reino Unido, Australia, Canadá, entre otros, confirmó que las elecciones fueron impecables.
En aquel momento, la OEA se encontraba muy golpeada por haber sido cómplice e inducido al quiebre institucional en Bolivia en 2019, que dio lugar a más de 30 muertes y decenas de heridos. Por su parte, la administración de Biden se enfrentaba a la campaña inventada por Donald Trump sobre el supuesto fraude en las elecciones de 2020, que llevaron a los demócratas al poder. No era el momento de hacer concesiones con una invención de características similares, made in Perú.
Así, Castillo fue proclamado Presidente apenas nueve días antes de la asunción presidencial, en medio de una feroz campaña de los partidos opositores, que lo acusaban de ser comunista, pro-chavista, pro-cubano, y alertaban que expropiaría las viviendas, los ahorros, y ese tipo de frases comunes. El 28 de julio de 2021 asumió al frente del Ejecutivo, pero la campaña para echarlo del poder no cesó. No le dieron tregua. Mientras Mario Vargas Llosa se paseaba por el mundo denunciando el imaginario fraude y decía que Castillo era un analfabeto, la oposición organizaba marchas envueltas en los símbolos patrios, incluida la camiseta de la selección peruana de fútbol que no clasificó al Mundial.
En sus primeros ocho meses de gobierno hubo dos intentos de vacancia que fracasaron. Además, el Congreso le negó la autorización de salida a Colombia para asistir a la asunción del mando de Gustavo Petro y, recientemente, se la negó la salida para un encuentro en el Vaticano y con autoridades de la Unión Europea.
En oportunidad de la primera denegación de salida al Presidente por parte del Congreso, la Secretaría General de la OEA emitió un comunicado en el que manifestó su preocupación por la situación de conflictividad tanto en el ámbito institucional como en el área social del país, lo cual ponía en peligro su ya vulnerable gobernabilidad. En ese comunicado se hizo un llamado para defender la institucionalidad democrática y se señaló que impedir la salida del Presidente para asistir a la transmisión de mando en otro país que democráticamente ha elegido sus autoridades no contribuye a disminuir la tensión entre el Ejecutivo y el Congreso.
Máxima tensión
La lucha por sacar a Castillo continuó agudizándose. El último intento estuvo a cargo de la fiscal general Patricia Benavides, quien interpuso una demanda constitucional en su contra por presuntamente dirigir una “red criminal”. Benavides afirma tener pruebas contundentes para que el Congreso lleve adelante el proceso contra Castillo. Pero aquí ocurren dos problemas: primero, que la fiscal Benavides no tiene antecedentes prístinos. En un claro acto de obstrucción a la justicia, destituyó en agosto a la fiscal Bersabeth Revilla, a cargo de investigaciones sobre la liberación de narcotraficantes a cambio de sobornos, en la que la principal investigada era su hermana, la jueza superior Enma Benavides.
Por otro lado, de acuerdo al artículo 117 de la Constitución del Perú, el Presidente en ejercicio de su mandato solo puede ser acusado y procesado por causales como traición a la patria, impedir elecciones presidenciales, parlamentarias, municipales o regionales; disolver el Congreso y otras, pero no por actos de corrupción mientras dure su mandato. Por estos actos solo puede ser investigado. Por esta razón el Congreso solicitó al Tribunal Constitucional que interprete dicho artículo 117 con miras a que el Legislativo pueda interponer un juicio político a Castillo, solicitud que fue rechazada por unanimidad por dicho Tribunal por considerar que no tienen competencia para ello.
Lo que sí podría hacer el Congreso para vacar a Castillo es hacer uso del artículo 113, que señala que además de por muerte o por salir del territorio nacional sin permiso del Congreso, entre otros motivos, se lo podría destituir por presentar incapacidad moral permanente. Pero este ambiguo concepto requiere de 87 votos y solo hay 60 congresistas dispuestos a sacrificar sus curules y sus sueldos.
En este escenario, la visita de la OEA contribuiría a calmar un poco las aguas. En primer lugar, garantizaría que cualquier decisión que se tome se haga estrictamente en el marco de la Constitución. Además, podrían tenderse algunos puentes de diálogo que permitan una salida ordenada y pacífica, en la que no se descarta la posibilidad de nuevas elecciones generales (presidenciales y congresales). Así se frenaría el deseo oculto del Congreso de sacar a Castillo para que un miembro de este Poder culmine su mandato presidencial hasta julio de 2026, algo que resulta inaceptable y riesgoso. El rechazo de la población al Congreso es tres veces mayor al de Castillo, por lo que una salida como la que busca el Congreso y algunos sectores podría derivar en actos de violencia.
Si antes no hay una reforma política, las elecciones podrían derivar en más de lo mismo, con el añadido de que el líder del denominado movimiento etnocacerista, Antauro Humala, ha sido liberado después de casi dos décadas de prisión por encabezar una rebelión en tiempos del Presidente Alejandro Toledo, cuando congregó a 150 reservistas armados que tomaron la comandancia policial de Andahuaylas, una localidad en la sierra del Perú, donde se atrincheraron y ocasionaron la muerte de cuatro oficiales. Antauro, hermano del ex presidente Ollanta Humala, está activo y organizando un movimiento político.
A falta de la UNASUR, o de una CELAC con mayores grados de institucionalidad, la presencia de la OEA en el Perú, en este caso, es positiva. Como lo fue también en el 2000 al contribuir a dar una salida pacífica a la crisis desatada ese año, que puso fin a la dictadura de Fujimori.